Ignoro si fue un sueño, pero creo que estuve en la casa de José Lezama Lima en el otoño habanero de 1990. Era mediodía, y había en la calle una luz lechosa, muy propia de aquella ciudad y muy propia del sonido de las páginas de Paradiso, esa novela que parece el eco insistente de un asmático del Caribe, una voz llena de frutos abiertos recientemente, como algunos poemas de Severo Sarduy, como algunas de las páginas más melancólicas de Guillermo Cabrera Infante. O como algunos versos de Eliseo Diego o algunas metáforas desesperadas de su hijo Eliseo Alberto. Estaba allí, en esa casa, el espíritu despojado del gran hombre atado al humo de sus puros; las paredes estaban limpias, en efecto despojadas, acaso salvajemente despojadas; pero es imposible destruir del todo las paredes blancas de los poetas, así que por allí se podían ver sus huellas, las suelas de sus zapatos grandes, el rumor de los pies silenciosos que vienen portando un ataúd imposible para aquel gordo insuperable. Poco a poco ese sueño se va tiñendo de muebles, de sillas de rejillas en las que él se balancea, lanza una mano al aire para disipar el humo, éste le entra por sus ojos blancos y asombrados, cansados, el asma es el compañero cruel de sus noches, y el tabaco es el testigo que ve subir y bajar el pecho en una sucesión de angustias verticales.
O está de pie o se ahoga, así que se sienta en esa silla de rejilla que ya tampoco está en la casa. La han vaciado, han vaciado la casa, quién se llevó la casa, quién quiso llevársela; nadie responde en La habana, te ponen una mano en el hombro y siguen caminado por la sombra del silencio risueño de los cómplices; han querido vaciar de memoria hasta la pared del fondo, donde tenía algunos de sus cuadros más queridos, pero aquí está también la melancolía de ese cuadro.
Este rincón está lleno de Lezama, como si fuera una huerta que él hubiera señalado desde que nació para ser, eternamente, un siglo y otro, una huerta poblada de palabras. Góngora y él, de charla perpetua en un mar sombrío.
Por Juan Cruz.
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