Pepe Hierro es el abuelo de Tacha. Era un hombre apasionado por la vida que escondía una enorme pasión jamás resuelta con el pasado, pues sufrió como muchos la guerra y la prisión, y sin embargo pocas veces dijo nada de aquellos martirios. “Él era así. Generoso, dadivoso y alegre. La procesión iba por dentro”.
Tacha habla ante un desayuno que ella ha querido suculento, como le hubiera gustado a su abuelo, que este 3 de abril hubiera cumplido 90 años. Murió en el año 2002 en Madrid, tras una enfermedad respiratoria que lo tuvo atado a todo tipo de aparatos, “pero jamás perdió la voluntad de luchar”.
Ahora Tacha Romero, su nieta, al frente de la Fundación Cultural José Hierro, prepara un extenso homenaje a la figura del abuelo, que se inaugurará el 16 de abril en la calle de Fuenterrabía, en Madrid, donde vivió más de 40 años el poeta santanderino, y acabará el 14 de diciembre, siete días antes de que se cumplan los 10 años de su muerte.
Pepe Hierro era “mucho Pepe” y mucho Hierro. “Y mucho abuelo”.
Entraban los nietos en la casa (tuvo cuatro, Tacha es la más chica, Paula la más grande) y él gritaba. “Huele a monoooo...”. “Era”, dice Tacha, que ahora tiene 31 años y dos hijos, Gael y Naya, “un ser excepcional, y es un privilegio ser su descendiente”.
Fue poeta y agricultor, vinatero también. “Y un gran gastrónomo. Allá donde fuese, mi abuelo intentaba no irse sin conocer su cocina y sus mercados, sin hacerse con lo más típico para poder compartirlo luego con la familia y los amigos a su llegada”.
Era un ser familiar; tanto que cuando ganó los últimos grandes premios de su vida (el Cervantes, el Reina Sofía) “se lo gastó todo llevándonos a conocer las islas Canarias”.
Pero donde ellas, las nietas, los parientes y los amigos, que fueron muchísimos, conocieron de veras la vitalidad de Hierro “fue en Titulcia, cerca de Chinchón, donde tenía una casa que hizo con sus manos y que rodeó de árboles, de viñas...”.
Allí cocinó para medio mundo: cordero, paellas... “Iba con su azada y volvía rojo como un tomate, con su cabeza calva que se acariciaba”.
Traía viandas que ellas probaban, dice Tacha, “como un manjar...”. De hecho, en este desayuno ella pide pan con tomate, como si estuviera rememorando los desayunos y las comidas del abuelo poeta. “A él le gustaba el jamón ibérico, esas eran palabras mayores para él. Y la merluza de la abuela Angelines, las paellas. Y el aceite, nunca te olvides del aceite si dices que le gustaba el pan”.
Tenía las manos grandes y encallecidas.
Era tímido hasta la exageración, “y generoso, sin que los demás lo supieran”. Bromeaba con su propia poesía (“aquí, en este papel, traigo un soneto improvisado”). En la mesa “era la persona menos solemne; se fijaba si los que estábamos alrededor estábamos contentos, y con eso ya se sentía feliz”.
A ella le dedicó poemas, como a Paula, y un cariño infinito que ahora le devuelve toda la familia, “pues mi abuelo era un padre para todos, incluido mi padre, Manolo Romero, que fue su amigo...
Yo heredé, entre otras alegrías, su gusto por la cocina, su capacidad para buscar entre los cazos, platos y sartenes la alegría y la belleza... Ah, y la comida picante, cómo le gustaba”.
Tacha habla ante un desayuno que ella ha querido suculento, como le hubiera gustado a su abuelo, que este 3 de abril hubiera cumplido 90 años. Murió en el año 2002 en Madrid, tras una enfermedad respiratoria que lo tuvo atado a todo tipo de aparatos, “pero jamás perdió la voluntad de luchar”.
Ahora Tacha Romero, su nieta, al frente de la Fundación Cultural José Hierro, prepara un extenso homenaje a la figura del abuelo, que se inaugurará el 16 de abril en la calle de Fuenterrabía, en Madrid, donde vivió más de 40 años el poeta santanderino, y acabará el 14 de diciembre, siete días antes de que se cumplan los 10 años de su muerte.
Pepe Hierro era “mucho Pepe” y mucho Hierro. “Y mucho abuelo”.
Entraban los nietos en la casa (tuvo cuatro, Tacha es la más chica, Paula la más grande) y él gritaba. “Huele a monoooo...”. “Era”, dice Tacha, que ahora tiene 31 años y dos hijos, Gael y Naya, “un ser excepcional, y es un privilegio ser su descendiente”.
Fue poeta y agricultor, vinatero también. “Y un gran gastrónomo. Allá donde fuese, mi abuelo intentaba no irse sin conocer su cocina y sus mercados, sin hacerse con lo más típico para poder compartirlo luego con la familia y los amigos a su llegada”.
Era un ser familiar; tanto que cuando ganó los últimos grandes premios de su vida (el Cervantes, el Reina Sofía) “se lo gastó todo llevándonos a conocer las islas Canarias”.
Pero donde ellas, las nietas, los parientes y los amigos, que fueron muchísimos, conocieron de veras la vitalidad de Hierro “fue en Titulcia, cerca de Chinchón, donde tenía una casa que hizo con sus manos y que rodeó de árboles, de viñas...”.
Allí cocinó para medio mundo: cordero, paellas... “Iba con su azada y volvía rojo como un tomate, con su cabeza calva que se acariciaba”.
Traía viandas que ellas probaban, dice Tacha, “como un manjar...”. De hecho, en este desayuno ella pide pan con tomate, como si estuviera rememorando los desayunos y las comidas del abuelo poeta. “A él le gustaba el jamón ibérico, esas eran palabras mayores para él. Y la merluza de la abuela Angelines, las paellas. Y el aceite, nunca te olvides del aceite si dices que le gustaba el pan”.
Tenía las manos grandes y encallecidas.
Era tímido hasta la exageración, “y generoso, sin que los demás lo supieran”. Bromeaba con su propia poesía (“aquí, en este papel, traigo un soneto improvisado”). En la mesa “era la persona menos solemne; se fijaba si los que estábamos alrededor estábamos contentos, y con eso ya se sentía feliz”.
A ella le dedicó poemas, como a Paula, y un cariño infinito que ahora le devuelve toda la familia, “pues mi abuelo era un padre para todos, incluido mi padre, Manolo Romero, que fue su amigo...
Yo heredé, entre otras alegrías, su gusto por la cocina, su capacidad para buscar entre los cazos, platos y sartenes la alegría y la belleza... Ah, y la comida picante, cómo le gustaba”.
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