13 jun 2010
No sé que pasaba.
Ayer a media tarde se volvieron locos los vencejos. Iba al frente el jefe de raids tocando el silbato, y se lanzaban contra los aleros rebotándose y excitándose con los golpes. Así una vez y otra, si no subían al pecho del aire y se quedaban en los columpios riendo como infantes por fin de vacaciones.
Yo no sé qué pasaba en la atmósfera, porque también se añadieron al júbilo las golondrinas, que son más discretas. Venían las nubes directamente del sur. Venían en caravana, y se deshacían y se recreaban a una velocidad que causaba dolor al ojo.
Qué nada la de las nubes, y cuánta intensidad en sus metamorfosis, en su misma nada repetida, en sus pasajes.
Las nubes bajas, los grandes cúmulos teñidos de sal y azur, yo creo que toda esa aparatosidad fue la que sacó de quicio a los vencejos con sus primas las golondrinas, pasando en formación vocinglera las cotorras, y las gaviotas, repletas de desdén, maniobrando con sus grandes alas para humedecer el pico en las nubes.
Era como una jornada de final de curso. En cierta medida, como una canción de despedida alrededor de la hoguera, aunque me pongo en guardia contra mí mismo porque anuncio la partida de los vencejos lo menos desde hace un mes y no ocurre que sigan al norte.
La luz en el aire era intensa y mudable también, la lucha entre el cúmulo blanco y el nimbo de grafito. Luego se abría un claro en las alturas, se iluminaban las grúas amarillas, se intensificaba el verdor en las copas de los palorrosas, y se enrojecían las fachadas de ladrillo por espacio de cuatro o cinco minutos.
Todo será porque estamos a punto de tocar la víspera del día más extenso, el pasaje a Los Asules en los bolsillos, las maletas ya cargadas de faena que concluir frente al horizonte atlántico.
J.C. Cataño
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario