El hombre que cumple hoy 80 años, Adolfo Suárez, es el político que
más y mejor ha utilizado el diálogo y la concertación como métodos
políticos en épocas críticas, como lo fue el tránsito de la dictadura a
la democracia
. Poco éxito habría tenido si Felipe González o Santiago Carrillo, dirigentes de la izquierda ilegal de aquel tiempo, o el exiliado presidente de la Generalitat catalana, Josep Tarradellas, no hubieran entrado inteligentemente en el juego propuesto para desmontar el franquismo y construir una democracia, evitando la sensación de ruptura total.
Pero fue Suárez quien se la jugó desde el poder para conducir un proceso tan complejo, tratando de evitar que descarrilara y con un mínimo coste de vidas, lo cual no era nada evidente el día en que el Rey le nombró jefe del Gobierno.
Ahora es normal que los dirigentes sean jóvenes, pero los 43 años con que Suárez contaba eran una provocación para la gerontocracia de la época.
Don Juan Carlos disponía aún de los poderes heredados de Franco, aunque limitados por un armazón de leyes que le marcaban la obligación de elegir un presidente entre los tres candidatos que le propusiera el Consejo del Reino -órgano asesor del jefe de Estado-
. Las maniobras del presidente de este organismo, Torcuato Fernández Mirada, lograron que uno de esos tres nombres fuera el deseado por el Monarca. Suárez fue nombrado jefe del Gobierno sin otro apoyo firme que el del Rey, quien, por cierto, apenas contaba con mucho más respaldo que el de sí mismo: acababa de enojar a los reformistas oficiales de su primer Gobierno (Manuel Fraga, José María de Areilza), muchos franquistas recelaban y todos los demás partidos políticos eran ilegales.
¿Qué hacer con el poder preconstitucional? Osado y ambicioso, Suárez multiplicó los mensajes reservados, se entrevistó en secreto con dirigentes de los grupos clandestinos y se benefició de la inteligencia de Fernández Miranda para imaginar soluciones reformistas.
Primero fue la ley de reforma política, aprobada en referéndum el 15 de diciembre de 1976; después, la negociación de las condiciones en que iban a celebrarse las primeras elecciones y la legalización de los partidos.
Además de todo eso, Suárez improvisó una organización política, la UCD, agrupando desde personas procedentes del régimen anterior —como él—, a liberales, democristianos y socialdemócratas para concurrir a las primeras elecciones. Se celebraron el 15 de junio de 1977 y Suárez, presidente hasta entonces solo por designación del Rey, a partir de las urnas lo fue como jefe del partido más votado.
Hubo mucho más tajo para ejercer el consenso: la concertación social y económica, en forma de Pactos de la Moncloa, y la elaboración de la Constitución, refrendada el 6 de diciembre de 1978. Suárez podría haberlo dejado ahí, pero convocó elecciones y, tras ganarlas por segunda vez, se enfrentó a un escenario cada vez más complicado.
Las divisiones en su partido, la acción decidida de la oposición (sobre todo del PSOE), las conspiraciones militares, la disminución de la confianza del Rey y los ataques de ETA minaron su posición hasta anunciar su renuncia como jefe del Gobierno, el 29 de enero de 1981.
Mal informado sobre las conspiraciones que terminaron conduciendo al 23-F, de nuevo mostró su arrojo personal frente a las armas de Tejero cuando se consumó el asalto al Congreso.
Fue el canto del cisne: intentó recuperarse políticamente en los años siguientes, pero tuvo poco éxito.
La normalización democrática se llevó por delante al artífice del consenso y terminó apartándole de la vida pública, un retiro al que se ha añadido la enfermedad en la que lleva sumido casi una década.
Queda lo mejor de Suárez, su defensa del consenso para encontrar salidas pacíficas a conflictos que parecen imposibles.
Como lo defendió ante el Congreso el 27 de octubre de 1977, cuando dijo que “la Constitución y el marco legal de los derechos y libertades públicas no deben constituir el logro de un partido, sino la plataforma básica de convivencia”.
