Es curioso: comenzamos con distingos, a la manera cartesiana, y acabamos confundiéndolo todo, a la manera sofista. Que si lo privado no es lo público, lo institucional no es lo personal, lo político no es lo ético, el trabajo no es el ocio.
Pero ¿tan difícil de entender era que un rey en ejercicio no puede salir de viaje, acompañado o no por la reina consorte, a cazar elefantes en África dejando atrás una Casa en situación caótica y un Estado a punto de intervención? Si se apura, claro que puede. De hecho, el rey de España ha salido, pero al alto precio, o con el elevado riesgo, de perder lo que el padre de su padre llamaba el amor del pueblo. Al abuelo bien que le costó esa pérdida, nada menos que la corona, que acabó rodando por los suelos, como otras de casas centenarias —Hohenzollern, Habsburgo, Romanov— unos años antes, cuando se puso fin a la carnicería de la Gran Guerra.
En España, y sin necesidad de guerras que lo provocasen, ya han rodado coronas por los suelos en repetidas ocasiones. Realmente, ostentamos el récord de los dos últimos siglos. Borbones o no, pues un Bonaparte hubo y un Saboya, todos y todas, porque dos mujeres, madre e hija, se sumaron a la cuenta, perdieron el amor del pueblo y, en algún caso, de sus generales, que les acompañaron a la frontera.
Todos, excepto uno, que volvió como deseado para desventura de los deseantes, murieron en el exilio.
Teniendo en cuenta esta desgraciada historia, parece mentira que las personas que en lo privado y en lo público rodean al Rey, no le hayan impedido, a la fuerza si era menester, salir de gran cacería mientras por toda Europa y sus mercados se hablaba de intervención en España y las estadísticas de paro seguían sin detener su carrera a las nubes. Impedido quiere decir que su Casa no puede permitir ese tipo de viaje y de compañías; impedido quiere decir que el gobierno no lo autoriza.
Y en el caso de que el interesado se empeñase, y pasara por encima de su Casa y del gobierno, se abre en el Parlamento un debate sobre su vida, sobre la que de todas formas hoy todo el mundo está al cabo de la calle.
Porque el Rey, según el artículo 56 de la Constitución, es el símbolo de la unidad y de la permanencia del Estado.
Y su conducta, en el ámbito de lo privado como en la esfera de lo público, en su presencia institucional como en su vida personal, en lo político como en lo ético, en el trabajo como en las vacaciones, debe atenerse a esa cualidad. Es un sofisma decir que cada cual en su vida privada hace lo que le venga en gana. No puede hacer lo que le venga en gana alguien que sin ser ya sujeto de soberanía es, sin embargo, por mandato constitucional, símbolo de la unidad y de la permanencia del Estado, que será una carga todo lo pesada que se quiera, pero carga voluntaria al fin: a nadie le colocan una pistola en la sien para que la asuma.
Y si, de todas formas, se decide a hacer lo que le venga en gana, porque en lo privado no entra ni dios, habrá de estar a las consecuencias. El valor inasible de símbolo se acabará disolviendo en el aire y aquel amor del pueblo, o su equivalente, por cuya pérdida tantas lágrimas derramó el abuelo, y no digamos la abuela de su abuelo, una vez dilapidado y convertido si no en odio, en desprecio, provocará una imparable corriente de desafecto y alienación que acabará echando por tierra el valor del símbolo y de lo que el símbolo representa y más nos importa, o sea, la unidad y la permanencia del Estado.
Lo menos que al Rey se le podía exigir era un reconocimiento claro de su lamentable conducta, que equivale, en la forma en que se ha sustanciado, a una petición personal de excusas y a un compromiso de no reincidencia. Está bien y le honra, a él y a su Casa.
Queda pendiente que el Rey y los poderes del Estado aclaren por ley sus relaciones de forma que estos y otros "errores", que solo de manera frívola y, en definitiva, irresponsable, pueden quedar reducidos al ámbito de la vida privada, abran una crisis institucional de la que, por fortuna, nos hemos librado en esta penosa ocasión.
