Cuatro noches con mar de leva. Cuatro noches y las jornadas que se
impone el mar, que en mis oídos se traducen en un estruendo que no
aminora sino para sumar más fuerzas, aunque no pierde ni una sola de
ellas; por el contrario, parece que las fuerzas que construyen el oleaje
vienen desde todos los ángulos, cada una con su misión particular, con
su martillero, su fragua a cuestas, sus obsesiones de constructoras
efímeras.
Ya no es que el fragor suene a derecha y a izquierda, sino que envuelve
mi cráneo con los sonidos de un océano cósmico originario, o bien
provoca el efecto de una hoja seca arrojada como una cabeza zajada al
gran encontronazo de flujos, resacas, embates, retumbos..., las olas
desplomándose para que las avanzadas, que regresan de las rocas, se
crucen con las nuevas, y aun con las que vienen después...
Y así, con pormenores concienzudos, interminables, las noches y los días
de mar de leva, la claridad de oro tranquilo después del ocaso, la
medialuna subiendo entre rosas y ópalos por los riscos meridionales, y
casi se olvida uno del océano, como en El Hierro lo hicimos de los
movimientos sísmicos, y aun del volcán submarino.
Termina el día. La costa se llena de luces. A veces, en medio de la
noche, de tanto mirarlas se olvida uno de que serpean por un paisaje
destrozado a pleno sol, y es como si fueran las diademas de otra orilla,
de una orilla con raíces en la Isla pero de respiro celestial,
universal y eterno.
© José Carlos Cataño
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