Muchos echarán de menos a alguien así para afrontar las crisis del presente.
. Poco éxito habría tenido si Felipe González o Santiago Carrillo, dirigentes de la izquierda ilegal de aquel tiempo, o el exiliado presidente de la Generalitat catalana, Josep Tarradellas, no hubieran entrado inteligentemente en el juego propuesto para desmontar el franquismo y construir una democracia, evitando la sensación de ruptura total.
Pero fue Suárez quien se la jugó desde el poder para conducir un proceso tan complejo, tratando de evitar que descarrilara y con un mínimo coste de vidas, lo cual no era nada evidente el día en que el Rey le nombró jefe del Gobierno.
Ahora es normal que los dirigentes sean jóvenes, pero los 43 años con que Suárez contaba eran una provocación para la gerontocracia de la época.
Don Juan Carlos disponía aún de los poderes heredados de Franco, aunque limitados por un armazón de leyes que le marcaban la obligación de elegir un presidente entre los tres candidatos que le propusiera el Consejo del Reino -órgano asesor del jefe de Estado-
. Las maniobras del presidente de este organismo, Torcuato Fernández Mirada, lograron que uno de esos tres nombres fuera el deseado por el Monarca. Suárez fue nombrado jefe del Gobierno sin otro apoyo firme que el del Rey, quien, por cierto, apenas contaba con mucho más respaldo que el de sí mismo: acababa de enojar a los reformistas oficiales de su primer Gobierno (Manuel Fraga, José María de Areilza), muchos franquistas recelaban y todos los demás partidos políticos eran ilegales.
¿Qué hacer con el poder preconstitucional? Osado y ambicioso, Suárez multiplicó los mensajes reservados, se entrevistó en secreto con dirigentes de los grupos clandestinos y se benefició de la inteligencia de Fernández Miranda para imaginar soluciones reformistas.
Primero fue la ley de reforma política, aprobada en referéndum el 15 de diciembre de 1976; después, la negociación de las condiciones en que iban a celebrarse las primeras elecciones y la legalización de los partidos.
Además de todo eso, Suárez improvisó una organización política, la UCD, agrupando desde personas procedentes del régimen anterior —como él—, a liberales, democristianos y socialdemócratas para concurrir a las primeras elecciones. Se celebraron el 15 de junio de 1977 y Suárez, presidente hasta entonces solo por designación del Rey, a partir de las urnas lo fue como jefe del partido más votado.
Hubo mucho más tajo para ejercer el consenso: la concertación social y económica, en forma de Pactos de la Moncloa, y la elaboración de la Constitución, refrendada el 6 de diciembre de 1978. Suárez podría haberlo dejado ahí, pero convocó elecciones y, tras ganarlas por segunda vez, se enfrentó a un escenario cada vez más complicado.
Las divisiones en su partido, la acción decidida de la oposición (sobre todo del PSOE), las conspiraciones militares, la disminución de la confianza del Rey y los ataques de ETA minaron su posición hasta anunciar su renuncia como jefe del Gobierno, el 29 de enero de 1981.
Mal informado sobre las conspiraciones que terminaron conduciendo al 23-F, de nuevo mostró su arrojo personal frente a las armas de Tejero cuando se consumó el asalto al Congreso.
Fue el canto del cisne: intentó recuperarse políticamente en los años siguientes, pero tuvo poco éxito.
La normalización democrática se llevó por delante al artífice del consenso y terminó apartándole de la vida pública, un retiro al que se ha añadido la enfermedad en la que lleva sumido casi una década.
Queda lo mejor de Suárez, su defensa del consenso para encontrar salidas pacíficas a conflictos que parecen imposibles.
Como lo defendió ante el Congreso el 27 de octubre de 1977, cuando dijo que “la Constitución y el marco legal de los derechos y libertades públicas no deben constituir el logro de un partido, sino la plataforma básica de convivencia”.
Muchos echarán de menos a alguien así para afrontar las crisis del presente.
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