Brooke Astor, la dama de la filantropía en Nueva York, murió en agosto de 2007 dejando a repartir una herencia de casi 200 millones de dólares (150 millones de euros).
Desde entonces, esa fortuna estuvo literalmente bajo llave fruto de una batalla legal que iba a servir para definir el lugar que grandes instituciones como el Carnagie Hall, el Metropolitan Museum of Art e incluso las Naciones Unidas ocupan en el mundo convertido en negocio de las obras benéficas.
Ahora ese dinero se libera y el culebrón de la alta clase social neoyorquina termina con Anthony Marshall, el único hijo de la benefactora, claudicando.
El heredero esperaba llevarse una tajada de varias decenas de millones tras la muerte de su madre, a los 105 años.
Eso le llevó a convencerla de firmar una serie de modificaciones al testamento para que gran parte de su legado fuera a su bolsillo. Pero hace tres años fue acusado de fraude, tras ser denunciado su propio hijo, Philip, de abusar de la generosidad de la abuela.
Fue condenado a entre uno y tres años de prisión.
La apelación le permitió seguir en libertad. Y tras cinco años de batallas, el juez ha aceptado un arreglo que permitirá repartir la fortuna.
A Marshall le tocan 14,4 millones de herencia, mucho menos de lo que esperaba embolsarse cuando inició su trama.
Pero quizás lo más relevante es que el exdiplomático, que tiene 87 años, acepta ceder cualquier poder de influencia en la distribución de la fortuna.
Los documentos del pacto son públicos.
La herencia que firmó Brooke Astor en 2002 se da por válida. Anthony Marshall habría recibido gracias a ella dos propiedades inmobiliarias valoradas en casi 30 millones, más de cinco millones en efectivo y el 7% de interés anual de un fondo con 60 millones.
Sin embargo, optó por no luchar en la apelación al comprobar que los retoques que se hicieron al testamento nunca habrían prosperado en la corte.
Como dijo el fiscal general neoyorquino Eric Schneiderman, el acuerdo “honra” los deseos finales de Brooke Astor y “beneficiará” con su generosidad “a lugares históricos de la ciudad así como instituciones educativas y culturales”.
Del total del legado, 100 millones se destinaran a organizaciones sin ánimo de lucro y se crea un fondo de 30 millones para mejorar la educación en la ciudad de los rascacielos.
Sus obras de arte se subastarán en septiembre.
Si Marshall no hubiera tratado de engañar a su madre, ahora tendría 70 millones en el bolsillo.
No acaba ahí la cosa.
Al final el heredero se queda solo con tres millones, porque del total que le corresponde gracias al acuerdo extrajudicial, unos 11,6 millones se van a cubrir los costes legales de la batalla.
Nadie siente pena por el heredero derrotado, sobre el que aún pesa la pena de cárcel si no muere antes de que finalice el proceso de apelación.
Desde entonces, esa fortuna estuvo literalmente bajo llave fruto de una batalla legal que iba a servir para definir el lugar que grandes instituciones como el Carnagie Hall, el Metropolitan Museum of Art e incluso las Naciones Unidas ocupan en el mundo convertido en negocio de las obras benéficas.
Ahora ese dinero se libera y el culebrón de la alta clase social neoyorquina termina con Anthony Marshall, el único hijo de la benefactora, claudicando.
El heredero esperaba llevarse una tajada de varias decenas de millones tras la muerte de su madre, a los 105 años.
Eso le llevó a convencerla de firmar una serie de modificaciones al testamento para que gran parte de su legado fuera a su bolsillo. Pero hace tres años fue acusado de fraude, tras ser denunciado su propio hijo, Philip, de abusar de la generosidad de la abuela.
Fue condenado a entre uno y tres años de prisión.
La apelación le permitió seguir en libertad. Y tras cinco años de batallas, el juez ha aceptado un arreglo que permitirá repartir la fortuna.
A Marshall le tocan 14,4 millones de herencia, mucho menos de lo que esperaba embolsarse cuando inició su trama.
Pero quizás lo más relevante es que el exdiplomático, que tiene 87 años, acepta ceder cualquier poder de influencia en la distribución de la fortuna.
Los documentos del pacto son públicos.
La herencia que firmó Brooke Astor en 2002 se da por válida. Anthony Marshall habría recibido gracias a ella dos propiedades inmobiliarias valoradas en casi 30 millones, más de cinco millones en efectivo y el 7% de interés anual de un fondo con 60 millones.
Sin embargo, optó por no luchar en la apelación al comprobar que los retoques que se hicieron al testamento nunca habrían prosperado en la corte.
Como dijo el fiscal general neoyorquino Eric Schneiderman, el acuerdo “honra” los deseos finales de Brooke Astor y “beneficiará” con su generosidad “a lugares históricos de la ciudad así como instituciones educativas y culturales”.
Del total del legado, 100 millones se destinaran a organizaciones sin ánimo de lucro y se crea un fondo de 30 millones para mejorar la educación en la ciudad de los rascacielos.
Sus obras de arte se subastarán en septiembre.
Si Marshall no hubiera tratado de engañar a su madre, ahora tendría 70 millones en el bolsillo.
No acaba ahí la cosa.
Al final el heredero se queda solo con tres millones, porque del total que le corresponde gracias al acuerdo extrajudicial, unos 11,6 millones se van a cubrir los costes legales de la batalla.
Nadie siente pena por el heredero derrotado, sobre el que aún pesa la pena de cárcel si no muere antes de que finalice el proceso de apelación.
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