28 jul 2019
Todo en ti fue naufragio..................Juan Jose Millas
Todo en ti fue naufragio.
Consuelo y milagro.................Rosa Montero......
¿Qué habría sido de la humanidad sin el alfabeto y la capacidad que nos
confiere para comunicarnos a distancia y registrar y reinventar la
realidad?.
El primer alfabeto lo crearon los trabajadores semitas en Egipto hace 4.000 años.
Ese protoalfabeto fue desarrollado después por los fenicios y refinado por los romanos: las manchitas de tinta que hoy depositamos alegremente sobre el papel tienen detrás una larga historia.
Aprender a escribir es algo formidable.
Es una de esas cosas dificilísimas que hacemos sin darnos cuenta de su complejidad (otra es andar).
Y la escritura está tan íntimamente relacionada con lo que somos, es algo tan personal y tan ligado a todos los rasgos y accidentes de nuestra vida, que no hay dos letras iguales.
El prestigioso Laboratorio del Servicio Postal de Estados Unidos realizó un estudio durante varios años sobre 500 parejas de gemelos y mellizos, y descubrió que, pese a compartir genes y biografías, la letra de los hermanos no se parecía más entre sí que la de cualquier pareja de individuos.
La escritura es tan única como una huella digital, pero, a diferencia de ésta, se ve alterada por las circunstancias (como, por ejemplo, una noche sin dormir) y puede cambiar mucho a lo largo de los años.
Nuestra letra es un espejo de nuestra existencia.
Pensaba en todo esto en París, hace unas semanas, mientras visitaba una preciosa exposición de la Biblioteca Nacional de Francia: Manuscrits de l’extrême, Manuscritos de lo extremo, una colección de textos redactados en circunstancias críticas.
Divididos en cuatro apartados (Prisión, Pasión, Posesión y Peligro), la muestra exponía diarios de duelo, verdaderos sollozos atrapados por la punta de la pluma; billetes amorosos con dibujos obscenos que parecían temblar de deseo; textos agónicos y apresurados escritos en la tenebrosa antesala de la ejecución; diminutas tiras de papel cubiertas con una letra microscópica, sólo visible con lupa, anotadas clandestina y heroicamente desde la indefensión del prisionero.
Había autores famosos y otros anónimos, pero todos los mensajes nacían de la urgencia más absoluta, casi diría de la necesidad de expresarse o morir.
La escritura como salvación hasta de lo insalvable.
Algunos de los textos redactados en la cárcel estaban hechos con la propia sangre y sobre pedazos de camisas, porque no disponían de otra cosa:
si se exponían a tanto para garrapatear esas palabras ansiosas, ¡qué importante tenía que ser para ellos!
Me impresionó un pequeño libro de horas de María Antonieta; en una hoja en blanco había una nota fechada a las 4.30 del 16 de octubre de 1793, es decir, del día en que iba a ser guillotinada a los 37 años de edad:
“Dios mío, tened piedad de mí, mis ojos no tienen más lágrimas para llorar por vosotros, mis pobres niños. Adiós, adiós”, escribió en francés.
Y después, la firma, grande, entintada, temblorosa.
Un último mensaje para sus hijos que escondió entre las páginas de su librito de rezos.
Me estremecieron especialmente los textos de enfermos mentales, abigarrados, alienígenas, heridos por el negro terror del dolor psíquico.
Y también una impactante frase escrita a toda prisa bajo el asiento de una silla de madera utilizada en los interrogatorios de la Gestapo: “Con todo el afecto a mis camaradas femeninas y masculinos que me han precedido y que me seguirán en esta célula. Que conserven su fe. Que Dios evite este calvario a mi amada novia”.
Imagino al miembro de la Resistencia anónimo o anónima que garabateó estas palabras entre torturas y se me encoge el ánimo.
