Qué espanto, vivir para escribir la vida.
Como si las imperfecciones de aquélla no bastaran, sumarles las imperfecciones de la escritura.
Como si los días no se agolparan y transmitieran, si lo consiguen, una sola impresión que se desvanece, o se confunde con la de un conjunto de días cualquiera.
Como si un puñado de páginas no se convirtiera, enseguida o dentro de nada, en una masa, montón, sedimento: palabras, cáscaras, fósiles.
Entre el intento de escribir la vida o dejar la escritura al margen de la vida, a la cabaña de Yoshida Kenko van a parar rachas de afuera, como esas gotas que el viento le arranca a la lluvia.
Y el monje va llenando las paredes de su refugio con papelillos anotados: Tsurezuregusa.
Ocurrencias de un ocioso, lo llama.
Ocurrencias de un ocioso, lo llama.
Ensayamos entre la necesidad de no practicar ningún asiento, de no habilitar morada alguna -la escritura como rocío salvaje sobre el filo de las piedras- y la tentación de encontrar cobijo, un techo, una constancia al margen del viento.
Así nos vamos yendo entre la huella o el ser, en vida, el viento que regresa a los filos y continúa.
Así nos vamos yendo entre la huella o el ser, en vida, el viento que regresa a los filos y continúa.
Por Jose Carlos Cataño
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