Ahora que los científicos están descubriendo todos los días las bases biológicas de lo que somos, estoy esperando que en cualquier momento localicen el gen de la horda febril, esto es, ese ínfimo fragmento de ADN que hace que padezcamos una irrefrenable tendencia a arremolinarnos jactanciosamente en torno a pedazos de trapos que llamamos banderas, y a emborracharnos de un júbilo feroz cuando nos sumergimos en una masa unánime.
Sucede en las guerras, sucede en el sectarismo político, sucede en los linchamientos, sucede en el Mundial de fútbol. El Mundial es a las guerras patrióticas lo que los torneos medievales eran a las batallas campales: una alternativa un poco más sofisticada.
Desde luego hay que agradecer que no se mate realmente a nadie (salvo cuando un partido sirve de acicate para desencadenar una contienda, como en la llamada guerra del fútbol entre Honduras y El Salvador tras el Mundial de 1970), pero por lo demás ahí está la misma dejación de pensamiento, la misma mezcla de adoración y odios, idéntica exageración mayestática.
EL PAÍS titulaba el viernes: "España afronta su cita ante la historia en el Mundial". Y el jueves decía un comentarista de la tele hablando del jugador brasileño que iba a tirar la falta: "El futuro de Brasil está en sus botas".
¿No les parece un poquitito extremo? Por no hablar de los vaivenes emocionales: la alegría desquiciada del personal en las victorias, la profunda depresión en las derrotas. Por todos los santos, la muerte por hambre del cubano Fariñas (y eso sí que es para llorar) nos deja fríos, pero no meter un gol arranca muchos sollozos. Y el caso es que lo entiendo: es un impulso animal, primitivísimo, un desatino inscrito en el último rincón de nuestras células.
Yo también noto ese ciego calor en el estómago (que no en el cerebro) cuando se agitan las banderas. Es el maldito gen de la horda febril. Que lo encuentren, por favor. Y que nos lo extirpen.
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