. ."Yo siempre le digo a mi equipo: 'Crear es recordar. La memoria es la base de todo". Crear. Recordar.
Dos verbos aparentemente poco conciliables en una misma oración pero que, unidos, adquieren una nueva dimensión.
La frase es de Akira Kurosawa y con ella se refería a sus propias películas, pero fue introducida por otro cineasta, el muy particular documentalista Chris Marker, en el inicio de A. K., su creativo recuerdo sobre la figura del director japonés.
Creativo recuerdo. Algo que parece haberse aplicado también Isaki Lacuesta, otro documentalista alejado de los convencionalismos, en La noche que no acaba, personalísima visión fílmica de Beberse la vida: Ava Gardner en España, ensayo del escritor y crítico de teatro Marcos Ordóñez sobre los días más de vino que de rosas de la actriz estadounidense en nuestro país.
Al otro extremo del lineal academicismo de la inmensa mayoría de los documentales españoles actuales, La noche que no acaba es pura creatividad desde su original enfoque narrativo: un diálogo a dos voces entre la Ava joven, rotunda, escultural y triunfadora, pero también muy ingenua, que llegó a España para rodar Pandora y el holandés errante, y la madura, destruida y cicatrizada mujer que, poco después de filmar Harem, dejó este mundo.
Una conversación que, recitada por Ariadna Gil y Charo López, dos mujeres de diferentes generaciones y ciertas semejanzas físicas con Gardner, va acompañada de muy diversos testimonios y documentos audiovisuales, pero expuestos de forma insólita (a veces, incluso, al borde de la discutible digresión, como ese baño nocturno de la doble de cuerpo de Ava o ese decadentísimo minuto final al piano).
Como en Cravan vs. Cravan y en La leyenda del tiempo, Lacuesta opta por los detalles formales para ir orquestando un discurso propio (continuos ralentís de las imágenes de archivo, eliminación de buena parte de los rostros de los evocadores de vivencias en beneficio de su voz), al tiempo que va posando su mirada no solo en Gardner sino también en esa esquina del encuadre histórico que no se suele mirar (el pescadorcillo con nueve fotogramas de película para la construcción de su propia historia; el torso y la mano del camarero que lleva a la actriz la botella, siempre la botella, durante sus eternas noches de juerga), pero que le sirve para encontrar nueva y suculenta información a una existencia que deambula entre la inconsciencia, el éxtasis, la pasión y el desmadre.
Así, aunque en ciertos textos en off parezca vislumbrarse la monumental ironía de los originales de Ordóñez, es la imagen la verdadera protagonista de La noche que no acaba. Sobre todo los equívocos entre las apariencias ópticas y las realidades que se esconden detrás.
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