15 mar 2010
EL PRIMER HOMBRE NO COMÍA YOGURES
Que ahora recuerde, es lo único que me quedé de ella. Un libro; El primer hombre de Camus.
Ese libro editado por Tusquets que alguna vez quizá hojeé y que no leí. Ella se quedó, también me acuerdo, Antes del fin, de Sabato. Este en Seix Barral. Era mío. Fue casualidad.
De sus trastos me quedé ese libro, no sé por qué. Y ella se quedó ese otro.
Al final todo se resumió en ese cambio de libros.
Seguramente hubo más cosas que dejé en su casa y que ella dejó en la mía, pero esta simplificación es la única realidad que hay ahora.
A ese libro de Camus le perdí el rumbo. Lo tuve y dejé de tenerlo.
Lo busqué muchas veces. En casa de mis padres, en todas partes. No recuerdo habérselo dejado a nadie.
Desde hace un tiempo me persigue ese libro. No me persigue físicamente; no hay un libro con patas (los libros tendrían piernas) corriendo detrás de mí a todas partes. Ojalá. Sería una forma de encontrarlo. En realidad me rehuye.
Y me rehuye para que no lo olvide nunca.
Tengo la teoría, puede que absurda, de que los libros que más nos influyen son los que no hemos leído. La más poderosa influencia la ejercen esos libros que parecen haber sido escritos para nosotros pero que no hemos leído.
Nosotros sabemos que ese libro nos ha elegido como lector, aunque no lo hayamos leído.
De vez en cuando, un domingo como hoy por ejemplo, dejo el periódico en la mesa y me pongo a buscar ese libro. Lo que me pierdo. Debería comprarlo y acabar de una vez. Después siempre me olvido de comprarlo. Además está descatalogado. Tendría que comprarlo en Iberlibro.
Quizá a ella le pase lo mismo y busque el libro de Sábato alguna vez. Lo dudo. Ni siquiera sabrá que ese libro era mío. Supongo que ni lo tendrá. Los libros sólo eran libros para ella.
El de Sabato era, además, un libro patético. Era un sótano con olor a humedad. En la universidad vi a Ernesto Sabato una vez. Venía a recoger un premio o algo así.
Estaba muy viejo. Parecía hecho de rama seca. Llevaba gafas de sol. Unos vaqueros descoloridos con unos zapatos negros que brillaban mucho. Una americana, un pañuelo en el cuello.
Tengo la impresión de que este texto ya lo escribí una vez. Me repito. Parecía un marqués al que le limpian a conciencia los zapatos.
Se apoyaba a en una señora bastante más joven que él. Creo que era su mujer. Leyó algo. Agradeció a los presentes, etcétera.
Un bigote atormentado. Me pareció que tenía otra nitidez.
Así como Woody Allen aparece desenfocado en una de sus películas Sabato tenía la nitidez del escritor consagrado, una astilla importante de la literatura del siglo pasado. Era una nitidez engañosa.
Siempre pensé que salí ganando con el cambio, aunque nunca hubiese encontrado ese libro que Camus no terminó de escribir porque se murió antes.
***
Al comer un yogur me siento culpable. Lo como con vergüenza. Mi padre nunca comió un yogur en su vida. Es más; ver un yogur le revuelve el estómago. Le provoca náuseas. Se pone malo.
Yo siempre he comido yogures. Mi abuelo nunca comió yogures. Lo más surrealista del mundo sería ver a mi difunto abuelo arañando con una cucharilla el culo de un yogur. Y no por difunto, sino por el yogur.
Verlo de muerto aquí no sería tan raro.
Me zampo un yogur mientras veo la tele.
Cuando entra ella sigo comiendo, pero no me quito de encima la sensación de que estoy mostrando mi flanco más débil. De ahí a la riñonera hay un pequeño paso, y de la riñonera al travestismo una frontera difusa.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario