Uno procura esclarecer lo que se somete a su juicio, emite una opinión sólo si se le pregunta. Pero nada de esto acostumbra a darse en la verborrea actual.
UNA VEZ MÁS me disculpo por haber hablado de esto con anterioridad,
no sé si aquí o en un sitio lejano.
Vaya en mi descargo que esta es la última columna de la temporada, que todos llegamos sin gasolina a estas fechas y que los dejaré en paz todo el agosto y quién sabe si más.
Lo cierto es que durante el periodo “límbico” del que hablé hace dos domingos (no han sido diez días, sino bastantes más), aún más mermado de facultades y defensas mentales de lo que suelo estarlo, me he visto expuesto a un fenómeno viejo como el mundo pero que cada año adquiere dimensiones mayores: la gente habla.
Habla de manera incontenible y sin cesar.
No toda la gente, claro, pero un elevado número de personas están poseídas por una verborrea irrefrenable y superior a su voluntad, con frecuencia sin propósito ni dirección.
Si uno tiene un problema (y mi demorada estancia en un limbo indica que lo he tenido o lo tengo), sea la pérdida de alguien querido, el disgusto consiguiente a una decepción o traición, una cuestión de salud o una crisis laboral, tanto da…; tras la primera pregunta de rigor (“¿Qué te pasa?”), apenas empieza uno a responder tres palabras cuando toda esa gente bienintencionada decide no enterarse ni escuchar más y pasa, de inmediato, a contarle a uno lo que le sucedió años atrás (puede guardar cierta semejanza con lo que uno padece o en absoluto), o bien a una prima, o a una tía, o a un vecino.
En modo alguno hay interés por conocer lo que a uno lo aqueja, en saber la índole de su desengaño o tristeza.
Tras las tres palabras —en realidad preliminares—, esa gente “caza” la oportunidad al vuelo y se lanza a relatar vicisitudes remotas, es decir, su experiencia o la de algún conocido, y por supuesto a hacer recomendaciones de todo tipo:
“Pues a mí lo que me funcionó fenomenal fue…”, o “A mi hermana la sacó del pozo pescar, o pintar…”, o “¿Y un psicólogo? ¿Y un nigromante muy bueno que conozco yo?
¿Y un gurú que te hace abstraerte de todo, de ti mismo y del mundo y del tiempo, qué tal eso?
Te deja en un estado semivegetativo muy dulce, te vacía la mente, te hace sobrevolar la situación hasta que se pierde de vista y ya está”.
De nada sirve que uno, con su escasa voluntad, balbucee que no soporta a los psicólogos (en principio, y salvo a mi cuñada Marga),que no se fía un pelo de los nigromantes y detesta a los gurúes (a los que daría de tortas, siempre en principio y metafóricamente).
Que ya tiene la mente medio vaciada por su actual malestar y no desea vaciarla más; ni abstraerse del mundo, ni quedar en estado semivegetativo ni semicanino siquiera; que odia volar y todavía más sobrevolar.
Las personas insisten, y “No, gracias” es como si no se oyera.
A uno lo van a convencer cueste lo que cueste.
Me desconciertan los que sueltan: “No quiero ser pesado ni insistente, pero…”
Pero “lo soy, porque sé lo mejor para ti”. Esto es sólo la primera parte.
Una vez librada la agotadora escaramuza (lo que uno menos necesita), una vez derrotado en realidad, me encuentro a menudo con retahílas de historias, episodios, anécdotas, pormenores, a veces la vida completa, y mientras intercalo breves comentarios de cortesía (“Ya… Ya… Pues vaya… Qué raro… Pues no sé… Ya veo… Hay que ver… Qué cosa…”), me descubro pensando:
“Pero ¿qué me están contando?” Y sobre todo: “¿Y por qué motivo?”
Suelen ser historietas —ni siquiera desahogos de problemas— que ni me van ni me vienen, que no me atañen y sobre las que tampoco se me pide opinión ni consejo ni guía ni ayuda ni orientación.
Uno procura esclarecer lo que se somete a su juicio, Pero nada de esto acostumbra a darse en la verborrea actual.
Son discursos divagatorios o plagados de detalles irrelevantes y superfluos, o ametralladoras modelo Colau-Iglesias-Montero. Pocos van al grano.
Muchos olvidan lo que empezaron a contar y se extravían por las bocacalles en las que se adentran, que a su vez los conducen a otras menores y menores hasta el infinito.
En esas ocasiones hago educadas tentativas de “reconducir” el relato:
“Ya, pero me estabas contando lo de tu mujer, no lo de la cuñada de ese vecino tan desagradable que sólo saluda a su caniche y que no sé por qué se ha colado en el cuento hace diez minutos…” Raramente tengo éxito, o es efímero.
He estado a punto de clavarme en un brazo alguno de los puñales o bayonetas que puntualmente me regala Pérez-Reverte en Reyes o Navidad.
Menos mal que sus armas de fuego son réplicas inofensivas, porque siempre es más fácil un tiro rápido que una hoja de acero, así que me he librado de la tentación.
Ignoro a qué se debe el incremento de soliloquios y monólogos. Quizá mucha gente esté muy sola pese a sus pléyades de primos, cuñados, vecinos y colegas.
Quizá sea una prueba más del narcisismo desatado por las redes sociales en nuestra época,del egocentrismo exacerbado que nos afecta a todos en mayor o menor grado, y a nuestros políticos memos en el máximo.
Cuidado, porque en verano vemos a más personas y disponemos de más tiempo “libre”, que en seguida nos ocupan los incontinentes sin compasión.