Pero ¿tan difícil de entender era que un rey en ejercicio no puede salir de viaje, acompañado o no por la reina consorte, a cazar elefantes en África dejando atrás una Casa en situación caótica y un Estado a punto de intervención? Si se apura, claro que puede. De hecho, el rey de España ha salido, pero al alto precio, o con el elevado riesgo, de perder lo que el padre de su padre llamaba el amor del pueblo. Al abuelo bien que le costó esa pérdida, nada menos que la corona, que acabó rodando por los suelos, como otras de casas centenarias —Hohenzollern, Habsburgo, Romanov— unos años antes, cuando se puso fin a la carnicería de la Gran Guerra.
En España, y sin necesidad de guerras que lo provocasen, ya han rodado coronas por los suelos en repetidas ocasiones. Realmente, ostentamos el récord de los dos últimos siglos. Borbones o no, pues un Bonaparte hubo y un Saboya, todos y todas, porque dos mujeres, madre e hija, se sumaron a la cuenta, perdieron el amor del pueblo y, en algún caso, de sus generales, que les acompañaron a la frontera.
Todos, excepto uno, que volvió como deseado para desventura de los deseantes, murieron en el exilio.
Teniendo en cuenta esta desgraciada historia, parece mentira que las personas que en lo privado y en lo público rodean al Rey, no le hayan impedido, a la fuerza si era menester, salir de gran cacería mientras por toda Europa y sus mercados se hablaba de intervención en España y las estadísticas de paro seguían sin detener su carrera a las nubes. Impedido quiere decir que su Casa no puede permitir ese tipo de viaje y de compañías; impedido quiere decir que el gobierno no lo autoriza.
Y en el caso de que el interesado se empeñase, y pasara por encima de su Casa y del gobierno, se abre en el Parlamento un debate sobre su vida, sobre la que de todas formas hoy todo el mundo está al cabo de la calle.
Porque el Rey, según el artículo 56 de la Constitución, es el símbolo de la unidad y de la permanencia del Estado.
Y su conducta, en el ámbito de lo privado como en la esfera de lo público, en su presencia institucional como en su vida personal, en lo político como en lo ético, en el trabajo como en las vacaciones, debe atenerse a esa cualidad. Es un sofisma decir que cada cual en su vida privada hace lo que le venga en gana. No puede hacer lo que le venga en gana alguien que sin ser ya sujeto de soberanía es, sin embargo, por mandato constitucional, símbolo de la unidad y de la permanencia del Estado, que será una carga todo lo pesada que se quiera, pero carga voluntaria al fin: a nadie le colocan una pistola en la sien para que la asuma.
Y si, de todas formas, se decide a hacer lo que le venga en gana, porque en lo privado no entra ni dios, habrá de estar a las consecuencias. El valor inasible de símbolo se acabará disolviendo en el aire y aquel amor del pueblo, o su equivalente, por cuya pérdida tantas lágrimas derramó el abuelo, y no digamos la abuela de su abuelo, una vez dilapidado y convertido si no en odio, en desprecio, provocará una imparable corriente de desafecto y alienación que acabará echando por tierra el valor del símbolo y de lo que el símbolo representa y más nos importa, o sea, la unidad y la permanencia del Estado.
Lo menos que al Rey se le podía exigir era un reconocimiento claro de su lamentable conducta, que equivale, en la forma en que se ha sustanciado, a una petición personal de excusas y a un compromiso de no reincidencia. Está bien y le honra, a él y a su Casa.
Queda pendiente que el Rey y los poderes del Estado aclaren por ley sus relaciones de forma que estos y otros "errores", que solo de manera frívola y, en definitiva, irresponsable, pueden quedar reducidos al ámbito de la vida privada, abran una crisis institucional de la que, por fortuna, nos hemos librado en esta penosa ocasión.
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