“Antonio, acabáis de poner en libertad a un hijo de perra, un asesino, un criminal”, espetó Felipe González a Antonio Hernández Gil, presidente del Tribunal Supremo, cuando en 1986 la Sala de Conflictos de este tribunal decidió, por cinco votos contra uno, extraditar a Colombia al narcotraficante Gilberto Rodríguez Orejuela.
El Gobierno socialista había intentado que el narco fuera enviado a Estados Unidos, país que también pedía su entrega, y planteó un conflicto de jurisdicción contra la decisión de la Audiencia Nacional de entregarlo a su país de origen.
“Algunos amigos suyos (de Orejuela) intentaban obtener su libertad provisional pagando lo que hiciera falta e incluso tocaron determinadas teclas, en una apuesta que llegó muy alta y en un juego sucio muy típico de esa guerra completamente desigual contra el narcotráfico”, relata el expresidente del Ejecutivo en el libro ¿Aún podemos entendernos? (Planeta, 2011), que firman González, Miquel Roca y Lluís Bassets.
Las sospechas y temores del Gobierno se cumplieron y tanto Rodríguez Orejuela como su compatriota José Luis Ochoa fueron puestos en libertad poco tiempo después de llegar a Colombia.
González expone este caso como ejemplo del “ejercicio de respeto al poder judicial” y asegura que no llamó a su amigo Hernández Gil hasta que el Supremo tomó su decisión.
En el juego sucio del que habla el expresidente, algunos aseguran que se movió mucho dinero y afirman, aunque sin aportar pruebas, que se compró la controvertida decisión judicial. Así lo afirma Fernando Rodríguez, hijo de Orejuela, en su libro El hijo del Ajedrecista.
John Jairo Velázquez, antiguo jefe de sicarios del cartel de Medellín, declaró en diciembre pasado a la emisora colombiana RCN que se sacaron 30 millones de dólares “del fondo de los extraditables” para salvar a Ochoa y a Rodríguez Orejuela y así evitar su entrega a EE UU.
Rodríguez Orejuela y Ochoa fueron detenidos el 15 de noviembre de 1985 cuando salían con sus esposas de un piso de la calle del General Oraá, de Madrid. Estados Unidos y Colombia solicitaron su extradición y comenzó una retorcida batalla legal en la que se dictaron 36 resoluciones, algunas contradictorias: primero, juzgarlos en España; más tarde, enviarlos a EE UU; finalmente, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional decidió por cuatro votos contra tres conceder la extradición de los dos narcos a Colombia y EE UU, pero atendiendo a la petición colombiana por el principio de nacionalidad de los detenidos.
Durante ese laberinto judicial, algún magistrado modificó sin razón aparente el sentido de su voto.
Ahora, 26 años después, uno de los letrados del equipo que defendió a los narcotraficantes confiesa: “Al final del proceso, alguien me dijo algo sobre pagos a un juez.
Fue tomando un café con uno de los abogados.
Comentó que los colombianos habían comprado a un juez. Yo no me lo creí entonces ni ahora”. Aquel equipo de letrados lo integraban Joaquín Ruiz Giménez Aguilar, Enrique Gimbernat, Miguel Bajo, Juan Garcés y Carlos Cuenca, entre otros.
Cuenca no da crédito a estas sospechas. “No tienen ninguna credibilidad.
Nos costó Dios y ayuda que esta gente [los narcos] nos pagara. La intervención del Gobierno en este caso fue de una virulencia tremenda. Quería dominar a los jueces y no lo logró. Fue un conflicto entre el ejecutivo y la magistratura que nunca antes se había producido”.
Fernando Ledesma, entonces ministro de Justicia, lo recuerda así: “Teníamos temores fundados de lo que podía ocurrir, que podían quedar en libertad, y los hechos nos dieron la razón.
Sabíamos que un juicio a esta gente con todas las garantías solo sería posible si se accedía a la petición de los Estados Unidos”.
El único voto en contra de la resolución de la Sala de Conflictos del Tribunal Supremo de entregar a los narcos a Colombia fue el del consejero de Estado Gregorio Peces Barba. Su hijo Gregorio, expresidente del Congreso, describe la reacción de su padre:
“Esa decisión le pareció inexplicable. Nunca la entendió. Estaba clarísimo que en Colombia les iban a soltar porque allí los reclamaban solo por contrabando de ganado.” Orejuela fue años más tarde detenido por tráfico de drogas en su país y entregado a EE UU donde sigue preso.
