Venía a saludarme, absorta,
y a descansar sobre el reino de mi mano,
que ansiaba retener para siempre
su belleza cercada por el aire.
Subía batiendo ligeras sus alas
al altozano de mis cabellos
oliendo los aromas de la menta
y adivinando de qué eran los retazos
con los que me habían formado.
Me encontró en aquel lugar de olvido,
de surcos que se cruzan enredados
sin poder nunca encontrarse,
de adioses presentidos,
de reencuentros no certificados
y de desfiguración de la nostalgia,
que todo lo difumina, y lo trastoca,
y lo disfraza para que no duela tanto
lo que otros dieron por llamar amor.
Adivinó que la soledad era mi patria,
pero no me lo denegó en la distancia,
y del mismo modo que me ofreció tanto,
algo inexplicable e irrepetible,
único, perpétuo, como si me esperara
para vivir lo que yo viviera,
yo a cambio no le pude dar nada
salvo un puente hecho de papeles,
de correos abiertos, de carácteres,
de líneas escritas y mariposas blancas.
En eso me quedé, en un beneficiado recuerdo,
en un desconocido cuerpo,
en una figura sinuosas,
en un inofensivo beso
lleno de osadía vacía,
de una interpretación de mí mismo.
Mientras, ella, gravitaba en círculos
sobre el horizonte extraño
una danza reiterada mil veces
repletas de virajes imprevisibles,
explorando con talante curioso
el puente que yo mismo desmoroné
sobre las aguas que bañaban sus piés,
y guardando entre sus alas
las palabras que llenaban mi escritura
como compañeras de travesía,
como indicios de la dirección a tomar,
como oscuridades del pasadizo interminable
en el que convertí aquel puente,
como hechos evocadores
de lo que la unió a un mundo imposible
y a lo que no podía suceder.
Ella pasa ahora de largo volando,
como la vida pasa y no se detiene,
corazón de poema, razones,
búsqueda, y el placer de saber
que como ella, la memoria se muda,
atenta y conmovida, frágil,
alertada por las sombras y las luces
de cuanto a nuestro alrededor acontece,
por el desengaño, el olvido, el amor...,
y de lo que ha de llegar por amor...
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