El arte -es curioso- en vez de congregar a los más bellos, a los más refinados y espirituales, atrae a los más pintorescos: jubilados que han hecho un alto en la petanca, ancianas con pantalones de vivos colores y la peluca desteñida, damas serias que leen a Némirovsky o la esquela de Nourissier en el suplemento cultural.
Los cuervos, en lo alto de los tilos del Luxemburgo, también graznaban; diría que en son de protesta.
En ello pensaba, a la cola para entrar a Cranach et son temps, repartiendo los ojos entre las buhardas de gloria y pizarra, los ramajes con su último esplendor de invierno y las beldades fugaces al otro lado de la verja.
Los pigmeos -vienen a decir unas líneas de Lec- se encararon con los gigantes y proclamaron: ¡Todos somos iguales! Los gigantes respondieron: En eso estamos de acuerdo.
Sólo un atávico y carpetovetónico complejo de inferioridad, sólo una rémora de suficiencia adolescente me ha permitido bromear con lo que representa, a pesar de todo, París. Ay de mí..., que hoy jueves, a las dos de la tarde, hubiera una afluencia tal de gentes de toda edad y condición, una barahúnda en las salas que dificultaba la contemplación, amén de que homosexuales de uno y otro sexo flirteasen entre lienzo, grabado y achuchón.
Ay, dónde se ha visto algo parecido por los solares ibéricos. Esa densidad de tejido cultural que emanan galerías, librerías, centros, museos... Sí, Gombrowicz se reía de los franceses, pero porque había sido amamantado por su civilización, mientras que uno se ha limitado a tomar el aire de los tártaros. y, todo lo más, presenciar cómo en las provincias que conoce la minoría ilustrada se arrodilla ante una instalación, un macramé audiovisual, un conglomerado de poetas.
Volviendo a la exposición -se diría que parezco ya un diarista culto-, qué placer devorar los grabados de un Jacope de Barbari, un Adán y Eva de Durero de 1504... De repente, en un rincón, La Melancolía.
Iba y venía por la sala (para limpiar los ojos), y me apostaba de nuevo ante esa perfección que es densa, simbólica pero limpia, con el equilibro de ejes, el puerto a lo lejos, el fiel de una balanza en lugar de una ventana, los instrumentos de carpintería por el suelo, el tronco abatido, la piedra enigmática y proliferante.
Estaba esquinado ante esa pequeña belleza, colocando los brazos delante, detrás de la espalda, cruzándolos, metiéndolos en los bolsillos, y en un goteo avanzaban a mi lado el hocico curioso de una japonesa, las gafas de un profesor de bachillerato, el foulard de un dandi, la peluca desteñida de algunas de aquella damas de la cola, la dama solitaria y altiva.
Porque se me cansaban las plantas, el entendimiento, las pupilas. Si no, hubiera tomado una silla para olvidarme de la vida contemporánea y dormir sobre La Melancolía.
Publicado por José Carlos Cataño
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