Era hijo del poeta Pedro Salinas.- Vivía retirado en un pequeño pueblo de Islandia -
Jaime Salinas contaba que, en sus años gloriosos de Alfaguara, cuando había publicado lo más importante de la producción literaria iberoamericana, uno de aquellos autores a los que él agasajó y aupó como sólo saben hacerlo los buenos editores apareció ante su vista, en un restaurante o en un aeropuerto.
Él creía que el escritor ahora famoso abría los brazos para hacerle el cálido agasajo que sin duda merecía, por sus desvelos.
Pues no. El escritor abría los brazos para saludar a una persona que estaba detrás de Jaime Salinas.
Estaba acostumbrado el maestro de editores, que trabajó con Carlos Barral y con Javier Pradera, que le puso ilusión a la tarea de reconstruir Alfaguara, la Alfaguara de Camilo José Cela y de Jorge Cela Trulock.
Él sabía que el editor, el personaje que aúpa y agasaja, edita y se arriesga editando, ha de quedarse a un lado en cuanto el libro alienta su aventura y el éxito distrae las gratitudes del autor.
Él se sabía le lección, de modo que aquel día, cuando el autor esquivó su abrazo, siguió su ánimo como si tal cosa.
Es decir, el ánimo inseguro de un poeta que, en lugar de escribir versos o novelas, se dedicó en la vida a hacer más feliz la vida de los otros, que es en realidad otro de los objetivos del trabajo de un editor como debe ser.
Su vida, de la que su sobrino Carlos Marichal, hijo de Juan Marichal, recién fallecido también en México, ha hecho una excelente síntesis que se puede leer en la edición digital de EL PAÍS, es el reflejo de un país cuya historia ha generado muchísimas perversiones, concentradas algunas de ellas en la guerra civil y en torno a la guerra civil. La guerra civil convirtió a Salinas (y a su familia, a don Pedro, el gran poeta, a su hermana Solita, esposa de Marichal, fallecida ya también) en un transterrado, como le gustaba decir a José Gaos (y fue Marichal quien divulgó ese término).
Jaime se hizo un norteamericano a garrotazos, sirvió en la guerra mundial, y finalmente sintió otra vez el latido de este país, al que lo convocó Seix Barral; después hizo el viaje de vuelta a Madrid, de la mano de José Ortega Spottorno, el fundador de EL PAÍS, y de Javier Pradera, para hacer de Alianza Editorial un éxito que es imposible despegar de la historia editorial española.
Donde Jaime Salinas desarrolló su enorme potencia (la potencia de un hombre aparentemente frágil) profesional fue en Alfaguara; acabó convirtiéndola no sólo en la editorial que fue sino también en un medio de comunicación, en un lugar sin límites, donde la fiesta interminable de la edición tuvo su asiento. Jaime organizó comités de lecturas en los que las esgrimas verbales de Juan García Hortelano y Juan Benet, junto a más jóvenes, como Javier Marías y Vicente Molina-Foix, o ante personajes de la cultura crítica, como Rafael Conte, dieron paso a un catálogo implacable y poderoso que ahora es el asombro de quienes miran los viejos catálogos de la historia editorial española. Ishiguro decía, hablando de lo que hizo T. S. Eliot (y de lo que hicieron sus sucesores) en Faber and Faber, que el catálogo es la conciencia de una editorial.
En el caso de la Alfaguara de Salinas, el catálogo fue su conciencia, que pesó poderosamente (y benéficamente) en aquellos que le sucedieron: José María Guelbenzu, Luis Suñén, Manuel Rodríguez Rivero, Guillermo Shavelzon, así hasta Amaya Elezcano y Pilar Reyes, que es quien ahora sigue en el timón de aquel barco que tanto se movía con Jaime al frente.
Jesús de la Serna, el gran periodista, suele decir que el capitán del barco es como el director de un periódico: come solo en su camarote.
Pasa con el editor; Jaime Salinas, que tuvo muchísima gente alrededor siempre, y que ha muerto junto a su gran amigo Gudbergur Bergsson, gran escritor islandés, novelista, traductor del Quijote, era un hombre de extremas fidelidades, acendradas no sólo en el mundo de la cultura literaria, sino más allá; silencioso cuando tocaba, atentísimo siempre, desarrolló la facultad del encantamiento (de la que tanto vive el mundo editorial) no sólo para contentar autores díscolos o mimosos; puso esa facultad a disposición de la amistad.
Recuerdo muy nítidamente su reencuentro, después de muchos años, con Günter Grass, su querido autor de los tiempos de Alfaguara.
Jaime pidió whisky, como siempre, y Grass pidió coñac. Y se pusieron a hablar, como si no hubiera pasado el tiempo. En esta ocasión el autor le abrazó, consciente de que aquellas fiestas que Salinas hizo para agasajarle y para contar que era uno de los grandes escritores del mundo, cuando aún no se sabía del todo, le convirtieron aquí, en lengua española, en la figuira que siguió siendo.
Salinas no buscaba gratitud. Era un editor, habitante exigente (consigo mismo, con los otros) de ese lugar sin límites que es la sensibilidad de quien regala su energía para que los demás sean felices.
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