11 ago 2010
CONCIERTO
Concierto
Cuando hay concierto el aparcamiento, bastante grande, se llena una hora antes, como si cada persona trajese dos coches. Todo el mundo parece muy apurado, aunque quede media hora y la puerta del auditorio esté a dos minutos.
Salen de los coches ajustándose el cinturón y la camisa y colocándose el jersey sobre los hombros.
Ante la taquilla unos cuántos en fila india y cerca de la puerta un grupo de personas mirando a lo lejos, con cara de preocupación unos, fumando otros con los ojos entornados y la otra mano en el bolsillo del pantalón, como tanteándose los testículos, y conversando la mayoría, muy animados, con la mano en el hombro del que escucha, para que no se escape.
Hay tantas sonrisas que se diría que van o vienen de una orgía.
Y de repente estalla una carcajada; una chica rubia de piel roja y con un tatuaje indeterminado en el brazo se lleva las manos a las rodillas, como si fuese a vomitar, pero se ríe, y se ríe, y después dice en alto algunas palabras con muchas jotas extranjeras y erres que arrastra como si las untara. Es guapa. Quizá por eso se la ve tan sana, por reír alto y bien.
Ya dentro las azafatas van distribuyendo el juego. Pero la mayoría de los que vienen aquí son fijos y ya saben dónde está su butaca, aunque se atascan con mucha facilidad en los pasillos como si quisieran tocarle el culo a las señoras o les gustase rozarse entre ellos un poco.
El público es mayor; hay mucha cana, tanto en barba como arriba, y son en general las canas más pensantes de la ciudad; arquitectos, economistas, catedráticos, y la mayoría colaboradores o altos cargos de alguna administración (o de todas).
Saludan a todo el mundo y luchan entre ellos por ser los más simpáticos, poniéndose a los pies de sus respectivas señoras, que esconden las tetas un poco ajadas bajo los abrigos de piel de algo noble.
Vemos muchas bocas muy cerca de otras orejas, y vemos que las orejas, muy concentradas, mantienen el dedo sobre el mentón, como reflexionando sobre lo que le dice la boca, y miran al escenario pero sabemos que ven otra cosa, quizá contratos millonarios y un futuro acojonante y a todo eso dicen que sí moviendo la cabeza arriba y abajo.
Nos parece que ahora, en estos minutos previos, se resuelven los verdaderos problemas de este mundo (y unas cuantas urbanizaciones), pero el tiempo da para poco y ya sale el director, esta vez un húngaro vestido de pies a cabeza de director de orquesta. Todo el mundo aplaude y acaban los últimos murmullos, aunque quedan siempre unas señoras un poco sordas y buchonas que no se enteran y siguen con su desparpajo hasta que se dan cuenta que las luces se apagaron y todo el mundo de alrededor las mira.
Cuenta el director con una joroba en la parte izquierda que da grima porque parece que quiere encaramarse al hombro y no puede. El faldón de la chaqueta se le levanta un poco. Da la impresión que la joroba sufre y tenemos ganas de colocarla bien, darle un pequeño empujoncito para que llegue a la cima.
De la primera parte no podemos decir que esperemos mucho (Concierto para violín de Beethoven), pues será el momento de un violinista caucásico muy famoso, como una especie de Ronaldinho de los violinistas, pero que al narrador ni le suena y al parecer es tan rápido que en algún momento perderemos de vista el brazo que maneja el arco y uno se sentirá raro y hasta deprimido, quizá, porque a veces se deprime uno por cosas sin mucho sentido.
Sale el solista. Aplausos. Empieza la música. El solista espera de pie, con el violín y el arco agarrado por el mástil, y recordamos la famosa greguería de Ramón, cuando compara el violín así cogido con un bebé agarrado por los pies, recién parido. El virtuoso es alto, cuadrado, con unos mocasines que le hacen unos pies muy pequeños.
Lleva un pañuelo en el cuello, y el aspecto es el de un aristócrata en el salón de su castillo, con una copa de coñac y al lado de una chimenea. Es grande como un portero de discoteca y tiene un mentón muy desarrollado y saliente como el de los héroes de algunos dibujos animados.
Espera y pone cara de concentración, cerrando los ojos, mirando al suelo, al techo. De vez en cuando echa una mirada furtiva al público, para sopesar el ambiente. Aún no le toca dar el callo. A veces parece que se queda dormido y cuando la orquesta ataca
abre los ojos de repente, como si volviese de otro planeta.
Empieza su recital y parece que quiere aplastarse el violín contra el hombro, y es tanta la fuerza que parece que pone en el asunto que todo el mundo lo observa con cierto gesto de angustia, pues temen que le salten unas cuerdas y le latiguen un ojo.
Acaba lo suyo y se aplaude durante diez minutos casi seguidos, con breves interrupciones, pues cuando ya se acaba el aplauso vuelve a salir al escenario haciendo muchas reverencias y echando besos al público, y los espectadores, otra vez, como acordándose de lo figura que es el solista aplauden hasta que se va por un lateral con un ramo de flores en una mano y el violín en la otra.
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