Cuando el año termina es conveniente visitar a los que nunca nos fallaron, ni llevan camino de hacerlo.
"El mundo está hecho un asco, pero el periodismo será mejor"
Por una parte, el pimpante Cuarto Reich nos engulle, y esta vez sin que se produzcan heroísmos a lo Casablanca: más bien en estrecha colaboración con La Marsellesa. Medievalmente,
Arabia Saudí nos confirma que toda aberración puede convivir en un mismo plano temporal.
Allí, los machos dominantes claman que, de permitir a las mujeres que conduzcan, se producirá una pérdida simultánea de la fidelidad, la virginidad y la exclusividad (¿nada sobre la depilación al caramelo?), con el consiguiente aumento de la disminución de control viril por parte de los tripudos caballeros.
Pero, tontines: si no tienen pasaporte, ¿no veis que no pueden huir de vosotros, que es lo primero que tendría que hacer cualquier saudí sensata al verse al volante de su propio Ferrari?
Lo suyo sería enviar a ese fascinante país tan amigo de Occidente a una legión de psicoanalistas argentinas no lacanianas, para someterles -a ellos, claro- a una brutal terapia de grupo. En fin.
Asistimos también al renacimiento de un género periodístico: el desechable es el reportaje
. Ah, ¿quién dijo que los periodistas estaban acabados? Puede que hasta yo misma, en un momento náufrago. Pues no. Poco a poco, y pese a las dificultades añadidas por la coyuntura a los problemas que siempre tienen los colegas, la profesión ha ido recuperando su verdadero espíritu: el de buscar porquerías y sacarlas a la luz. Son tantas las basuras morales que se acumulan a nuestro alrededor, especialmente en el terreno de las ex prestaciones sociales, que lo que fue un mero suelto perdido en un rincón de la página -"Fallece de frío un vagabundo a la puerta de una tienda de Gucci"- se ha convertido en una sólida cantera proveedora de temáticas.
Nunca tantas personas a la vez, durante tanto tiempo y por culpa de tan poca gente habían pasado, de un plumazo -yo empezaría a usar la palabra masazo, de Artur Mas- a ejercer la condición de desechables, a merced de que cualquier plumilla se les acerque y les interrogue.
Y digo plumilla como sinónimo: un reportero armado con cualesquiera que sean los útiles tecnológicos que precise.
Entiéndanme, esto no es una queja. Bien al contrario. El mal que supura nuestra sociedad tiene que ser puesto en evidencia, y cierto es que cada vez más los medios -cada vez más digitalizados, añado- dedican mayor espacio a las tragedias individuales producidas por el capitalismo gore (me adueño de la acertada definición de la escritora Salma Valencia).
Se produce el hallazgo de la víctima -si viva todavía, se la interroga-, se realiza el seguimiento de la noticia, hablan los parientes, se inician los pleitos... Magnífico. Esta labor periodística tiene como objetivo no sólo informar, sino, como decíamos cuando yo era joven, ayudar a tomar conciencia. En los dos sentidos: de ser consciente y de que la injusticia te duela por dentro. Sólo una sociedad informada puede acceder a ese estadio superior del ser humano que es el dolor por la arbitrariedad y la crueldad padecidas por otros, y pasar de ahí a la tolstoiana pregunta "¿Qué podemos hacer?". Y así, rumiándolo, quién sabe.
Creo que un excelente complemento de este tipo de periodismo sería ir a donde los responsables -y culpables- y, sin llegar al acoso que acecha a la Campanario, por poner un ejemplo, sacar a la luz quiénes son, a qué dedican el tiempo libre, cuánto ganan por matar con decretos, a qué colegio van sus hijos, a qué mutua pertenecen...
El mundo está hecho un asco, pero el periodismo será mejor.
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