Todos le conocían como el “capricho de Hammond”. A pesar de que era un joven e interesante músico folk en la escena de Greenwich Village, nadie creía en Bob Dylan por los pasillos de Columbia Records, excepto John Hammond. Según George Avakian, un productor prestigioso del sello que había convencido a Miles Davis a dejar la heroína, ese chico era una estafa. El poderoso Mitch Miller, director de la sección de discos pop de Columbia, contó en el documental No Direction Home que “como salía tan barato que dejábamos que John se lo permitiese”. Cierto: el primer álbum de Dylan, producido por Hammond, costó 402 dólares, calderilla para el mayor sello discográfico de Estados Unidos a principios de los sesenta. Pero, ¿quién se atrevía a negar este capricho al mismo hombre que había descubierto e impulsado las carreras de Count Basie, Benny Goodman, Billie Holiday o Aretha Franklin?
Hammond acababa de reincorporarse a Columbia y Dylan fue su apuesta personal. Tanto que, de no haberse cruzado en su camino, tal vez, la historia sería otra. Recién llegado a Nueva York en 1961, el músico entró pronto en contacto con la escena folk del Village, donde entabló amistad, entre otros, con Fred Neil, Pete Seeger o Ramblin’ Jack Elliot. No tuvo problemas en darse a conocer sobre un escenario pero la misma suerte no la corrió para conseguir un contrato discográfico. Fue rechazado por lo sellos Elektra, Folkways y Vanguard, que, en cambio, sí fichó a Joan Baez. Pero Hammond supo ver en él lo que otros no vieron.
No es de extrañar, por tanto, que en Crónicas, el primer volumen de sus memorias, Dylan empiece hablando de él: “Jamás se interesarían en alguien como yo salvo en circunstancias extraordinarias, pero John era un hombre extraordinario”. Sin duda, Hammond tenía una virtud al alcance de muy pocos: una intuición musical que se anticipaba a los tiempos. En palabras de Dylan: “Tenía olfato y visión... captaba mis pensamientos”. En la historia de la música popular, tan sólo gente como Sam Phillips, los hermamos Chess, Ahmet Ertegun, Jerry Wexler o Jim Stewart, formaron parte de su misma elite de hombres de honor que Hammond sin haber cogido nunca un instrumento.
Al igual que el apasionado descubrimiento de Woody Guthrie fue esencial en la obra de aquel chico de Duluth, Hammond fue determinante en el porvenir de su carrera. Le consiguió su primer contrato, le enseñó a manejarse en un estudio de grabación, le impulsó a apostar por su instinto e incluso le influyó en su concepción social. Hammond era un gran defensor de los derechos civiles que se había empeñado en tener a Pete Seeger en Columbia pese a ser investigado por el comité de actividades anticomunistas del senador McCarthy. Ambos se encontraron por primera vez en el apartamento de Carolyn Hester, una cantautora que invitó a Dylan a tocar la armónica en una audición que tenía apalabra con Hammond.
El productor invitó al joven músico a tocar algo en el estudio de grabación y este respondió con una de sus pocas composiciones propias, <
Dylan grabó en el estudio A del 799 de la Séptima Avenida en noviembre de 1961. La mayoría era material ajeno. Dave Kapralik, jefe ejecutivo de Columbia, contempló dejar a Dylan en la cuneta. Según su visión, ese chico era un fraude. Pero Hammond luchó por su apuesta.
El disco salió en marzo de 1962. El instinto de Kapralik no falló: el disco funcionó fatal en ventas. Pero tampoco falló el de Hammond, que produjo también Freewheelin’ Bob Dylan: ese chico era mucho más que un producto.
Era una voz, un genio a punto de explotar.
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