Y al mismo tiempo, ¡qué hermosa, qué conmovedora esa esperanza en la escritura como instrumento de supervivencia! Más allá de la muerte y del infierno en vida están el consuelo y el milagro de la palabra.
En el tranquilo placer de las lecturas de este agosto, pensaré en el poder que nos otorga la escritura.
Feliz verano y hasta septiembre.
El primer alfabeto lo crearon los trabajadores semitas en Egipto hace 4.000 años.
Ese protoalfabeto fue desarrollado después por los fenicios y refinado por los romanos: las manchitas de tinta que hoy depositamos alegremente sobre el papel tienen detrás una larga historia.
Aprender a escribir es algo formidable.
Es una de esas cosas dificilísimas que hacemos sin darnos cuenta de su complejidad (otra es andar).
Y la escritura está tan íntimamente relacionada con lo que somos, es algo tan personal y tan ligado a todos los rasgos y accidentes de nuestra vida, que no hay dos letras iguales.
El prestigioso Laboratorio del Servicio Postal de Estados Unidos realizó un estudio durante varios años sobre 500 parejas de gemelos y mellizos, y descubrió que, pese a compartir genes y biografías, la letra de los hermanos no se parecía más entre sí que la de cualquier pareja de individuos.
La escritura es tan única como una huella digital, pero, a diferencia de ésta, se ve alterada por las circunstancias (como, por ejemplo, una noche sin dormir) y puede cambiar mucho a lo largo de los años.
Nuestra letra es un espejo de nuestra existencia.
Pensaba en todo esto en París, hace unas semanas, mientras visitaba una preciosa exposición de la Biblioteca Nacional de Francia: Manuscrits de l’extrême, Manuscritos de lo extremo, una colección de textos redactados en circunstancias críticas.
Divididos en cuatro apartados (Prisión, Pasión, Posesión y Peligro), la muestra exponía diarios de duelo, verdaderos sollozos atrapados por la punta de la pluma; billetes amorosos con dibujos obscenos que parecían temblar de deseo; textos agónicos y apresurados escritos en la tenebrosa antesala de la ejecución; diminutas tiras de papel cubiertas con una letra microscópica, sólo visible con lupa, anotadas clandestina y heroicamente desde la indefensión del prisionero.
Había autores famosos y otros anónimos, pero todos los mensajes nacían de la urgencia más absoluta, casi diría de la necesidad de expresarse o morir.
La escritura como salvación hasta de lo insalvable.
Algunos de los textos redactados en la cárcel estaban hechos con la propia sangre y sobre pedazos de camisas, porque no disponían de otra cosa:
si se exponían a tanto para garrapatear esas palabras ansiosas, ¡qué importante tenía que ser para ellos!
Me impresionó un pequeño libro de horas de María Antonieta; en una hoja en blanco había una nota fechada a las 4.30 del 16 de octubre de 1793, es decir, del día en que iba a ser guillotinada a los 37 años de edad:
“Dios mío, tened piedad de mí, mis ojos no tienen más lágrimas para llorar por vosotros, mis pobres niños. Adiós, adiós”, escribió en francés.
Y después, la firma, grande, entintada, temblorosa.
Un último mensaje para sus hijos que escondió entre las páginas de su librito de rezos.
Me estremecieron especialmente los textos de enfermos mentales, abigarrados, alienígenas, heridos por el negro terror del dolor psíquico.
Y también una impactante frase escrita a toda prisa bajo el asiento de una silla de madera utilizada en los interrogatorios de la Gestapo: “Con todo el afecto a mis camaradas femeninas y masculinos que me han precedido y que me seguirán en esta célula. Que conserven su fe. Que Dios evite este calvario a mi amada novia”.
Imagino al miembro de la Resistencia anónimo o anónima que garabateó estas palabras entre torturas y se me encoge el ánimo.
Y al mismo tiempo, ¡qué hermosa, qué conmovedora esa esperanza en la escritura como instrumento de supervivencia! Más allá de la muerte y del infierno en vida están el consuelo y el milagro de la palabra.
