Se deja caer lenta la golondrina con el fulgor de poniente en el pecho. Y no se queda en eso: se da la vuelta, busca otro suspiro de aire. Los mirlos, mientras tanto, inician su conversa en los matorrales.
Los chicos tontean con las chicas que abren las pipas de girasol con los dientes sin perderse un detalle.
Porque olvidamos, decimos "tontean". Está la fea y está el grandullón, como siempre.
Está la dama de honor, y su reina, y el chico casi espabilado. De todo lo que hablan quedan las cáscaras de las pipas de girasol.
Yo creo que ahí lo que cuenta es el sonido de cada palabra, el timbre de la risa, como en el recuerdo del otro, la sensación que puede desprender un pliegue o destello de tela o de la mirada. No se ven, exactamente. No se comunican, exactamente.
Exhiben sus atributos y luego los recuerdan y ya son distintos, y ya tal vez al día siguiente uno se sienta prendido del otro.
Como las golondrinas, por los cielos de esta tarde en la Colina. Que a veces se acercan y se asustan y enseguida siguen su rumbo a por los insectos en la espesura.
En el Okay han puesto una mesa de billar, y dos retratos chinos. Sólo por este insignificante detalle, hoy al mediodía aquello no parecía el Lejano Oeste, unos hombretones tatuados hasta el pulmón retándose y convidándose a cubalibres a voz en grito, unos coros de mirones, unas pantallas de televisor a todo volumen, y afuera todo el esplendor de un día de canícula, de pleno agosto en blanco.
Jose Carlos Cataño
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