Observando la comitiva de royalsy autoridades en la inauguración de la Feria del Libro pensé en las épocas en que los poderes establecidos no sOlo no hacían nada para estimular los hábitos de lectura de la población sino que los desalentaban o reprimían; todo lo contrario de lo que sucede hoy, cuando la lectura se ha convertido en poco menos que deber cívico promovido incansablemente desde Estado, Escuela y medios de comunicación.
Resulta paradójico: nunca como ahora se ha hablado tanto de “la muerte del libro”, aunque a menudo el aserto venga matizado por la apostilla "tal como lo conocemos".
Y, a la vez, nunca han existido tantas posibilidades de lectura al alcance de la inmensa mayoría: hoy parece claro que, desde la popularización de Internet (hace menos de dos décadas), la lectura ha recibido un vigoroso impulso universal. Ahora hasta los apocalípticos reconocen —con tal de que se eleven un instante sobre sus propios intereses o preferencias— que el libro no muere, sino que se reinventa, trascendiendo, como ha hecho siempre, sus sucesivas materializaciones.
Cambia el libro, cambian sus soportes: el rollo, el códice, el volumen, la tableta electrónica, son los últimos avatares de un proceso que se inició en el Neolítico.
Pero cambian, también, los modos de enfrentarse a lo escrito. Nada tiene que ver la lectura intensiva practicada cuando el libro era escaso y caro —antes de que Gutenberg iniciara el camino de su conversión en mercancía de masas— y la gente leía una y otra vez las mismas obras, con la lectura extensiva y sincopada que hoy se practica, y en la que la avalancha de novedades y la multiplicidad de los estímulos no invitan precisamente a la relectura.
Nada tiene que ver, tampoco, la lectura en voz alta, practicada durante la edad media en los refectorios monásticos (y prolongada hasta el siglo XX por ciertas asociaciones obreras en los lugares de trabajo), con la lectura privada e individualista que tantas veces se refleja en la pintura de la Ilustración, o con la de la joven viajera de metro absorta en la luminosa página incorpórea de su tableta electrónica.
El libro, decía al principio, también ha sido visto como peligro.
La caída en desuso, en la pintura religiosa de principios del siglo XVI, del tradicional motivo de la Virgen María leyendo, anunciaba un periodo en que la lectura, sobre todo la de la mujer, llegó a suponerse instrumento del diablo.
Especialmente la frecuentación de las novelas —hoy convertidas en el género rey en las preferencias de los lectores— fue considerada vicio o pérdida de tiempo: reblandecían el cerebro, como le sucedió al Hidalgo (no así a Teresa de Jesús, que confesó su afición juvenil a las de caballerías), o distraía del trabajo productivo, como le ocurría a Julián Sorel, al que su cazurro padre propinaba buenos mandobles cuando le encontraba enfrascado en sus “malditos libros” (Rojo y negro, I, IV).
La Feria del Retiro tiene mucho de fiesta y celebración del libro "tal como lo conocemos".
Autores, editores, libreros y público se encuentran en un escenario en el que reina la letra, al menos la impresa sobre papel.
Pero ostenta para mí, a la vez, un aire vagamente anacrónico, algo que en los últimos años se ha visto reforzado por el empeño de sus responsables en dar ostensiblemente la espalda al último avatar del libro
. No pretendo —sería absurdo— que en las casetas vendan e-books, pero me resulta sospechoso el mutismo casi sideral en torno a ellos. Por no haber, ni siquiera se ha conseguido habilitar una zona wifi en la que la gente pueda navegar, inquirir y, eventualmente, hasta leer “otros” libros.
Esa actitud de hacer caso omiso a lo que ha llegado —y cómo— para quedarse, me recuerda la de aquel testarudo labriego que, cabalgando su mula entre las vías mientras se acercaba el tren pidiendo paso, replicaba ufano: “Chifla, chifla, que como no te apartes tú...”
Resulta paradójico: nunca como ahora se ha hablado tanto de “la muerte del libro”, aunque a menudo el aserto venga matizado por la apostilla "tal como lo conocemos".
Y, a la vez, nunca han existido tantas posibilidades de lectura al alcance de la inmensa mayoría: hoy parece claro que, desde la popularización de Internet (hace menos de dos décadas), la lectura ha recibido un vigoroso impulso universal. Ahora hasta los apocalípticos reconocen —con tal de que se eleven un instante sobre sus propios intereses o preferencias— que el libro no muere, sino que se reinventa, trascendiendo, como ha hecho siempre, sus sucesivas materializaciones.
Cambia el libro, cambian sus soportes: el rollo, el códice, el volumen, la tableta electrónica, son los últimos avatares de un proceso que se inició en el Neolítico.
Pero cambian, también, los modos de enfrentarse a lo escrito. Nada tiene que ver la lectura intensiva practicada cuando el libro era escaso y caro —antes de que Gutenberg iniciara el camino de su conversión en mercancía de masas— y la gente leía una y otra vez las mismas obras, con la lectura extensiva y sincopada que hoy se practica, y en la que la avalancha de novedades y la multiplicidad de los estímulos no invitan precisamente a la relectura.
Nada tiene que ver, tampoco, la lectura en voz alta, practicada durante la edad media en los refectorios monásticos (y prolongada hasta el siglo XX por ciertas asociaciones obreras en los lugares de trabajo), con la lectura privada e individualista que tantas veces se refleja en la pintura de la Ilustración, o con la de la joven viajera de metro absorta en la luminosa página incorpórea de su tableta electrónica.
El libro, decía al principio, también ha sido visto como peligro.
La caída en desuso, en la pintura religiosa de principios del siglo XVI, del tradicional motivo de la Virgen María leyendo, anunciaba un periodo en que la lectura, sobre todo la de la mujer, llegó a suponerse instrumento del diablo.
Especialmente la frecuentación de las novelas —hoy convertidas en el género rey en las preferencias de los lectores— fue considerada vicio o pérdida de tiempo: reblandecían el cerebro, como le sucedió al Hidalgo (no así a Teresa de Jesús, que confesó su afición juvenil a las de caballerías), o distraía del trabajo productivo, como le ocurría a Julián Sorel, al que su cazurro padre propinaba buenos mandobles cuando le encontraba enfrascado en sus “malditos libros” (Rojo y negro, I, IV).
La Feria del Retiro tiene mucho de fiesta y celebración del libro "tal como lo conocemos".
Autores, editores, libreros y público se encuentran en un escenario en el que reina la letra, al menos la impresa sobre papel.
Pero ostenta para mí, a la vez, un aire vagamente anacrónico, algo que en los últimos años se ha visto reforzado por el empeño de sus responsables en dar ostensiblemente la espalda al último avatar del libro
. No pretendo —sería absurdo— que en las casetas vendan e-books, pero me resulta sospechoso el mutismo casi sideral en torno a ellos. Por no haber, ni siquiera se ha conseguido habilitar una zona wifi en la que la gente pueda navegar, inquirir y, eventualmente, hasta leer “otros” libros.
Esa actitud de hacer caso omiso a lo que ha llegado —y cómo— para quedarse, me recuerda la de aquel testarudo labriego que, cabalgando su mula entre las vías mientras se acercaba el tren pidiendo paso, replicaba ufano: “Chifla, chifla, que como no te apartes tú...”
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