No hay mayor reconocimiento social y científico en el mundo para un investigador que el hecho de recibir el Premio Nobel.
Conseguirlo no sólo aporta el prestigio máximo del mundo de la ciencia sino que, en muchos casos, la persona pasa de ser casi un completo desconocido a una autoridad pública encumbrada por los medios de comunicación.
Que los Nobel elevan a sus premiados al Olimpo de la Ciencia no es, en cierto modo, una exageración: Sus discursos y afirmaciones pasan al plano público con una autoridad casi divina.
Sin embargo, a menudo se nos olvida que, pese a ser personas sobresalientes en campos concretos de la ciencia, siguen siendo tan humanos como nosotros, lo que incluye la humana propiedad de equivocarse, incluso estrepitosamente.
La ciencia en sí misma reniega del argumento de autoridad, pues son los hechos, las pruebas y los experimentos los que dan el peso de una afirmación.
Si hoy en día un pobre becario científico aportase las pruebas suficientes para reformar la teoría de la relatividad, ni mil Einsteins podrían rebatirle.
Y eso es lo bonito de la ciencia, que en buscar la verdad todos valemos lo mismo. Por eso resulta especialmente paradójico que los medios de comunicación y la sociedad en general otorguen una autoridad intocable a los Nobel de Ciencia (aun cuando hablan sobre temas que no son de su especialidad), algo que dista mucho del “espíritu” científico.
Como veremos a continuación, ser Nobel no te hace inmune a caer en los más sonoros patinazos.
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