Entre sus fans hay personajes tan célebres como Martin Scorsese, que le pidió una canción para su película Hugo, al considerar que su voz lograba transportar automáticamente a los años treinta.
31 mar 2019
Zaz, la niña rebelde de la ‘chanson’
Entre sus fans hay personajes tan célebres como Martin Scorsese, que le pidió una canción para su película Hugo, al considerar que su voz lograba transportar automáticamente a los años treinta.
Un delirio eficaz..............................Juan José Millás
No corresponden a nadie, son mapas sin territorio creados por una inteligencia artificial.
Y pese a ello transmiten una impresión de verdad alucinante.
Nos los creemos por su realismo, incluso por su hiperrealismo.
No poseen un solo poro de mentira.
He ahí el resultado de borrar las fronteras entre el original y la copia.
El segundo paso consistirá en que las prestaciones de la copia superen las del original.
Sucede ya con las noticias de la prensa: las falsas están con frecuencia mejor articuladas que las verdaderas.
Y son tantas, por otra parte, que no hay policía capaz de desenmascarar más de un 5% o un 10%.
Con las noticias falsas acabará ocurriendo lo mismo que ocurrió con las drogas: que su persecución estimuló su tráfico.
Pero, así como sabemos que el peor enemigo de las drogas sería su legalización, no tenemos ni idea de cómo frenar la avalancha de verdades ficticias, valga el oxímoron.
De hecho, la verdad falsa más grande de todas es el dinero circulante, ya que su único respaldo es nuestra fe en él, una fe que mueve montañas y gracias a la cual el mundo se pone en marcha cada día.
Un delirio, vale, pero un delirio que funciona.
Gracias a él se apagan y se encienden los semáforos y abren sus puertas los grandes almacenes y se fabrica el pan. La vigilia ha comenzado a falsificar el sueño y el sueño a la vigilia con tal fidelidad que no sabemos cuándo nos encontramos en el lado de allá y cuándo en el de acá.
¿Qué distingue a estos rostros de aquellos con los que nos cruzamos cada día?
Alzar el vuelo..........................................Rosa Montero
Hay una cosa inquietante de la edad, y es que te convierte en un
superviviente.
Van desapareciendo los conocidos, los amigos, los amados.
Y te quedas sola.
DE CUANDO EN cuando hay periodistas que, para mi pasmo, me preguntan
por qué escribo en mis novelas sobre la muerte.
¿Pero es que acaso se puede escribir sobre otra cosa? Todos hacemos todo en la vida contra la muerte, aunque no seamos conscientes de ello.
Somos criaturas marcadas por la finitud, y la muerte es tan inhumana y tan anómala cuando la contemplamos desde la aguda conciencia de estar vivos, desde la plenitud de nuestros deseos, que no sabemos qué hacer con ese conocimiento aterrador.
Por eso los humanos viven como si fueran eternos, o al menos casi todos lo hacen, salvo un puñado de neuróticos como Woody Allen o yo misma, que no podemos olvidarnos de la parca.
Como decía Cicerón, siempre supe que era mortal.
Creo que es algo que nos pasa a muchos escritores; supongo que la mayoría nos sentimos más heridos por los mordiscos del tiempo que el individuo medio.
Y quizá por eso escribimos, para poner un parapeto de palabras contra el vértigo.
En realidad los humanos siempre hemos hecho cosas increíbles para intentar manejar la muerte inmanejable.
Pirámides inmensas en medio del desierto con momias empeñadas en perdurar más allá de su destino de gusanera.
Panteones de personajes ilustres que se hacen polvo bajo toneladas de recargados mármoles.
Ceremonias funerarias diversas dependiendo de las culturas: piras, lápidas, criptas, crematorios, torres del silencio en donde los buitres se alimentan con los cuerpos, funerales, cánticos, banquetes de duelo, afeitados o laceraciones rituales, alaridos profesionales de plañideras.
Qué difícil nos es la travesía de la muerte.
Y sin embargo no es posible vivir con serenidad y con plenitud si no se alcanza antes cierto acuerdo con la muerte, con la propia y con la ajena.
Si no nos angustia la plácida negrura que había antes de nuestro nacimiento, ¿por qué debe angustiarnos la oscuridad que vendrá después?
Lo malo no es la muerte, sino el tránsito; por el posible sufrimiento y también por la pena de tener que abandonar esta vida tan bella. Como decía Salvatore Quasimodo,
“cada uno está solo sobre el corazón de la Tierra / atravesado por un rayo de Sol. / Y de pronto, anochece”.
Me gustaría llegar a ser lo suficientemente sabia como para no arruinar el fulgor de ese breve rayo con mis temores.
Más difícil aún me parece aceptar la muerte de los otros.
