Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

4 ene 2020

El equipo Pedroche------------------------------------ Boris Izaguirre-

Cada vez que miremos hacia el cielo veremos ese techo de cristal que hay que sobrevolar y sobrevivir.

Cristina Pedroche.
Cristina Pedroche.

Es un buen síntoma que el traje que vista Cristina Pedroche en las campanadas unifique al público.
 Es bueno para el país y para la televisión.
 Lo inquietante es que siga siendo un cuerpo de mujer, más o menos desnudo, lo que provoque esa unificación.
 Aunque el varón pareciera no tener otro rol que el de acompañante en ese balcón gélido sobre la Puerta del Sol, su presencia exalta todos los clichés creados para el sexo femenino.
 En mi opinión, Pedroche, en su armadura erótica, es un nuevo Don Quijote y el cocinero Chicote, un Sancho Panza en esmoquin.
Aunque en otro balcón de esa misma plaza Anne Igartiburu estuviera vestida por Lorenzo Caprile en el rojo exaltado que prefiere, esa sensación de armadura y mujer trofeo flotaba en el aire de fin de década.
 Anne también enseñaba piel, humana y fina, incluso clásica, pero siguiendo ese look doncella, casi como si ella fuera Dulcinea. Roberto Leal era un fiel escudero con un mensaje similar: mujer bella, blanca, anuncia algo trascendente, un cambio, envuelta por aires de princesa, de mujer trofeo.
 Reconozco que por un momento ambicioné que detrás de cámaras, al estar físicamente cerca, Anne y Cristina intentaran darse un abrazo en sus armaduras y seguir adelante con ese guion de que las campanadas mientras más desnudas más divertidas.

Bueno, ya que tanta gente le ha sacado “inspiraciones” no reconocidas al traje de Pedroche, yendo tan lejos como a recordar que Yves Saint Laurent firmó una colección acompañándose de las esculturas metálicas que Claude Lalanne creo usando el cuerpo de la modelo Verushka como molde y que el diseñador colocó sobre dos vestidos de chifón, casi la misma técnica que se empleó en el traje de Pedroche, podrían también desempolvar el esmoquin femenino para fin de año. 

La otra referencia pudo ser la portada de la revista POP donde Kate Moss aparecía envuelta por una escultura del provocador artista Allen Jones. 

Toda esta información arty, que muchos usan para afear la atrevida gestión de Pedroche, es como querer intelectualizar las campanadas.

Tamara Falcó, fotografiada en diciembre en Madrid.
Tamara Falcó, fotografiada en diciembre en Madrid.
Tamara Falcó también protagonizó su spot hecho a la medida de Porcelanosa, una empresa ligada a su familia desde antes que naciera. 
Claramente todo el mundo leyó entre líneas una especie de entrega del relevo a la hija de Isabel Preysler como heredera y encima recuperando esa emisión antes de las campanadas que fue tradición hasta 1998.
 El spot es quien viste a Tamara, mostrándola como ella prefiere, divertida, casi sexi, incapaz de hacer algo inadecuado. 
Y en el fondo, el spot, ideado para vender productos asociados al baño y la cocina, templos siempre asociados a la figura femenina, consigue convencernos que estamos entrando en los nuevos años 20. 
Y que estos vendrán con un charlestón más o menos sostenible, entre armaduras y campanadas.
Puede ser el principio de la Era Tamara.
 Y que esta nueva era sea primordialmente femenina pero aún necesitada de un equipo, la palabra que Pedroche siempre emplea en sus agradecimientos de año nuevo.
“Mi equipo”, que no es otro que el estilista Josie, quien analiza desde cada 2 de enero lo que haga falta para la siguiente campanada.
 ¡Pongamos un Josie en nuestras vidas para ser esa mujer Quijote del 2020! Que los Josies se dupliquen como peluqueros y maquillador.
 Para ampliar ese equipo, viene el marido. 
Pedroche ha tenido mucha suerte con David Muñoz, que además se pone su traje de las campanadas el día antes y muchas veces le queda mejor.
 O al menos más divertido. Para ese miembro del equipo, el marido, es importante tener sentido del humor. 
Después de la pareja, el o la nutricionista/ coach, lo importante es que sepa oír. 
Y finalmente, el mánager que, aunque muchos renieguen de ello, también puede ser una carga que lleve el o la pareja.
Las mujeres han luchado por esta libertad de movimientos y este equipo.
 Pero entristece un poco enterarnos que a Sharon Stone le han cancelado su cuenta en una aplicación de contactos personales al creer que era de una persona asumiendo su personalidad. 
Stone reclamó a la agencia que era ella misma la que había abierto un perfil. 
Y el mundo reaccionó preocupándose de cómo era posible que una sex symbol como ella usara una aplicación de contactos. 
¿Y por qué no? ¿Las sex symbols no pueden tener problemas para encontrar compañía que les guste, que se ajusten a sus expectativas? ¿No pueden tener horas bajas?
 Como si todo siguiera igual: Pedroche tiene que desarrollar ideas para aparecer casi desnuda sin estarlo.
 Anne tiene que enseñar casi la misma cantidad de sí misma en plan elegante, Sharon no debe envejecer sola y cada vez que miremos hacia el cielo veremos ese techo de cristal que hay que sobrevolar y sobrevivir.