En el tranquilo placer de las lecturas de este agosto, pensaré en el poder que nos otorga la escritura.
Feliz verano y hasta septiembre.
A punto de clavarme una bayoneta
Javier Marías
Uno procura esclarecer lo que se somete a su juicio, emite una opinión sólo si se le pregunta. Pero nada de esto acostumbra a darse en la verborrea actual.
Uno procura esclarecer lo que se somete a su juicio, emite una opinión sólo si se le pregunta. Pero nada de esto acostumbra a darse en la verborrea actual.
UNA VEZ MÁS me disculpo por haber hablado de esto con anterioridad,
no sé si aquí o en un sitio lejano.
Vaya en mi descargo que esta es la última columna de la temporada, que todos llegamos sin gasolina a estas fechas y que los dejaré en paz todo el agosto y quién sabe si más.
Lo cierto es que durante el periodo “límbico” del que hablé hace dos domingos (no han sido diez días, sino bastantes más), aún más mermado de facultades y defensas mentales de lo que suelo estarlo, me he visto expuesto a un fenómeno viejo como el mundo pero que cada año adquiere dimensiones mayores: la gente habla.
Habla de manera incontenible y sin cesar.
No toda la gente, claro, pero un elevado número de personas están poseídas por una verborrea irrefrenable y superior a su voluntad, con frecuencia sin propósito ni dirección.
Si uno tiene un problema (y mi demorada estancia en un limbo indica que lo he tenido o lo tengo), sea la pérdida de alguien querido, el disgusto consiguiente a una decepción o traición, una cuestión de salud o una crisis laboral, tanto da…; tras la primera pregunta de rigor (“¿Qué te pasa?”), apenas empieza uno a responder tres palabras cuando toda esa gente bienintencionada decide no enterarse ni escuchar más y pasa, de inmediato, a contarle a uno lo que le sucedió años atrás (puede guardar cierta semejanza con lo que uno padece o en absoluto), o bien a una prima, o a una tía, o a un vecino.
En modo alguno hay interés por conocer lo que a uno lo aqueja, en saber la índole de su desengaño o tristeza.
Tras las tres palabras —en realidad preliminares—, esa gente “caza” la oportunidad al vuelo y se lanza a relatar vicisitudes remotas, es decir, su experiencia o la de algún conocido, y por supuesto a hacer recomendaciones de todo tipo:
“Pues a mí lo que me funcionó fenomenal fue…”, o “A mi hermana la sacó del pozo pescar, o pintar…”, o “¿Y un psicólogo? ¿Y un nigromante muy bueno que conozco yo?
¿Y un gurú que te hace abstraerte de todo, de ti mismo y del mundo y del tiempo, qué tal eso?
Te deja en un estado semivegetativo muy dulce, te vacía la mente, te hace sobrevolar la situación hasta que se pierde de vista y ya está”.
De nada sirve que uno, con su escasa voluntad, balbucee que no soporta a los psicólogos (en principio, y salvo a mi cuñada Marga),que no se fía un pelo de los nigromantes y detesta a los gurúes (a los que daría de tortas, siempre en principio y metafóricamente).
Que ya tiene la mente medio vaciada por su actual malestar y no desea vaciarla más; ni abstraerse del mundo, ni quedar en estado semivegetativo ni semicanino siquiera; que odia volar y todavía más sobrevolar.
Las personas insisten, y “No, gracias” es como si no se oyera.
A uno lo van a convencer cueste lo que cueste.
Me desconciertan los que sueltan: “No quiero ser pesado ni insistente, pero…”
Pero “lo soy, porque sé lo mejor para ti”. Esto es sólo la primera parte.