Hay una cosa inquietante de la edad, y es que te convierte en un superviviente. Van desapareciendo a tu alrededor los conocidos, los amigos, los amados, y si alcanzas una edad muy longeva te quedas sola, único árbol en pie de un bosque quemado.
Ahora que las baldas de mi biblioteca empiezan a llenarse alarmantemente con las fotos de los caídos, siento la urgencia de encontrar un consuelo, un acomodo, alguna manera de sobrellevar el peso de tantas ausencias.
Porque nuestros muertos se acumulan sobre nosotros, como me dijo el escritor Amos Oz en una entrevista que le hice en Israel en 2007:
“Cuando se te muere alguien, un padre, un hermano, alguien cercano a tu corazón, tú recoges ese muerto y lo metes dentro de ti, lo introduces en tus entrañas y te quedas embarazado de ese muerto para siempre jamás.
Todos caminamos por la vida preñados de nuestros muertos. En el caso de los judíos, lo que sucede es que estamos muy, muy embarazados, porque tenemos muchísimos muertos a las espaldas”.
Supongo que, a medida que envejecemos, todos nos aproximamos a esa preñez masiva de los judíos que señalaba Oz.
Vamos construyendo nuestro pequeño panteón en el rincón más íntimo del pecho, o más bien nos vamos convirtiendo nosotros en panteones vivos.
Si se mira bien, es reconfortante que sea así.
Tu gente y tus animales queridos van reuniéndose ahí dentro, se acompañan y te acompañan.
Ahora que un nuevo amigo acaba de sumarse a mi paisaje interior, al mundo silencioso y sumergido que me crece dentro, este pensamiento me hace sentir cierta ligereza, cierto sosiego.
Como dice el poeta mexicano Elías Nandino, “morir es alzar el vuelo. Sin alas. Sin ojos. Y sin cuerpo.
En cuanto a la propia, poco hay que uno pueda hacer. En realidad el miedo a la muerte no es más que una defensa de nuestras células para posponer su desaparición e intentar perpetuarse.
Van desapareciendo los conocidos, los amigos, los amados.
Y te quedas sola.
¿Pero es que acaso se puede escribir sobre otra cosa? Todos hacemos todo en la vida contra la muerte, aunque no seamos conscientes de ello.
Somos criaturas marcadas por la finitud, y la muerte es tan inhumana y tan anómala cuando la contemplamos desde la aguda conciencia de estar vivos, desde la plenitud de nuestros deseos, que no sabemos qué hacer con ese conocimiento aterrador.
Por eso los humanos viven como si fueran eternos, o al menos casi todos lo hacen, salvo un puñado de neuróticos como Woody Allen o yo misma, que no podemos olvidarnos de la parca.
Como decía Cicerón, siempre supe que era mortal.
Creo que es algo que nos pasa a muchos escritores; supongo que la mayoría nos sentimos más heridos por los mordiscos del tiempo que el individuo medio.
Y quizá por eso escribimos, para poner un parapeto de palabras contra el vértigo.
En realidad los humanos siempre hemos hecho cosas increíbles para intentar manejar la muerte inmanejable.
Pirámides inmensas en medio del desierto con momias empeñadas en perdurar más allá de su destino de gusanera.
Panteones de personajes ilustres que se hacen polvo bajo toneladas de recargados mármoles.
Ceremonias funerarias diversas dependiendo de las culturas: piras, lápidas, criptas, crematorios, torres del silencio en donde los buitres se alimentan con los cuerpos, funerales, cánticos, banquetes de duelo, afeitados o laceraciones rituales, alaridos profesionales de plañideras.
Qué difícil nos es la travesía de la muerte.
Y sin embargo no es posible vivir con serenidad y con plenitud si no se alcanza antes cierto acuerdo con la muerte, con la propia y con la ajena.
Si no nos angustia la plácida negrura que había antes de nuestro nacimiento, ¿por qué debe angustiarnos la oscuridad que vendrá después?
Lo malo no es la muerte, sino el tránsito; por el posible sufrimiento y también por la pena de tener que abandonar esta vida tan bella. Como decía Salvatore Quasimodo,
“cada uno está solo sobre el corazón de la Tierra / atravesado por un rayo de Sol. / Y de pronto, anochece”.
Me gustaría llegar a ser lo suficientemente sabia como para no arruinar el fulgor de ese breve rayo con mis temores.
Más difícil aún me parece aceptar la muerte de los otros.
Hay una cosa inquietante de la edad, y es que te convierte en un superviviente. Van desapareciendo a tu alrededor los conocidos, los amigos, los amados, y si alcanzas una edad muy longeva te quedas sola, único árbol en pie de un bosque quemado.
Ahora que las baldas de mi biblioteca empiezan a llenarse alarmantemente con las fotos de los caídos, siento la urgencia de encontrar un consuelo, un acomodo, alguna manera de sobrellevar el peso de tantas ausencias.