 

De todo aquello hace ya 100 años.......................... Manuel Vicent

En enero de 1920 se inició aquella fiesta de París con la muerte de Amedeo Modigliani.

 

 Zelda Sayre y Scott Fitzgerald en Alabama en 1919. rn
Zelda Sayre y Scott Fitzgerald en Alabama en 1919. CORBIS
La supuesta felicidad de aquellos años veinte comenzó después de haber limpiado la sangre de las bayonetas de la Primera Guerra Mundial; después de haber enterrado a más de 50 millones de muertos que produjo la gran pandemia de gripe del dieciocho. 
El sentirse vivos ya era suficiente para crear una euforia colectiva. Sobre los escombros de Europa comenzó a sonar el swing que los jazzistas norteamericanos exportaron a París.
 En una lucha paralela a la de las sufragistas, la costurera Coco Chanel liberó a la mujer de los corsés y dejó el talle por debajo de la cintura para que pudieran bailar el charlestón, pero a Joséphine Baker desnuda le bastaba con una faldilla de plátanos para erigirse en el símbolo de la libertad y el desenfreno de toda una época.
Los pantalones de pliegues color manteca y los jerséis blancos de pico de aquellos locos con sus viejos cacharros, el cine mudo, el teléfono, la radio, el aeroplano y el automóvil descapotable cuya velocidad aun permitía llevar canotier sin que se volara.
 Charles Chaplin fuera de escena devoraba jovencitas en Hollywood.
 Scott Fitzgerald y Zelda Sayre bebían sin parar en los sillones de mimbre de la Riviera y se sentían guapos y malditos al mirarse en el espejo del alcohol.
 El mundo solo era la aceituna que flotaba en el cristal triangular del primer Martini.
 Picasso pasaba por una etapa de burgués con traje cruzado y pajarita.
 Silvia Beach inauguró su librería Shakespeare & Company en la rue de l’Odéon, 12 y hacia esa dirección iba James Joyce esnob y medio cegato con el manuscrito del Ulyses bajo el brazo.
En los años veinte, la escritora judía, millonaria y coleccionista Gertrude Stein dejó de adornarse con pintores para hacerlo ahora con escritores. 
Silvia Beach comenzó a acarrearle a su estudio literatos norteamericanos, Ezra Pound, Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson, pero no al irlandés Joyce, al que la Stein odiaba porque le había arrebatado el cetro de novelista experimental.
 A ella se atribuye el haber definido a aquella banda de escritores borrachos como la Generación Perdida, aunque fue una expresión con que el patrón de un taller reprendió al mecánico, recién llegado de la guerra, que no había sido diligente a la hora de arreglar una avería del Ford T de la escritora.
Antes de la Primera Guerra Mundial los pintores de vanguardia anidaron en el Bateau-Lavoir en Montmartre, donde Picasso hambriento encendía la chimenea con dibujos de la época azul y creaba el cubismo; 
 después de la Segunda Guerra Mundial los escritores se aposentaron en Saint-Germain-des-Prés y allí, entre Sartre y Albert Camus, se sortearon el existencialismo sobre la espalda de Juliette Gréco;
 pero en los años veinte, en el periodo de entreguerras, la cultura más creativa ocupaba apenas tres manzanas de Montparnasse.
 Allí el mundo de los sueños descubierto por Freud comenzó a producir estragos.
 El surrealismo tocó ciertas vísceras secretas del subconsciente que no eran inocentes. 
De ellas emanaron los sueños del comunismo y del fascismo que años después volverían a llenar Europa de escombros.
 El hígado de Freud fue picoteado por Dalí, Buñuel y Aragón, mientras los cocheros en el pescante de los carruajes conducían a los señoritos a los cabarés, cuyos porteros entorchados eran mariscales rusos huidos de la revolución soviética.
En enero de 1920, hace ahora 100 años, se inició aquella fiesta de París con la muerte de Amedeo Modigliani. 
Picasso, que no dejaba de envidiar el atractivo que el bello italiano tenía con las mujeres, decía que Modigliani siempre se las apañaba para coger las cogorzas más clamorosas en el cruce de Montparnasse con el bulevar de Raspail, entre La Coupole, La Rotonde y el Dôme para exhibir su desdicha ante el mundo.ç
 En su estudio de la Rue la Grande-Chaumière, rodeado de botellas de vino vacías y de latas de sardinas, durante la agonía al pie de la cama su amante Jeanne, embarazada de nueve meses, le estaba pintando mientras él le decía: “Sígueme en la muerte y en el cielo seré tu modelo favorito”.
 Lo llevaron al hospital donde murió a las 10.45 de la noche del 24 de enero de 1920.
 Jeanne no besó el cadáver. Le miró largamente y retrocedió sin volverle la espalda. 
El entierro de Modigliani fue un acontecimiento en Montparnasse y mientras el entierro más fascinante de aquel tiempo sucedía, Jeanne se tiró por la ventana de un quinto piso de sus padres a un patio llevando en el vientre un hijo de Modigliani.
En 1920 empezaba esta fiesta en Montparnasse con los artistas de vanguardia que sustituía a la que había descrito Marcel Proust, la de unos seres de la alta sociedad de París, vacíos, mediocres e inconsistentes que rodearon la vida del escritor, muerto en 1922. El mundo evanescente de Proust había acabado. 
Aquellos personajes decadentes de la aristocracia con sus almas cenagosas, los jóvenes petulantes y las niñas doradas de En busca del tiempo perdido se habían esfumado. 
Los pintores, músicos, poetas, actores, antiguas amantes que acompañaron a Modigliani al cementerio Père-Lachaise se apoderaron de la historia y son los que ahora, después de 100 años, recordamos.


