20 ago 2010
Anochece
Anochece. Por el cielo se establecen, según las distintas latitudes y formas de los cirros, tejidos verdes y azules. Ha habido calina, se ha cubierto por entero la costa, ha venido una manga de lluvia, y ha vuelto, apenas aligerada, la bruma.
He visto vecinos que regresaban de la playa con todos los cachivaches de rigor.
El que daba voces la otra medianoche, estaba sentado, cuando me asomé al balcón a tomar el aire, leyendo papeles en la galería cubierta que se orienta al mar.
Veremos esta noche. Veremos también esta noche si el bochorno y los dolores me permiten dormir.
Por lo demás, he estado ordenando los anaqueles, encontrándome con títulos repetidos o con otros que, sencillamente, su razón de seguir a mi lado ya se me ha olvidado. En cuanto se mueve un libro de sitio, comienza el trastorno; los unos tienen que irse a otra parte, dejar espacio a los otros que -según mi criterio- deben de ocupar su lugar. Es espantoso.
La vida de la biblioteca termina, por el momento, en cuanto quien la alimenta sigue vivo. Si yo tuviera una casa en el campo, o un pozo holgado, iría colocándolos por las buenas y sólo me preocuparía de los que tienen que estar al alcance.
Ya apenas hay luz, aquí por detrás de las colinas, pero tampoco es la noche. Me quedo pensando en el que daba voces la otra madrugada.
Es de los que todavía resisten en el barrio, donde el paisanaje cambia con tanta frecuencia. Una vez se presentó de uniforme en el Okay, y parecía un crío asustado. Parecía un agente de seguridad forestal, casi un uniformado imposible.
Parece que le ha durado poco. Le caí bien porque se enteró de que era canario, y él decía que había tenido negocios en las islas.
También en otra ocasión -no recuerdo ahora cómo- me enteré que había sido monitor en la nieve. Alguien habló de una muerte, de un accidente. Últimamente ya está borracho desde hora temprana en el bar. No me reconoce. Tuerce la risa y aprieta los ojos, en otra parte.
Parece mentira que nosotros hayamos buscado literatura, enigma y leyenda imantadora en el alcohol. Seguro que nadie escuchó las sandeces de Poe bebido de remate. Nada más sé de mi vecino.
La que dice ser su mujer es vasca, renegrida de pelo, huesuda, feúcha. No le gusta aparecer por el Okay. Lleva el susto en el mirar, los ojos pequeños, negros, la piel blanca y sufrida, pero transmite como una suerte de resistencia a la adversidad, lo que tal vez no sea sino una resignación, la certeza de que no hay ninguna mañana más.
Ahora ya reverberan las luces de las pistas de aterrizaje. Qué locura, este acumular libros. Este seguir leyéndolo todo. Y no sé si estoy hablando de los libros que cambian de destino, o de mí, o del vecino.
Publicado por JOSÉ CARLOS CATAÑO
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