El día anterior una broma cibernética había atribuido la maldición de la muerte a un gran escritor latinoamericano, de modo que ayer tarde, cuando me avisaron mis compañeros de México de que circulaba por la red la noticia de que era cierto que había muerto Carlos Fuentes pensé que éramos otra vez víctimas de un error inducido por la mala fe.
Esta vez era cierto, fue cierto en seguida; la mala noticia era noticia, muy mala noticia.
De inmediato vinieron a mi mente muchas de las imágenes de Fuentes, e insistentemente me llegaron fotos imaginadas de la vida de la que fui testigo, y en todas ellas aparecía el escritor de La región más transparente agarrado a las orillas, asomándose físicamente a las orillas: en una piscina en los adentros de Madrid, en la playa de Formentor, en Lanzarote, junto a José Saramago, en las orillas del Paraná..., en la orilla del Mediterráneo, en Aix-en-Provence, al lado del Támesis, en Londres, con Ricardo Lagos.
Vestido siempre como si fuera a asistir a un estreno, a una cena, a un almuerzo, a una conferencia, con sus camisas recién planchadas y de tejidos rotundos y suaves, de colores cálidos pero claros, camisas blancas, caqui, azules, su pierna cruzada, su blasier azul, su mano señalando sus propios argumentos con su dedo que el esfuerzo ingente de la escritura lo había curvado absolutamente...
Fuentes aparecía siempre con el aspecto juvenil con el que Francisco Peregil lo describe en su excelente relato de su último encuentro con él.
En Formentor, por ejemplo, mantuvo al periodista, a este periodista, de pie firme, con el magnetófono alzado, durante una hora, hablando de su literatura, de pie, como si de pronto fuera a seguir andando entre los peñascos oscuros de aquella playa clara.
En Lanzarote compitió con Saramago subiendo y bajando aquellas montañas de lava.
Siempre aparecía Fuentes atlético, al amanecer de cualquier orilla..
. Hasta Londres. En noviembre de 2011 ya Fuentes tomaba taxis para trayectos cortos, ya buscaba descanso en sus caminatas cada vez más cortas, y aunque la elegancia de la discreción le reclamaron silencio sobre esos cansancios que él relativizaba dando la impresión de estar siempre en forma los que le conocían más de cerca sí podían apreciar que este hombre incansable, este muchacho de 83 años, ya sentía dentro de sí el cansancio del siglo, la verdadera dimensión de la edad y del tiempo.
En el libro que hizo con Lagos termina diciendo Fuentes que ya no entiende nada, del mundo que vivimos "Yo no entiendo nada".
Lagos me decía anoche que era imposible imaginar a Fuentes, al Fuentes anterior, al brillante orador que buscaba en las palabras la explicación del malestar del mundo, diciendo que no entendía lo que estaba ocurriendo.
Él estaba cansado, como el mundo, el mundo está cansado, al borde de una orilla de la que resulta difícil recuperarse
. Él veía esa orilla, esa es la última orilla que vio, hasta que se le acercó fatalmente la orilla de la muerte.
Esta vez era cierto, fue cierto en seguida; la mala noticia era noticia, muy mala noticia.
De inmediato vinieron a mi mente muchas de las imágenes de Fuentes, e insistentemente me llegaron fotos imaginadas de la vida de la que fui testigo, y en todas ellas aparecía el escritor de La región más transparente agarrado a las orillas, asomándose físicamente a las orillas: en una piscina en los adentros de Madrid, en la playa de Formentor, en Lanzarote, junto a José Saramago, en las orillas del Paraná..., en la orilla del Mediterráneo, en Aix-en-Provence, al lado del Támesis, en Londres, con Ricardo Lagos.
Vestido siempre como si fuera a asistir a un estreno, a una cena, a un almuerzo, a una conferencia, con sus camisas recién planchadas y de tejidos rotundos y suaves, de colores cálidos pero claros, camisas blancas, caqui, azules, su pierna cruzada, su blasier azul, su mano señalando sus propios argumentos con su dedo que el esfuerzo ingente de la escritura lo había curvado absolutamente...
Fuentes aparecía siempre con el aspecto juvenil con el que Francisco Peregil lo describe en su excelente relato de su último encuentro con él.
En Formentor, por ejemplo, mantuvo al periodista, a este periodista, de pie firme, con el magnetófono alzado, durante una hora, hablando de su literatura, de pie, como si de pronto fuera a seguir andando entre los peñascos oscuros de aquella playa clara.
En Lanzarote compitió con Saramago subiendo y bajando aquellas montañas de lava.
Siempre aparecía Fuentes atlético, al amanecer de cualquier orilla..
. Hasta Londres. En noviembre de 2011 ya Fuentes tomaba taxis para trayectos cortos, ya buscaba descanso en sus caminatas cada vez más cortas, y aunque la elegancia de la discreción le reclamaron silencio sobre esos cansancios que él relativizaba dando la impresión de estar siempre en forma los que le conocían más de cerca sí podían apreciar que este hombre incansable, este muchacho de 83 años, ya sentía dentro de sí el cansancio del siglo, la verdadera dimensión de la edad y del tiempo.
En el libro que hizo con Lagos termina diciendo Fuentes que ya no entiende nada, del mundo que vivimos "Yo no entiendo nada".
Lagos me decía anoche que era imposible imaginar a Fuentes, al Fuentes anterior, al brillante orador que buscaba en las palabras la explicación del malestar del mundo, diciendo que no entendía lo que estaba ocurriendo.
Él estaba cansado, como el mundo, el mundo está cansado, al borde de una orilla de la que resulta difícil recuperarse
. Él veía esa orilla, esa es la última orilla que vio, hasta que se le acercó fatalmente la orilla de la muerte.
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