Las Brontë no eran tan modosas como se las pinta

La argentina Laura Ramos rebate en su libro 'Infernales' con profusa documentación la imagen de las hermanas como tres escritoras hogareñas y románticas.

 

  • Recreación de Charlotte, Emily y Anne Brontë, en su casa de Haworth.
    Recreación de Charlotte, Emily y Anne Brontë, en su casa de Haworth.
    A veces el tiempo, los historiadores o sus propios coetáneos terminan minimizando, reescribiendo o endulzando la vida y el legado de mujeres —ya sean reinas, científicas o escritoras— que han cambiado la historia. 
     Lo hacen para ajustar la realidad al canon.
     Para ponerlas en el lugar que (consideran que) les corresponde. Pero en el caso de Charlotte, Emily y Anne Brontë, el origen de esta imagen distorsionada está en la propia hermana mayor, Charlotte.
     Es ella la primera en dibujar a Emily y Anne como dos escritoras hogareñas y románticas, un cliché que ha llegado hasta nuestros días y que la autora argentina Laura Ramos se encarga de rebatir con profusa documentación en su libro Infernales (Taurus).
    En su retrato familiar, Ramos confirma que las tres hermanas Brontë están en las antípodas del mal llamado género de tacitas, ese en el que despectivamente se quiere incluir también a Jane Austen.
  •  Lejos del decoro victoriano, los bailes sofisticados y los castos romances, la vida de las escritoras fue brutal, violenta y hasta cierto punto escandalosa.
  •  No faltaron adulterios, amores supuestamente lésbicos y abortos.
  •  Como resume Ramos: “Tuvieron unas vidas que fueron más allá de la genialidad, que compitieron con sus propias obras y que tuvieron el mismo dramatismo, aventura y amor.ç
  •  Aunque Charlotte tratara de ocultarlo”.Lo hace en las biografías de Anne y Emily que escribió, a petición de su editor, en 1950, tras la muerte de ambas por tuberculosis y que se publicarían como prólogos a las obras de sus hermanas.
     “Cuando fallecieron eran las escritoras más famosas del Reino Unido y todo el mundo quería saber quiénes eran los pornógrafos hermanos Bell [el pseudónimo con el que firmaban sus obras], pero Charlotte quiso preservar el honor y el buen nombre de sus hermanas y escribió una obra ligeramente ficcional”.
     Allí las describe como “niñas de campo prácticamente ignorantes” que nunca habían salido de su pueblo, Haworth, en Yorkshire. “Incluso dijo que Emily había escrito Cumbres borrascosas sin saber lo que escribía”. 
    Nada más lejos de la realidad.
     La segunda Brontë no solo vivió en Bruselas, sino que allí recibió una exquisita educación en un internado, donde “existen indicios de que pudo enamorarse de una alumna: Luisa de Busentier”.
     Como recoge Ramos en sus investigaciones, ya en el siglo XX se descubrieron traducciones suyas de Virgilio y Homero, y parte de la correspondencia que mantuvo con George Henry Lewes, el crítico más importante de la época.
     “No era ni de lejos la muchachita campesina que había dibujado Charlotte”. 

