Debo confesar que me da cierto sonrojo criticar a los políticos porque es tan fácil como pegar a un niño.
Es un lugar común, un tema aburridísimo por lo evidente. Que nuestra clase política está en uno de los momentos más zafios de la historia democrática es una obviedad.
Ahí andan, por ejemplo, haciendo estentóreas proclamas de limpieza y presentando en sus listas electorales a un centenar de candidatos implicados en juicios por corruptelas: el 50% son del PP, el 35% del PSOE y el resto de CiU, CC e IU, o sea, muy repartido.
Por no hablar de los eurodiputados pillados vendiendo favores, de los que fichan para cobrar las dietas cinco minutos antes de salir de naja hacia España y sobre todo, glup, de la alucinante desvergüenza de esos eurodiputados garbanceros defendiendo unas prebendas indefendibles.
Por cierto, los únicos cuatro que votaron a favor de apretarse el cinturón eran catalanes, lo cual dice mucho de la civilidad de Cataluña: chapeau.
No es de extrañar que, ante estos comportamientos bochornosos, la confianza de los españoles en los políticos esté por los suelos.
Según la encuesta del CIS de marzo, los consideramos nuestro tercer problema más grave; además, un 67% piensa que los políticos son malos o muy malos (solo un 3,9% piensa que son buenos o muy buenos: digo yo que serán sus familiares).
Pese a ello, yo sigo teniendo la plena certidumbre de que la democracia es el único sistema posible.
Cuidado con la añoranza de las dictaduras, que pueden parecer más limpias por el simple hecho de que ocultan sus atropellos (la venta de niños del franquismo no ha emergido hasta ahora, por ejemplo).
Por otra parte, Bélgica acaba de cumplir 300 días sin Gobierno, un récord mundial absoluto, y el país sigue funcionando...
Quién sabe, a lo mejor resulta que los anarquistas tenían razón y que no necesitamos a los políticos.
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