Víctor García de la Concha, alma y cuerpo de la Real Academia Española hasta hace algo más de un año, recibió en su casa el último viernes un libro de portada inquietante y de título engañoso, que parecía una recreación de los fantasmas de Edgar Allan Poe: El Cuervo blanco.
Cerca de cuatrocientas páginas de texto apretado, sin un diálogo.
Lo abrió y hasta esta mañana del 14 de mayo no pudo dejar de leerlo.
Es un libro que se posa en las manos, dijo el académico, que ahora es director del Instituto Cervantes, “y ya no lo puedes abandonar ni un momento”.
Y no es una novela de intriga; ni siquiera es una novela negra o policíaca. Es la peculiar recreación biográfica que el escritor colombiano Fernando Vallejo, reciente premio FIL (antes Rulfo) por toda su obra, hace de su paisano Rufino José Cuervo, uno de los filólogos más ilustres de la lengua española.
Cuando terminó de leer el libro, “excelente, espléndido, reverentísimo y también ingenuamente blasfemo”, era la hora de que él mismo debía hablar de Cuervo en la Academia, porque esta institución ha abierto una sala que desde el mediodía del 14 de mayo se llama Sala Rufino José Cuervo.
Era de justicia
. Como recordó García de la Concha, en la entrada ajardinada de la Academia luce un busto de Andrés Bello, el filólogo venezolano que hizo posible la unidad de la lengua, y ahora Cuervo, su nombre, su recuerdo, habita en este otro lado, pues la sala (que ha sido restaurada por el arquitecto Antonio Fernández Alba, también académico) es el lugar por donde entraban antaño los carruajes y donde éstos esperaban a ser conducidos. La puerta de atrás, pues, es donde se ha posado este Cuervo blanco.
Cuervo era un personaje singular que en el libro que tanto ha apasionado a uno de sus primeros lectores (El Cuervo blanco, Alfaguara, saldrá a la venta el 23 de mayo) aparece, dijo De la Concha, de cuerpo entero, como un lingüista relacionado con todos los grandes lingüistas europeos de la época, con cuyos estudios entroncó.
Para dedicarse de lleno a las palabras Cuervo se sirvió de la cerveza.
No era un bebedor, ni siquiera un santo bebedor, pues era un puritano.
Pero transformó una vieja industria familiar en una fábrica de cerveza de cuyos réditos, que debieron ser abundantes, consiguió dinero para viajar a París con su hermano Ángel, del que fue devotísimo hasta la muerte y más allá, y dedicarse en la capital francesa a su pasión lexicológica.
A los 28 años, Rufino José Cuervo dedicó día y noche, interrumpido solo por su vida de oración, a buscar y rebuscar en las fichas de los grandes escritores españoles y latinoamericanos de todos los tiempos para construir su obra magna, Diccionario de construcción de la lengua española, calificada en el libro de Vallejo como “la empresa más delirante de la raza hispánica”.
Este personaje singular ha recibido ahora la visita biográfica de Vallejo. El exdirector de la Academia cubrió de calificativos ese empeño biográfico, que emparentó con la apasionada relación ambivalente (amor-odio, pero amor, como en El desbarrancadero) que el novelista mantiene con su país, Colombia. “Eruditísimo, devotísimo, referentísimo, filologísimo, políticamente-incorrectísimo…
Vallejo administra una bula canonizadora en virtud de la cual declara santo a Rufino José Cuervo. Es”, concluyó el director del Cervantes, “el mejor retrato que se puede hacer del gran gramático colombiano”.
El deslumbramiento declarado de García de la Concha coincidió con la admiración que por Cuervo declararon el actual director de la Academia, José Manuel Blecua, y la directora del Instituto Caro y Cuervo de Colombia, Genoveva Iriarte, que pronunció una conferencia que tituló Cuervo: a las puertas de la modernidad
. Para ella, la heterogeneidad, la teatralidad y la historicidad de la dedicación de Cuervo convierten a este héroe de las palabras en un científico moderno.
Cuervo murió en julio de 1911 en París. Había nacido en Bogotá en 1844. Recibió un día una carta, en latín, de su colega y maestro August Friedrich Pott: “He visto con la imaginación, estupefacto, volar en ese confín del orbe el más raro Cuervo entre sus coterráneos: uno blanco”. De ahí el título de Vallejo. El Cuervo blanco. Pues desde este mediodía está posado en la Academia.