Inerme ahora, sólo sé que no veo el momento de recuperar mis paupérrimas facultades y defensas mentales, a ver si así logro que mis oídos y mi cabeza descansen.
Vaya en mi descargo que esta es la última columna de la temporada, que todos llegamos sin gasolina a estas fechas y que los dejaré en paz todo el agosto y quién sabe si más.
Lo cierto es que durante el periodo “límbico” del que hablé hace dos domingos (no han sido diez días, sino bastantes más), aún más mermado de facultades y defensas mentales de lo que suelo estarlo, me he visto expuesto a un fenómeno viejo como el mundo pero que cada año adquiere dimensiones mayores: la gente habla.
Habla de manera incontenible y sin cesar.
No toda la gente, claro, pero un elevado número de personas están poseídas por una verborrea irrefrenable y superior a su voluntad, con frecuencia sin propósito ni dirección.
Si uno tiene un problema (y mi demorada estancia en un limbo indica que lo he tenido o lo tengo), sea la pérdida de alguien querido, el disgusto consiguiente a una decepción o traición, una cuestión de salud o una crisis laboral, tanto da…; tras la primera pregunta de rigor (“¿Qué te pasa?”), apenas empieza uno a responder tres palabras cuando toda esa gente bienintencionada decide no enterarse ni escuchar más y pasa, de inmediato, a contarle a uno lo que le sucedió años atrás (puede guardar cierta semejanza con lo que uno padece o en absoluto), o bien a una prima, o a una tía, o a un vecino.
En modo alguno hay interés por conocer lo que a uno lo aqueja, en saber la índole de su desengaño o tristeza.
Tras las tres palabras —en realidad preliminares—, esa gente “caza” la oportunidad al vuelo y se lanza a relatar vicisitudes remotas, es decir, su experiencia o la de algún conocido, y por supuesto a hacer recomendaciones de todo tipo:
“Pues a mí lo que me funcionó fenomenal fue…”, o “A mi hermana la sacó del pozo pescar, o pintar…”, o “¿Y un psicólogo? ¿Y un nigromante muy bueno que conozco yo?
¿Y un gurú que te hace abstraerte de todo, de ti mismo y del mundo y del tiempo, qué tal eso?
Te deja en un estado semivegetativo muy dulce, te vacía la mente, te hace sobrevolar la situación hasta que se pierde de vista y ya está”.
De nada sirve que uno, con su escasa voluntad, balbucee que no soporta a los psicólogos (en principio, y salvo a mi cuñada Marga),que no se fía un pelo de los nigromantes y detesta a los gurúes (a los que daría de tortas, siempre en principio y metafóricamente).
Que ya tiene la mente medio vaciada por su actual malestar y no desea vaciarla más; ni abstraerse del mundo, ni quedar en estado semivegetativo ni semicanino siquiera; que odia volar y todavía más sobrevolar.
Las personas insisten, y “No, gracias” es como si no se oyera.
A uno lo van a convencer cueste lo que cueste.
Me desconciertan los que sueltan: “No quiero ser pesado ni insistente, pero…”
Pero “lo soy, porque sé lo mejor para ti”. Esto es sólo la primera parte.
Una vez librada la agotadora escaramuza (lo que uno menos necesita), una vez derrotado en realidad, me encuentro a menudo con retahílas de historias, episodios, anécdotas, pormenores, a veces la vida completa, y mientras intercalo breves comentarios de cortesía (“Ya… Ya… Pues vaya… Qué raro… Pues no sé… Ya veo… Hay que ver… Qué cosa…”), me descubro pensando:
“Pero ¿qué me están contando?” Y sobre todo: “¿Y por qué motivo?”
Suelen ser historietas —ni siquiera desahogos de problemas— que ni me van ni me vienen, que no me atañen y sobre las que tampoco se me pide opinión ni consejo ni guía ni ayuda ni orientación.
Uno procura esclarecer lo que se somete a su juicio, Pero nada de esto acostumbra a darse en la verborrea actual.
Son discursos divagatorios o plagados de detalles irrelevantes y superfluos, o ametralladoras modelo Colau-Iglesias-Montero. Pocos van al grano.
Muchos olvidan lo que empezaron a contar y se extravían por las bocacalles en las que se adentran, que a su vez los conducen a otras menores y menores hasta el infinito.
En esas ocasiones hago educadas tentativas de “reconducir” el relato:
“Ya, pero me estabas contando lo de tu mujer, no lo de la cuñada de ese vecino tan desagradable que sólo saluda a su caniche y que no sé por qué se ha colado en el cuento hace diez minutos…” Raramente tengo éxito, o es efímero.
He estado a punto de clavarme en un brazo alguno de los puñales o bayonetas que puntualmente me regala Pérez-Reverte en Reyes o Navidad.
Menos mal que sus armas de fuego son réplicas inofensivas, porque siempre es más fácil un tiro rápido que una hoja de acero, así que me he librado de la tentación.
Ignoro a qué se debe el incremento de soliloquios y monólogos. Quizá mucha gente esté muy sola pese a sus pléyades de primos, cuñados, vecinos y colegas.
Quizá sea una prueba más del narcisismo desatado por las redes sociales en nuestra época,del egocentrismo exacerbado que nos afecta a todos en mayor o menor grado, y a nuestros políticos memos en el máximo.
Cuidado, porque en verano vemos a más personas y disponemos de más tiempo “libre”, que en seguida nos ocupan los incontinentes sin compasión.
Inerme ahora, sólo sé que no veo el momento de recuperar mis paupérrimas facultades y defensas mentales, a ver si así logro que mis oídos y mi cabeza descansen.
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