    Las Brontë no eran tan modosas como se las pinta
    Ninguna de las tres. 
    “Su historia es una historia feminista”, sentencia Ramos. Empezando porque nunca contemplaron el matrimonio “como la salida laboral que era en aquella época”.
     Decidieron convertirse en institutrices —la única opción para una mujer pobre y culta— aunque, como queda reflejado en los diarios de Charlotte, odiaban enseñar y a la mayoría de sus alumnos, a los que definían con términos tan pedagógicos como “burros, zopencos e idiotas”.
    Al recibir la pequeña herencia de su tía, en vez de “comprarse una capa de terciopelo como un personaje de Jane Austen”, cometen la osadía de invertir el dinero en la publicación de sus propios poemas.
     Venden dos ejemplares.
     Pero esto les permite declararse escritoras profesionales, aunque sea solo ante sí mismas. Casi tan reveladora como esta determinación es la decisión de no invitar a su hermano Branwell, también poeta, a participar en el libro. 
    Él no es beneficiario de la herencia y tampoco del reconocimiento de sus hermanas.
    Ramos ahonda en la figura de Branwell, relegado a un papel secundario por la propia Charlotte y por la mayor parte de los biógrafos pero imprescindible para comprender el fenómeno Brontë, en opinión de la argentina.
     “Como unas brujas, le excluyen a él, que siempre había sido el elegido por el padre”. 
    Mientras las mujeres son enviadas a un internado de la caridad, donde las dos mayores —María y Elizabeth— enferman gravemente para terminar muriendo en su casa, Branwell es preservado y educado en su hogar para evitarle las posibles fatalidades del colegio.
     “Sus hermanas trabajan como institutrices para costear su formación.
     Pero ese niño sobreprotegido en el que toda la familia se ha volcado termina cayendo en el alcohol y el consumo de opio. 
    Y Charlotte termina expulsándolo de su biografía, aunque es una figura que marca definitivamente la vida y obras de las hermanas: en todas las novelas hay un personaje alcohólico y violento que es la representación de Branwell”. 
    Excepto Heathcliff (el protagonista de Cumbres borrascosas), que es un trasunto de la propia Emiliy, una mujer “colérica, que decía odiar el género humano y que, desde una perspectiva actual, algunos podrían considerar como asperger”, según argumenta Ramos.

    En su forma de entender y experimentar las pasiones, las Brontë también estuvieron muy lejos de la imagen meliflua y romántica y de los cánones de la época.
     Charlotte rechazó cuatro proposiciones de matrimonio y se enamoró de su profesor de literatura en Bruselas, un hombre casado. 
    “Fue un amor violento y bestial que le llevó casi a la locura” y que quedó documentado en unas cartas obviadas por sus primeros biógrafos y que finalmente fueron publicadas en 1912, para conmoción del público británico.
     “¿Es de verdad esta nuestra santa?”, se preguntaron.


    Anne, la más “tímida y sumisa”, según Ramos, es una de las primeras en dar un final feliz a una ‘mujer caída’ en su segunda novela, La inquilina de Wildfell Hall
    Su protagonista es una mujer que abandona a su marido violento —algo inédito en la época— y no solo consigue sacar adelante a su hijo gracias a su propio trabajo, sino que vuelve a encontrar el amor.
    La obra de Ramos permite entender el origen de esta mentalidad tan avanzada y, por lo tanto, responde a otro de los grandes misterios de las Brontë:
     ¿cómo tres niñas de un pequeño pueblo del páramo inglés consiguieron ser las autoras más famosas de su época?
     La escritora señala directamente a su padre, un hombre culto, becado en Oxford, que tenía una pequeña biblioteca pero llena de clásicos. 
    “Además en una casa cercana había una gran biblioteca y un vecino les prestaba el Blackwood’s Magazine, la revista más sofisticada de la época que publicaba a Byron y a Quincy”.
    Eran grandes lectores pero también tenían un material dramático propio muy importante. 
    “La muerte de la madre y de sus dos hermanas definió su concepto trágico.
     Su casa estaba junto a un cementerio y Charlotte juraba haber visto un ángel flotar sobre la cuna de su hermana. 
    Además, no hay que olvidar que vivieron en un período de guerra.
     Leían el periódico y lo que encontraban en él eran las hazañas de Bonaparte”, concluye Ramos.