Cerca de cuatrocientas páginas de texto apretado, sin un diálogo.
Lo abrió y hasta esta mañana del 14 de mayo no pudo dejar de leerlo.
Es un libro que se posa en las manos, dijo el académico, que ahora es director del Instituto Cervantes, “y ya no lo puedes abandonar ni un momento”.
Y no es una novela de intriga; ni siquiera es una novela negra o policíaca. Es la peculiar recreación biográfica que el escritor colombiano Fernando Vallejo, reciente premio FIL (antes Rulfo) por toda su obra, hace de su paisano Rufino José Cuervo, uno de los filólogos más ilustres de la lengua española.
Cuando terminó de leer el libro, “excelente, espléndido, reverentísimo y también ingenuamente blasfemo”, era la hora de que él mismo debía hablar de Cuervo en la Academia, porque esta institución ha abierto una sala que desde el mediodía del 14 de mayo se llama Sala Rufino José Cuervo.
Era de justicia
. Como recordó García de la Concha, en la entrada ajardinada de la Academia luce un busto de Andrés Bello, el filólogo venezolano que hizo posible la unidad de la lengua, y ahora Cuervo, su nombre, su recuerdo, habita en este otro lado, pues la sala (que ha sido restaurada por el arquitecto Antonio Fernández Alba, también académico) es el lugar por donde entraban antaño los carruajes y donde éstos esperaban a ser conducidos. La puerta de atrás, pues, es donde se ha posado este Cuervo blanco.
Cuervo era un personaje singular que en el libro que tanto ha apasionado a uno de sus primeros lectores (El Cuervo blanco, Alfaguara, saldrá a la venta el 23 de mayo) aparece, dijo De la Concha, de cuerpo entero, como un lingüista relacionado con todos los grandes lingüistas europeos de la época, con cuyos estudios entroncó.
Para dedicarse de lleno a las palabras Cuervo se sirvió de la cerveza.
No era un bebedor, ni siquiera un santo bebedor, pues era un puritano.
Pero transformó una vieja industria familiar en una fábrica de cerveza de cuyos réditos, que debieron ser abundantes, consiguió dinero para viajar a París con su hermano Ángel, del que fue devotísimo hasta la muerte y más allá, y dedicarse en la capital francesa a su pasión lexicológica.
A los 28 años, Rufino José Cuervo dedicó día y noche, interrumpido solo por su vida de oración, a buscar y rebuscar en las fichas de los grandes escritores españoles y latinoamericanos de todos los tiempos para construir su obra magna, Diccionario de construcción de la lengua española, calificada en el libro de Vallejo como “la empresa más delirante de la raza hispánica”.
Este personaje singular ha recibido ahora la visita biográfica de Vallejo. El exdirector de la Academia cubrió de calificativos ese empeño biográfico, que emparentó con la apasionada relación ambivalente (amor-odio, pero amor, como en El desbarrancadero) que el novelista mantiene con su país, Colombia. “Eruditísimo, devotísimo, referentísimo, filologísimo, políticamente-incorrectísimo…
Vallejo administra una bula canonizadora en virtud de la cual declara santo a Rufino José Cuervo. Es”, concluyó el director del Cervantes, “el mejor retrato que se puede hacer del gran gramático colombiano”.
El deslumbramiento declarado de García de la Concha coincidió con la admiración que por Cuervo declararon el actual director de la Academia, José Manuel Blecua, y la directora del Instituto Caro y Cuervo de Colombia, Genoveva Iriarte, que pronunció una conferencia que tituló Cuervo: a las puertas de la modernidad
. Para ella, la heterogeneidad, la teatralidad y la historicidad de la dedicación de Cuervo convierten a este héroe de las palabras en un científico moderno.
Cuervo murió en julio de 1911 en París. Había nacido en Bogotá en 1844. Recibió un día una carta, en latín, de su colega y maestro August Friedrich Pott: “He visto con la imaginación, estupefacto, volar en ese confín del orbe el más raro Cuervo entre sus coterráneos: uno blanco”. De ahí el título de Vallejo. El Cuervo blanco. Pues desde este mediodía está posado en la Academia.
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