El Gobierno socialista había intentado que el narco fuera enviado a Estados Unidos, país que también pedía su entrega, y planteó un conflicto de jurisdicción contra la decisión de la Audiencia Nacional de entregarlo a su país de origen.
“Algunos amigos suyos (de Orejuela) intentaban obtener su libertad provisional pagando lo que hiciera falta e incluso tocaron determinadas teclas, en una apuesta que llegó muy alta y en un juego sucio muy típico de esa guerra completamente desigual contra el narcotráfico”, relata el expresidente del Ejecutivo en el libro ¿Aún podemos entendernos? (Planeta, 2011), que firman González, Miquel Roca y Lluís Bassets.
Las sospechas y temores del Gobierno se cumplieron y tanto Rodríguez Orejuela como su compatriota José Luis Ochoa fueron puestos en libertad poco tiempo después de llegar a Colombia.
González expone este caso como ejemplo del “ejercicio de respeto al poder judicial” y asegura que no llamó a su amigo Hernández Gil hasta que el Supremo tomó su decisión.
En el juego sucio del que habla el expresidente, algunos aseguran que se movió mucho dinero y afirman, aunque sin aportar pruebas, que se compró la controvertida decisión judicial. Así lo afirma Fernando Rodríguez, hijo de Orejuela, en su libro El hijo del Ajedrecista.
John Jairo Velázquez, antiguo jefe de sicarios del cartel de Medellín, declaró en diciembre pasado a la emisora colombiana RCN que se sacaron 30 millones de dólares “del fondo de los extraditables” para salvar a Ochoa y a Rodríguez Orejuela y así evitar su entrega a EE UU.
Rodríguez Orejuela y Ochoa fueron detenidos el 15 de noviembre de 1985 cuando salían con sus esposas de un piso de la calle del General Oraá, de Madrid. Estados Unidos y Colombia solicitaron su extradición y comenzó una retorcida batalla legal en la que se dictaron 36 resoluciones, algunas contradictorias: primero, juzgarlos en España; más tarde, enviarlos a EE UU; finalmente, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional decidió por cuatro votos contra tres conceder la extradición de los dos narcos a Colombia y EE UU, pero atendiendo a la petición colombiana por el principio de nacionalidad de los detenidos.
Durante ese laberinto judicial, algún magistrado modificó sin razón aparente el sentido de su voto.
Ahora, 26 años después, uno de los letrados del equipo que defendió a los narcotraficantes confiesa: “Al final del proceso, alguien me dijo algo sobre pagos a un juez.
Fue tomando un café con uno de los abogados.
Comentó que los colombianos habían comprado a un juez. Yo no me lo creí entonces ni ahora”. Aquel equipo de letrados lo integraban Joaquín Ruiz Giménez Aguilar, Enrique Gimbernat, Miguel Bajo, Juan Garcés y Carlos Cuenca, entre otros.
Cuenca no da crédito a estas sospechas. “No tienen ninguna credibilidad.
Nos costó Dios y ayuda que esta gente [los narcos] nos pagara. La intervención del Gobierno en este caso fue de una virulencia tremenda. Quería dominar a los jueces y no lo logró. Fue un conflicto entre el ejecutivo y la magistratura que nunca antes se había producido”.
Fernando Ledesma, entonces ministro de Justicia, lo recuerda así: “Teníamos temores fundados de lo que podía ocurrir, que podían quedar en libertad, y los hechos nos dieron la razón.
Sabíamos que un juicio a esta gente con todas las garantías solo sería posible si se accedía a la petición de los Estados Unidos”.
El único voto en contra de la resolución de la Sala de Conflictos del Tribunal Supremo de entregar a los narcos a Colombia fue el del consejero de Estado Gregorio Peces Barba. Su hijo Gregorio, expresidente del Congreso, describe la reacción de su padre:
“Esa decisión le pareció inexplicable. Nunca la entendió. Estaba clarísimo que en Colombia les iban a soltar porque allí los reclamaban solo por contrabando de ganado.” Orejuela fue años más tarde detenido por tráfico de drogas en su país y entregado a EE UU donde sigue preso.
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