La vieja idea de los caracteres nacionales –la existencia de lo francés, de lo americano, de lo español- resulta un cuento chino; pero, como sucede con todos los cuentos chinos, siempre hay alguien a quien le gusta volver a contárnoslo. Lo valenciano como idiosincrasia, desde el punto de vista filosófico, no constituye más que una hipérbole del temperamento (a las que son tan dados los valencianos algunas veces, junto con otros ciudadanos del mundo en general.)
Ahora bien, puestos a incurrir en generalizaciones indemostrables, yo prefiero la de “la mediterraneidad”, que es mucho más vaga, dúctil e inofensiva. Se trata de un común denominador para millones de ciudadanos que no tienen nada en común; salvo, quizá, una inconcreta forma de estar en el mundo: el sensualismo. Cuando pienso en ese concepto escurridizo de lo mediterráneo, me gusta creer que se trata de una ensoñación cultural, entendiendo la cultura – la alta cultura- como un enmarañado tejido de goces intelectuales y físicos. Ahora que el globalizado puritanismo fabril acusa a los pueblos del Sur de indolencia improductiva, es hora de volver a reivindicar el ideal clásico del trabajo gustoso de ser felices, porque el fin último de la existencia nos negamos a creer que consista en fabricar lavadoras.
De modo que pongámonos a trabajar con empeño al servicio de nuestros sentidos, para diseñar un día perfecto en Valencia. Durante los meses de julio y agosto, el clima de la ciudad constituye una invitación para que todo hombre sensato la abandone, pero doy por hecho en mis lectores un punto de insensatez audaz.
Levántense tarde y sin complejo de culpa, porque el ocio ganado es uno de los principales derechos de la inteligencia. Desayunen ligero a una hora indecorosa y márchense a la playa a darse un baño, a pasear por la orilla, a contar olas, a inventariar sujetos terrestres apetecibles. Mis playas favoritas están fuera de la ciudad, en Canet de Berenguer –Almardá, El Paraíso-, pero me encantan la Malvarrosa y la Patacona, las playas urbanas. Quien busque cocoteros y extensiones desiertas que se marche al Caribe. Los hiperestésicos de la arena solitaria no tienen nada que hacer aquí. Estas son las playas para el plebiscito de los cuerpos, para la alegría sufragista, con la floración multicolor de las sombrillas al viento, con los alaridos infantiles que celebran el simple hecho de estar vivo, con la presencia, bajo el sol notarial, de una representación abundante de lo humano. La playa mediterránea es el gran invento democrático de la naturaleza, que no sabe nada de democracia. Hay que ungirse en sus aguas tibias con el mismo espíritu purificador con el que los peregrinos hacen sus abluciones en el Ganges.
Después, coman en alguno de los restaurantes del paseo de Neptuno –La Rosa, Casa Ximo, L´Estimat, La Muñeca. Quien no ha probado los pequeños mejillones blancos de la zona –las clóchinas-, y la sepia de la playa, antes de un arroz archiepiscopal, no debe considerar que su formación académica está completa. Hagan, pues, un máster de vitalismo acelerado. Y no escuchen a los recalcitrantes que predican el supuesto de que el arroz en verano dificulta los procesos digestivos, porque vamos a dormir la siesta bajo la advocación de Al Russafí, el gran maestro árabe, quien dejó dicho lo siguiente: No quiero otra sombra fresca, / sino la que me da el cuerpo de mi amiga.
Al atardecer, deambularemos por el barrio del Carmen, sabiendo que el paseo a la deriva representa una de las más profundas actividades epistemológicas. Vayan al Centro del Carmen, el primitivo convento del mismo nombre, la antigua Academia de San Carlos, la, hasta hace poco, Escuela de Bellas Artes, donde han estudiado muchos de los clásicos remotos y actuales de la pintura y escultura valencianas (desde Pinazo a Carmen Calvo, desde Manolo Valdés y Miquel Navarro a José Saborit). En el refectorio y la sala capitular pintaban y pasaban frío en invierno los artistas, bajo las cagadas de paloma que anidaban en las escocias de estuco.
Visiten allí la espléndida retrospectiva de Francisco Lozano (1912-2000), un pintor que enseña cómo lo mediterráneo también consiste en una sobriedad y aspereza bajo la luz implacable, un maestro que enseña a descubrir el esplendor en la humildad de unas hierbas y una duna, o de un destartalado merendero, o de unos arrozales en el amanecer.