Una vez librada la agotadora escaramuza (lo que uno menos necesita), una vez derrotado en realidad, me encuentro a menudo con retahílas de historias, episodios, anécdotas, pormenores, a veces la vida completa, y mientras intercalo breves comentarios de cortesía (“Ya… Ya… Pues vaya… Qué raro… Pues no sé… Ya veo… Hay que ver… Qué cosa…”), me descubro pensando:
“Pero ¿qué me están contando?” Y sobre todo: “¿Y por qué motivo?”
Suelen ser historietas —ni siquiera desahogos de problemas— que ni me van ni me vienen, que no me atañen y sobre las que tampoco se me pide opinión ni consejo ni guía ni ayuda ni orientación.
Uno procura esclarecer lo que se somete a su juicio, Pero nada de esto acostumbra a darse en la verborrea actual.
Son discursos divagatorios o plagados de detalles irrelevantes y superfluos, o ametralladoras modelo Colau-Iglesias-Montero. Pocos van al grano.
Muchos olvidan lo que empezaron a contar y se extravían por las bocacalles en las que se adentran, que a su vez los conducen a otras menores y menores hasta el infinito.
En esas ocasiones hago educadas tentativas de “reconducir” el relato:
“Ya, pero me estabas contando lo de tu mujer, no lo de la cuñada de ese vecino tan desagradable que sólo saluda a su caniche y que no sé por qué se ha colado en el cuento hace diez minutos…” Raramente tengo éxito, o es efímero.
He estado a punto de clavarme en un brazo alguno de los puñales o bayonetas que puntualmente me regala Pérez-Reverte en Reyes o Navidad.
Menos mal que sus armas de fuego son réplicas inofensivas, porque siempre es más fácil un tiro rápido que una hoja de acero, así que me he librado de la tentación.
Ignoro a qué se debe el incremento de soliloquios y monólogos. Quizá mucha gente esté muy sola pese a sus pléyades de primos, cuñados, vecinos y colegas.
Quizá sea una prueba más del narcisismo desatado por las redes sociales en nuestra época,del egocentrismo exacerbado que nos afecta a todos en mayor o menor grado, y a nuestros políticos memos en el máximo.
Cuidado, porque en verano vemos a más personas y disponemos de más tiempo “libre”, que en seguida nos ocupan los incontinentes sin compasión.
Inerme ahora, sólo sé que no veo el momento de recuperar mis paupérrimas facultades y defensas mentales, a ver si así logro que mis oídos y mi cabeza descansen.
Vaya en mi descargo que esta es la última columna de la temporada, que todos llegamos sin gasolina a estas fechas y que los dejaré en paz todo el agosto y quién sabe si más.
Lo cierto es que durante el periodo “límbico” del que hablé hace dos domingos (no han sido diez días, sino bastantes más), aún más mermado de facultades y defensas mentales de lo que suelo estarlo, me he visto expuesto a un fenómeno viejo como el mundo pero que cada año adquiere dimensiones mayores: la gente habla.
Habla de manera incontenible y sin cesar.
No toda la gente, claro, pero un elevado número de personas están poseídas por una verborrea irrefrenable y superior a su voluntad, con frecuencia sin propósito ni dirección.
Si uno tiene un problema (y mi demorada estancia en un limbo indica que lo he tenido o lo tengo), sea la pérdida de alguien querido, el disgusto consiguiente a una decepción o traición, una cuestión de salud o una crisis laboral, tanto da…; tras la primera pregunta de rigor (“¿Qué te pasa?”), apenas empieza uno a responder tres palabras cuando toda esa gente bienintencionada decide no enterarse ni escuchar más y pasa, de inmediato, a contarle a uno lo que le sucedió años atrás (puede guardar cierta semejanza con lo que uno padece o en absoluto), o bien a una prima, o a una tía, o a un vecino.
En modo alguno hay interés por conocer lo que a uno lo aqueja, en saber la índole de su desengaño o tristeza.
