15 mar 2010
Música que no existe
Música que no existe
Stravinsky era muy feo. Aquí Martha Argeririch, pianista.
Tengo para rato con el libro de Alex Ross. Cuando me canse lo dejo. Por ahora me interesa más de lo que pensaba. Hay detalles que se me quedan grabados. Por ejemplo; Mahler en el metro de Nueva York, solo y con la mirada perdida (hay testigos), camino de un concierto.
No me pega Mahler y el metro. A nadie se le ocurriría pensar que el tipo que compuso eso viajó en metro alguna vez. Y no lo digo como algo negativo. Simplemente su música no viajó nunca en metro.
Teniendo en cuenta lo que cobraba de la Metropolitan Opera de Nueva York lo del metro es algo meritorio ("75.000 coronas por tres meses de trabajo o, en dinero actual, alrededor de 220.000 euros"). Casi le da para un chalet (y en la primavera de 1907 para algo más, creo).
Después los yanquis se hartarían de adorar a los músicos y compositores europeos y se montarían sus propias fiestas, con gente suya, blancuchos estupendos que mezclaban lo popular y lo clásico. De Gershwin hableremos otro día. Miraban a los negros con desconfianza, pero los negros se salían. Los negros y de fondo los judíos (siempre tan discretos estos últimos).
Poco a poco la dama clásica y un poco dadaísta de la música de principios de siglo fue, al menos en Estados Unidos, metiéndose en los garitos llenos de humo en los que nacía el jazz, arte negro, alma negra, etcétera.
He ahí la música que escuchamos. Elvis era muy negro. Hubo un momento en el que los norteamericanos tuvieron que decidir entre Beethoven y el ragtime. Eligieron lo segundo. Quizá por simple nacionalismo. Beethoven era demasiado alemán. Beethoven era sordo. Y Wagner un canijo.
Es también llamativa la facilidad que tenía el público de principios de siglo para escandalizarse. Qué barbarie. Qué poca educación. Qué garrotazos. Cualquier concierto punki hoy en día es más respetuoso y civilizado.
A la mínima que la obra escuchada se metiese en ruidos ya empezaban los caballeros y las damas más respetables a patalear como criaturas, a gritar, a tirarse de los pelos, a hacer pedorretas con la boca, a romper chisteras y cabezas. A pedir la cabellera del compositor.
Cuenta Ross los altercados en los primeros conciertos con obras de Schoenberg. Los periódicos de la época entran en detalles. Pasaría un poco después lo mismo con la Consagración de Stravinski.
Y algunos años antes con Salomé, de Strauss. Cualquier compositor verdadero sabía que su estreno había sido un fracaso rotundo si no se montaba una batalla campal en la sala.
Cuando el libro se convierte en crítica musical pura y dura no me espanta, aunque quizá debería. Siempre me gustaron esas retóricas periodísticas especializadas. Las admiro. Son ejercicios fabulosos, ante los que me siento disminuído, dudando mucho de que uno pudiera escribir alguna vez algo así. Leo esas frases varias veces con la boca abierta, sin acabar de creerme lo que leo. Por ejemplo, hablo de las críticas de coches o de cocina.
También las musicales, aunque casi nunca leo críticas musicales. Las de coches sí. Los coches me dan igual, pero las críticas son estupendas. Supongo que son casi tan derrochadoras de jerga como las de arte contemporáneo, aunque estas me interesan mucho menos. Yo creo que estas cosas hay que leerlas como quien lee un poema. Lo mismo que cierta filosofía.
Supongo que habrá algún ser vivo que sepa de qué habla el autor, pero para el que no tenga la preparación necesaria es evidente que lee un idioma marciano, y lo mejor es disfrutar con los múltiples sentidos que tienen como poema en prosa. Ejemplo; el famoso Tractatus de Wingenstein.
El Tractatus no es para leer borracho, precisamente.
A falta de otras lecturas, quizá más racionales, yo le encuentro gusto como uno de los mejores poemas de la literatura del pasado siglo.
Una maravilla, desde el prólogo (uno de los mejores prólogos leídos en mi vida; "Posiblemente sólo entienda este libro quien haya pensado alguna vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o pensamientos parecidos"), hasta el aserto final; "De lo que no se puede hablar hay que callar".
Eso sí, saltándonos algunos versos de orientación futurista con simpáticas ecuaciones que no traspasan nunca la barrera de nuestra retina. Enlazando con el tema, de lo que no se puede hablar, me pregunto: ¿Se puede hablar de música?
Al menos Ross lo intenta: "En la primera de las piezas orquestales, […], las voces instrumentales se disuelven en gestos, texturas y colores, muchos de ellos derivados de Salome: figuras de tonos enteros girando hipnóticamente, instrumentos de viento-madera aullando en sus registros más agudos, diseños de dos notas chorreando como la sangre sobre el mármol, un quinteto de trombones y tuba tocados con la técnica Flatterzungen o frullato que no cesan de escupir y gruñir. […] acordes monstruosos de ocho, nueve y diez notas, que saturan los sentidos y desconectan el intelecto."
Admirable y un poco absurdo. Es el oficio, es literatura. Puede que el entendido encuentre menos poesía en esos párrafos. El músico traduce esas palabras a sonidos, pero hay algo más que sonidos ahí. Son casi poemas que parten de la obra musical. Que nadie se asuste; el libro no es así todo el tiempo.
***
Una cita de Charles Ives encontrada en la página 172, curiosa: "Puede que la música aún no haya nacido […] Quizá nunca se ha escrito u oído ninguna música. Quizás el nacimiento del arte tendrá lugar en el momento en que el último hombre que desee ganarse la vida con el arte se haya ido, y se haya ido para siempre."
Ives tenía la curiosa costumbre de componer para él. Trabajaba para una agencia de seguros. Sólo a partir de 1920 dejó que se tocaran sus obras.
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