Después de todo eso, al acabar el día, caeremos en la cuenta, satisfechos, de que la cultura y la vida son exactamente la misma cosa.
Ahora bien, puestos a incurrir en generalizaciones indemostrables, yo prefiero la de “la mediterraneidad”, que es mucho más vaga, dúctil e inofensiva. Se trata de un común denominador para millones de ciudadanos que no tienen nada en común; salvo, quizá, una inconcreta forma de estar en el mundo: el sensualismo. Cuando pienso en ese concepto escurridizo de lo mediterráneo, me gusta creer que se trata de una ensoñación cultural, entendiendo la cultura – la alta cultura- como un enmarañado tejido de goces intelectuales y físicos. Ahora que el globalizado puritanismo fabril acusa a los pueblos del Sur de indolencia improductiva, es hora de volver a reivindicar el ideal clásico del trabajo gustoso de ser felices, porque el fin último de la existencia nos negamos a creer que consista en fabricar lavadoras.
De modo que pongámonos a trabajar con empeño al servicio de nuestros sentidos, para diseñar un día perfecto en Valencia. Durante los meses de julio y agosto, el clima de la ciudad constituye una invitación para que todo hombre sensato la abandone, pero doy por hecho en mis lectores un punto de insensatez audaz.
Levántense tarde y sin complejo de culpa, porque el ocio ganado es uno de los principales derechos de la inteligencia. Desayunen ligero a una hora indecorosa y márchense a la playa a darse un baño, a pasear por la orilla, a contar olas, a inventariar sujetos terrestres apetecibles. Mis playas favoritas están fuera de la ciudad, en Canet de Berenguer –Almardá, El Paraíso-, pero me encantan la Malvarrosa y la Patacona, las playas urbanas. Quien busque cocoteros y extensiones desiertas que se marche al Caribe. Los hiperestésicos de la arena solitaria no tienen nada que hacer aquí. Estas son las playas para el plebiscito de los cuerpos, para la alegría sufragista, con la floración multicolor de las sombrillas al viento, con los alaridos infantiles que celebran el simple hecho de estar vivo, con la presencia, bajo el sol notarial, de una representación abundante de lo humano. La playa mediterránea es el gran invento democrático de la naturaleza, que no sabe nada de democracia. Hay que ungirse en sus aguas tibias con el mismo espíritu purificador con el que los peregrinos hacen sus abluciones en el Ganges.
Después, coman en alguno de los restaurantes del paseo de Neptuno –La Rosa, Casa Ximo, L´Estimat, La Muñeca. Quien no ha probado los pequeños mejillones blancos de la zona –las clóchinas-, y la sepia de la playa, antes de un arroz archiepiscopal, no debe considerar que su formación académica está completa. Hagan, pues, un máster de vitalismo acelerado. Y no escuchen a los recalcitrantes que predican el supuesto de que el arroz en verano dificulta los procesos digestivos, porque vamos a dormir la siesta bajo la advocación de Al Russafí, el gran maestro árabe, quien dejó dicho lo siguiente: No quiero otra sombra fresca, / sino la que me da el cuerpo de mi amiga.
Al atardecer, deambularemos por el barrio del Carmen, sabiendo que el paseo a la deriva representa una de las más profundas actividades epistemológicas. Vayan al Centro del Carmen, el primitivo convento del mismo nombre, la antigua Academia de San Carlos, la, hasta hace poco, Escuela de Bellas Artes, donde han estudiado muchos de los clásicos remotos y actuales de la pintura y escultura valencianas (desde Pinazo a Carmen Calvo, desde Manolo Valdés y Miquel Navarro a José Saborit). En el refectorio y la sala capitular pintaban y pasaban frío en invierno los artistas, bajo las cagadas de paloma que anidaban en las escocias de estuco.
Visiten allí la espléndida retrospectiva de Francisco Lozano (1912-2000), un pintor que enseña cómo lo mediterráneo también consiste en una sobriedad y aspereza bajo la luz implacable, un maestro que enseña a descubrir el esplendor en la humildad de unas hierbas y una duna, o de un destartalado merendero, o de unos arrozales en el amanecer.
Después de todo eso, al acabar el día, caeremos en la cuenta, satisfechos, de que la cultura y la vida son exactamente la misma cosa.
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