    En su opinión, también fue determinante el hecho de criarse sin madre.
  •  “Su padre era un gran defensor de los movimientos románticos que ensalzaban la vida campestre y la naturaleza, y les permitía correr y jugar solas por el páramo, algo casi indecoroso en aquel momento”
  • Así, libres, cultas y pobres, vivieron unas vidas tan apasionantes y únicas como las que plasmaron en sus obras, sin encajar en los convencionalismos ni en los estereotipos de los que casi dos siglos después empiezan a escapar por fin.

3 ene 2020

Las letras no son poesía

Jarvis Cocker, el Charles Dickens del 'britpop', edita en España el libro 'Madre, hermano, amante', en el que comenta sus mejores temas.

El músico Jarvis Cocker. / Dave M. Benett (GETT
 
Hay tantas letras de canciones legendarias escritas minutos antes de grabarlas como rimas antológicas fruto de decisiones más estéticas que literarias.
En la obra de Jarvis Cocker, cantante y letrista de Pulp, los términos más recurrentes son mother, brother, lover.
 Una rima-comodín con la que este carismático dandi de clase obrera ha explorado el donjuanismo de extrarradio -
"Oh, dama sofisticada, quiero ser tu amante, no tu hermano ni tu madre" (Sheffield: sex city)- y el morbo sexual -
"El problema de tu madre es que se acuesta con tu hermano" (Razzmatazz)- que tanto han ayudado a definir la idiosincrasia de la banda y de su propia figura, y que hoy un libro revela que quizá se debieran a la casualidad, a la mera necesidad o incluso a las prisas.
La prestigiosa editorial de T. S. Eliot o Harold Pinter, Faber and Faber, además de ficharle como editor, publicó el año pasado un libro con sus mejores letras comentadas por el propio autor, Madre, hermano, amante, que Mondadori presenta este jueves en España en versión bilingüe.
 No está mal para alguien que considera que ponerle palabras a la música es algo tedioso, "una obligación contractual, un mal necesario".
 Para Cocker, la elección del título de su antología responde a uno de sus máximas: convierte tus defectos en un gancho comercial.
 No los ocultes, magnifícalos hasta el punto de que pasen inadvertidos.
Nadie en el pop comercial ha explicado la esencia británica de finales del siglo XX mejor que Cocker.

 Desde las afrentas del thatcherismo (The last days of the miners' strike) a los desmanes de la izquierda caviar de Blair (Cocaine socialism, "el paso lógico después de socialismo de champán", aclara ahora el autor). 

Aunque pocas bandas lo admitirían nunca, fue durante el regreso a la Cool Britannia que preconizó en los noventa el nuevo laborismo cuando lo más granado de la escena independiente de Reino Unido, el llamado britpop, abrazó con fervor patriótico la excepción británica.
 A veces, disfrazada de parodia (Blur); otras, en clave romántica y psicoactiva (Suede), y otras, desde la más indisimulada memez (Oasis). En medio de todos brilló Pulp, el grupo que generó mayor consenso, cómplice de los incomprendidos, rastreador del glamour de polígono industrial y demás bellezas ocultas en la clase de miserias que hasta una superpotencia es incapaz de maquillar
. Una amalgama de las más distintas sensibilidades progresistas, desde la obrera a la de los burgueses bohemios que van a votar en bicicleta después del brunch.
Quizá el mejor servicio que el libro pueda hacerle a un fan sea el de comprobar cómo se redimensionan los textos de Cocker liberados de deliciosos y pegadizos fraseos de teclado, violín y guitarra.
Constatar cómo la divertida chulería gangsteril de Joyriders es en realidad tan cruda como Funny games, la película de Michael Haneke:
"¿No le gustaría ver cómo unos vándalos destrozan la casa de alguien? Oiga, señor, solo queremos su coche porque vamos a llevar a una chica al embalse". 

Cómo una bonita balada como Little girl with blue eyes se construye sobre un estribillo demoledor: "Pequeña de ojos azules, tienes un agujero en el corazón y otro entre las piernas. Nunca has tenido que preguntarte cuál de los dos va a llenar él".
 O cómo la purgante parodia de los pijos fascinados con la pobreza que es su mayor himno, Common people, está en el fondo desprovista de toda ironía:
"Ríete con la gente corriente, ríete aunque se estén riendo de ti y de las estupideces que haces porque crees que lo pobre mola (...)
Pero aun así no te saldría bien porque cuando estuvieras tumbada en la cama contemplando cómo las cucarachas trepan por las paredes, si llamaras a tu padre, él pondría fin a todo esto".