Pero en el desempeño de una profesión son los profesionales quienes han de marcar la raya.
La moralina casa mal con el periodismo, profesión donde la delicadeza y los miramientos no son virtudes abundantes. Pero el juicio sobre espionaje y escuchas que sacude al grupo Murdoch en Reino Unido nos enseña varias lecciones importantes.
El desprestigio de un oficio es consecuencia de las malas prácticas y el mejor fiscal de una profesión son sus propios profesionales. La tarea de The Guardian para desnudar el delito de los perros amarillos de Murdoch dignifica a la profesión.
En su artículo, escribe: "Necesitamos que nuestros políticos sean más valientes a la hora de enfrentarse a los amos de los medios que nadie ha elegido y que haya más regulación tanto de la propiedad como de la política de competencia".
Es decir, que se fomente la pluralidad y la libre competencia, mucho más que la tutela moral.
Pese a ello, de todo proceso sale siempre indemne el lector, el espectador, nuestro hermano y semejante. Pero en una sociedad de consumo, la acción y decisión del consumidor diseña el mundo en el que vive, la sociedad sobre la que el político no puede ser el eterno vigilante.
Todas las tutelas contendrán un grado de injusticia.
La confianza en la autorregulación de los medios está quebrada cuando uno estudia con detenimiento las ambiciones de sus propietarios. Así que al comienzo de la cadena siempre nos vamos a topar con la calidad de la educación.
Todos los debates regresan siempre al mismo punto de inicio.
Recorten ahí, degraden la formación universal, y no habrá ley ni regulación que frene la rentable transgresión de la dignidad ajena y propia.
Como preguntaba Dylan en su canción, a veces también nos preguntamos cuánto cuesta encontrar la dignidad.
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