Carlo Emilio Gadda
El zafarrancho aquel de via Merulana, 1957
Fundamento de la literatura contemporánea, El zafarrancho… convierte a Roma e Italia en humilde caso criminal y templo de la confusión de las lenguas. A Gadda le había gustado el ruido dialectal de Ragazzi di vita, la primera novela de Pier Paolo Pasolini, y asomó el espejo bufo a la ciudad burguesa y a la luminosa profundidad suburbana. Coincidieron el extrañamiento, el entretenimiento y la aventura estética, la tragedia y la risa, y el sesentón escritor de minorías se transfiguró en “una especie de Sofío Loren”, como se admiraba el propio Gadda. Había descubierto la novela criminal como laboratorio literario. Leonardo Sciascia definió El zafarrancho… como la novela policiaca más absoluta, sin solución: la realidad es un ovillo demasiado enredado para deshacerlo. Todo modo o El contexto, de Sciascia, aprovecharían esa lección gaddiana.
Natalia Ginzburg
Léxico familiar, 1963
Aquí la gran historia cede a la música de los recuerdos, entre el prefascismo, la resistencia antifascista y el posfascismo, pero vividos en casa, como conversación de comedor. Las voces resuenan en la memoria sensitiva de la testigo casi invisible que se convertirá en narradora. La ciudad, Turín, cabe en la casa, y la trama esencial es el vivir juntos. Pero Ginzburg practica una contención íntima, como si contara un sueño, divirtiéndose consigo misma, como quien mira un álbum de fotos en el que los personajes han sufrido bajas. Existe la alegría o el consuelo de contar historias, aunque en el fondo sean trágicas. Decía Primo Levi: “De no haber existido las leyes raciales y el campo de concentración, probablemente ya no sería judío, excepto por mi apellido”. Levi escribió otra autobiografía magistral y extraña: El sistema periódico.
Italo Calvino
Las ciudades invisibles, 1972
Es el libro más bello de Calvino, según Natalia Ginzburg. Describe 55 ciudades fabulosas, visiones que el viajero Marco Polo expone ante Kublai Kan. “Sólo podía expresarse con gestos, saltos, gritos de maravilla y horror”, o enseñando recuerdos de la expedición, una pluma o una piedra. Y Kublai Kan sueña o piensa ciudades de las que el explorador verificará la existencia. La elasticidad de lo imaginario se somete a clasificación, de acuerdo con las tipologías imposibles que encantaban a Borges, aunque lo real sea irreducible a número, inagotable, como ese relato que desemboca en otro relato que desemboca en otro, en la novela final de Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Aceptando la confusión de géneros, es interesante confrontar Las ciudades… con la mejor poesía que entonces se publicaba, Satura y Diario del ‘71 e del ‘72, de Montale.
Umberto Eco
El nombre de la rosa, 1980
El semiólogo que en los años sesenta analizaba los antagonismos entre alta y baja cultura ambientó su novela policiaca en 1327, en una abadía donde la disputa teológica conducía al asesinato, y la investigación criminal se confundía con una lección de semiótica. Como explicaría el sabio Eco, en una misma novela actúan dos niveles, para la minoría y para el público en general. Lo culto y lo inculto (o popular) confraternizan a la manera posmoderna. La dificultad se diluye en la legibilidad, pero el ilustrado reconocerá el juego de las citas, la erudición irónica. Eco reinició el cultivo de las intrigas de época, descuidado desde El Gatopardo (1958), de Lampedusa. Pero sus seguidores más inteligentes (como Alessandro Baricco en Seda) sustituyeron la manía citatoria por la reutilización consciente y sin ironía de módulos sentimentales del cómic, del cine, incluso de la literatura.
Claudio Magris
El Danubio, 1986
Sigue Magris el curso del Danubio, mito, dios, vals, frontera y escenario bélico, máquina del tiempo que conduce al presente que se va y al pasado incesante, y evoca una civilización danubiana, austrohúngara, centroeuropea, y a sus criaturas, incluidos criminales y héroes. El peregrino busca fuentes, explora ruinas, lee en un museo la lista del precio del pan entre 1914 y 1924, husmea en tumbas, castillos, placas en las paredes, archivos, farmacias y cafés, hasta llegar, tras un caudal de historias, al final de “3.000 kilómetros de película”. Montale adivinó en un poema que Magris era un novelista en ciernes, arrastrado “hacia las playas de la imaginación”. Reinventó un género, el relato histórico-viajero, próximo a Praga mágica, de Angelo Maria Ripellino, y a otros ensayistas que frecuentan las páginas de los periódicos, tan dispares como Roberto Calasso o Pietro Citati.
Antonio Tabucchi
Sostiene Pereira, 1994
En el cruce de los años ochenta y noventa los narradores asumieron como mandamientos las propuestas de Calvino para el nuevo milenio: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y consistencia. Pero Tabucchi investigaba la consistencia paradójica de una realidad inestable, sin sentido pleno, como en el Zafarrancho, aunque contrapuesto a la abundancia verbal de Gadda. Sostiene Pereira es una ruptura en la obra de Tabucchi, quizá porque pertenece a otro tiempo, de crisis de la democracia en Italia, el momento de la ascensión de Berlusconi y la derecha salvaje. Pereira (en el cine, un Mastroianni final), casi muerto en vida, será testigo de un crimen político que lo resucitará. Sostiene Pereira instauró una fórmula: intriga policiaca, personaje cinematográficamente imaginable, escenario histórico potente, y patetismo político y sentimental.
Susanna Tamaro
Donde el corazón te lleve, 1994
Una octogenaria le escribe a su nieta, de la que se ocupó como una madre, y la novela se vuelve confesión y examen de conciencia. Se abre un corazón que había estado cerrado, sometido a la razón, una razón masculina y estéril, y a los caprichos de la hija feminista y practicante de todos los estereotipos de una izquierda fatua, desquiciada, con soberbia y seguridad moral de patriarca. “La mente es tan moderna como el corazón es antiguo”, dice la abuela. El triunfo de Tamaro fue, en el momento justo, convertir en relato una mutación de valores, y su novela funcionó como guía moral. Se dolía de la familia tradicional, anquilosada y embrutecida, conseguía que el corazón hablara con claridad mental y lingüística, con la autoridad testamentaria de una abuela que, al cabo de errores apasionados, proponía pasar “de la intransigencia a la piedad”.
Roberto Saviano
Gomorra, 2006
Asombrosamente Tamaro había publicado en 1992 Para una voz sola, cuentos de una violencia retenida, anticipo (pero mucho más allá) de los juegos feroces practicados por los narradores de la antología Juventud Caníbal (1996; Niccolò Ammaniti y Aldo Nove son los más notables).
Y entonces apareció Novela criminal, del juez Giancarlo de Cataldo, que trataba de la crueldad callejera, coral, histórica, en torno a una banda que decide conquistar Roma.
La realidad era más espectacular que la ficción caníbal. La prueba definitiva fue Gomorra, de Saviano, crónica napolitana, con su fiebre moral, intensidad de periodismo negro, lluvia inicial de muertos congelados, grandes personajes secundarios, efectos fulminantes y permanente tono épico y funeral. El narrador, testigo motorizado y frenético, encontró un lector caníbal de realidad cruda.
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