Tras las tres palabras —en realidad preliminares—, esa gente “caza” la oportunidad al vuelo y se lanza a relatar vicisitudes remotas, es decir, su experiencia o la de algún conocido, y por supuesto a hacer recomendaciones de todo tipo:
“Pues a mí lo que me funcionó fenomenal fue…”, o “A mi hermana la sacó del pozo pescar, o pintar…”, o “¿Y un psicólogo? ¿Y un nigromante muy bueno que conozco yo?
¿Y un gurú que te hace abstraerte de todo, de ti mismo y del mundo y del tiempo, qué tal eso?
Te deja en un estado semivegetativo muy dulce, te vacía la mente, te hace sobrevolar la situación hasta que se pierde de vista y ya está”.
De nada sirve que uno, con su escasa voluntad, balbucee que no soporta a los psicólogos (en principio, y salvo a mi cuñada Marga),que no se fía un pelo de los nigromantes y detesta a los gurúes (a los que daría de tortas, siempre en principio y metafóricamente).
Que ya tiene la mente medio vaciada por su actual malestar y no desea vaciarla más; ni abstraerse del mundo, ni quedar en estado semivegetativo ni semicanino siquiera; que odia volar y todavía más sobrevolar.
Las personas insisten, y “No, gracias” es como si no se oyera.
A uno lo van a convencer cueste lo que cueste.
Me desconciertan los que sueltan: “No quiero ser pesado ni insistente, pero…”
Pero “lo soy, porque sé lo mejor para ti”. Esto es sólo la primera parte.
Una vez librada la agotadora escaramuza (lo que uno menos necesita), una vez derrotado en realidad, me encuentro a menudo con retahílas de historias, episodios, anécdotas, pormenores, a veces la vida completa, y mientras intercalo breves comentarios de cortesía (“Ya… Ya… Pues vaya… Qué raro… Pues no sé… Ya veo… Hay que ver… Qué cosa…”), me descubro pensando:
“Pero ¿qué me están contando?” Y sobre todo: “¿Y por qué motivo?”
Suelen ser historietas —ni siquiera desahogos de problemas— que ni me van ni me vienen, que no me atañen y sobre las que tampoco se me pide opinión ni consejo ni guía ni ayuda ni orientación.
Uno procura esclarecer lo que se somete a su juicio, Pero nada de esto acostumbra a darse en la verborrea actual.
Son discursos divagatorios o plagados de detalles irrelevantes y superfluos, o ametralladoras modelo Colau-Iglesias-Montero. Pocos van al grano.
Muchos olvidan lo que empezaron a contar y se extravían por las bocacalles en las que se adentran, que a su vez los conducen a otras menores y menores hasta el infinito.
En esas ocasiones hago educadas tentativas de “reconducir” el relato:
“Ya, pero me estabas contando lo de tu mujer, no lo de la cuñada de ese vecino tan desagradable que sólo saluda a su caniche y que no sé por qué se ha colado en el cuento hace diez minutos…” Raramente tengo éxito, o es efímero.
He estado a punto de clavarme en un brazo alguno de los puñales o bayonetas que puntualmente me regala Pérez-Reverte en Reyes o Navidad.
Menos mal que sus armas de fuego son réplicas inofensivas, porque siempre es más fácil un tiro rápido que una hoja de acero, así que me he librado de la tentación.
Ignoro a qué se debe el incremento de soliloquios y monólogos. Quizá mucha gente esté muy sola pese a sus pléyades de primos, cuñados, vecinos y colegas.
Quizá sea una prueba más del narcisismo desatado por las redes sociales en nuestra época,del egocentrismo exacerbado que nos afecta a todos en mayor o menor grado, y a nuestros políticos memos en el máximo.
Cuidado, porque en verano vemos a más personas y disponemos de más tiempo “libre”, que en seguida nos ocupan los incontinentes sin compasión.
Inerme ahora, sólo sé que no veo el momento de recuperar mis paupérrimas facultades y defensas mentales, a ver si así logro que mis oídos y mi cabeza descansen.
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