Y en Blue Valentine, la niña, que unió a los desenamorados cónyuges, es un jarrón chino que canta como un ángel, quiere mucho a sus padres y es dejado por éstos a su abuelo para que ellos puedan pasar una noche solos.
El embarazo sirve de catalizador de una relación desfuncional entre el hombre y la mujer, no hay duda de que ambos quieren a la niña, que la niña adora al “padre”, pero aunque la identificación de éste con la vida familiar sea más sólida que la de la madre, algo suena a hueco y superficial, en la declaración de satisfacción con la vida del hombre y en los gestos diarios, cotidianos y rutinarios de la mujer.
No es cuestión de introducir a la hija en el drama conyugal, que se ve venir pero no estalla hasta el último minuto de la película, y la niña se entera cuando el padre deja la casa y la madre coge a la niña en brazos para que no corra tras él.
Una tormenta seca, un desengaño triste, una frustración patética, que palidece ante la intensidad, por ejemplo, de Kramer contra Kramer.
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