La mitificación es uno de los más claros ejemplos de trascendencia y modelado de la realidad a semejanza de los recursos de la ficción. A lo largo de los siglos, elevar a mitos a personas, lugares y acontecimientos, ha sido algo tan necesario como el comer.
El mito escapa al control.
En cambio, en la mixtificación hay una manipulación consciente, elaborada, falseada.
El siglo XXI se despertó con la perfecta encarnación del mal en el ataque a las Torres Gemelas y en cuestión de minutos Osama Bin Laden era el icono del lado oscuro, el nuevo Fu-Manchú de la amenaza terrorista.
Tras cazar a su enemigo más buscado, el presidente Obama difundió un mensaje de casi diez minutos, desde un pasillo de la Casa Blanca, con aire de improvisación de madrugada, pero leído y en plano fijo.
Al tratarse de un maestro de la oratoria, estudioso de los pastores religiosos más carismáticos y de los discursos sociales más relevantes del siglo XX americano, fue significativo que Barack Obama trastabillara en dos ocasiones en la misma frase, aquella en la que recordaba que desde el día de los atentados la prioridad de la defensa norteamericana fue capturar a Bin Laden y ponerlo a disposición de la justicia.
El resto del discurso fue la búsqueda de amparo en las víctimas de Al Qaeda, franquicia del terrorismo islamista.
Osama Bin Laden estaba muy cerca, demasiado cerca de Islamabad y del mundo.
No había cuevas remotas, sino mansiones hiperprotegidas y telecomunicaciones de alto nivel. Demasiado cerca estuvo también en su día, en la guerra de Afganistán, cuando comenzó su nexo con la política exterior norteamericana.
Esa cercanía, el manejo de los medios audiovisuales a la vez que reivindicaba un falso esencialismo primitivo, el aspecto entre siniestro y místico, su metralleta en sandalias y su capacidad para globalizar el terror, todo eso ayudó a fabricar el mito más rotundo de este recién nacido siglo.
A la manera de un Hitler, se especulará con su cadáver, pero tampoco tendrá tumba. Tras los vertidos de Fukushima y la petrolera BP, el mar lo recibió sin poder quejarse. El mérito de un mito es su permanencia tras la desaparición física.
Devolverlo al tamaño real, a la dimensión que él y sus enemigos levantaron, llevará tiempo.
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