Porque nuestros muertos se acumulan sobre nosotros, como me dijo el escritor Amos Oz en una entrevista que le hice en Israel en 2007:
“Cuando se te muere alguien, un padre, un hermano, alguien cercano a tu corazón, tú recoges ese muerto y lo metes dentro de ti, lo introduces en tus entrañas y te quedas embarazado de ese muerto para siempre jamás.
Todos caminamos por la vida preñados de nuestros muertos. En el caso de los judíos, lo que sucede es que estamos muy, muy embarazados, porque tenemos muchísimos muertos a las espaldas”.
Supongo que, a medida que envejecemos, todos nos aproximamos a esa preñez masiva de los judíos que señalaba Oz.
Vamos construyendo nuestro pequeño panteón en el rincón más íntimo del pecho, o más bien nos vamos convirtiendo nosotros en panteones vivos.
Si se mira bien, es reconfortante que sea así.
Tu gente y tus animales queridos van reuniéndose ahí dentro, se acompañan y te acompañan.
Ahora que un nuevo amigo acaba de sumarse a mi paisaje interior, al mundo silencioso y sumergido que me crece dentro, este pensamiento me hace sentir cierta ligereza, cierto sosiego.
Como dice el poeta mexicano Elías Nandino, “morir es alzar el vuelo. Sin alas. Sin ojos. Y sin cuerpo.
El muy antiguo crimen de un escritor...............Javier Marías.
Cuesta imaginarlo metiéndose en broncas, pero Giuseppe Baretti mató a un
individuo en Londres e hirió a dos más.
Y fue pendenciero con la pluma.
ESTE ES UN EPISODIO de hace doscientos cincuenta años, relativo a un
hombre que nació hace justo trescientos (el 24 de abril de 1719) y que
por tanto ya había cumplido cincuenta cuando los hechos tuvieron lugar.
Era escritor turinés, Giuseppe Baretti, pero vivió más en Inglaterra, redactó algunos textos en la lengua de este país y a veces los firmó como Joseph Baretti.
Poseía grandes dotes lingüísticas, fue autor de un Diccionario Anglo-Italiano y, lo que tiene más mérito, de otro Español-Inglés, ya que ninguno de estos dos idiomas era el suyo original.
De esta rara obra de 1778 le conseguí un ejemplar a la Real Academia Española, que no contaba con él en su biblioteca.
En 2005, en Reino de Redonda, publiqué su mejor libro, Viaje de Londres a Génova, que pese al título es sobre todo un largo periplo por España y quizá la mejor descripción de nuestro país en un periodo esperanzador, el del reinado de Carlos III.
Apareció en inglés en 1770, y en él se percibe a un hombre lleno de curiosidad e interés, atento a todo (incluso al vascuence), excelente narrador de anécdotas y muy perspicaz observador. Parece alguien gentil y desde luego muy culto.
La obra, aparte de interesantísima, resulta simpática a todas luces, benévola y con humor.
Sin embargo un año antes, en octubre de 1769, Baretti mató a un individuo en Londres e hirió a uno o dos más.
Volvía de noche por Haymarket cuando una furcia le reclamó un vaso de vino con tan malos modos que acompañó la petición de un golpe que le causó gran dolor.
Apenas había luz y Baretti era muy cegato, como se aprecia en el retrato que le pintó su amigo Reynolds y en otro: en ambos lee con una lente o a muy corta distancia de la página.
Se revolvió, no se percató de que era una mujer y le soltó un bofetón.
Ella y una colega empezaron a gritar y a insultarlo (“cabrón francés”, lo llamaron, tomándolo por tal), y al instante surgieron varios chulos o matones que iniciaron su persecución, lanzándole golpes que lo derribaron al suelo y le ocasionaron, según se comprobó, contusiones y magulladuras.
Baretti se aterrorizó.
No era joven y veía fatal. No portaba estoque ni bastón, tan sólo una navaja para fruta y dulces con hoja de plata, que nunca había usado más que para pelar y cortar.
En su huida fue tirándoles tajos a sus atacantes.
Hirió a uno llamado Patman, y a otro más pertinaz, Morgan, lo alcanzó cuando éste iba a asestarle un buen golpe, acuchillándolo en la axila y un par de veces más.
De resultas de estas aventuradas o azarosas puñaladas, Morgan murió.
Baretti fue detenido y llevado a juicio. Al ser italiano, tenía derecho a que seis de los doce jurados que pronunciarían el veredicto fueran compatriotas suyos, pero renunció a él “por su honor” y permitió que todos fueran ingleses.
Los testigos de la reyerta —“unos rufianes”— cargaron las tintas contra él.
Pero Baretti era muy querido por las luminarias de la época.
Entre sus amistades se contaban el famosísimo Doctor Samuel Johnson, el legendario actor Garrick, el mencionado pintor Reynolds, el popular novelista Goldsmith, el ensayista Edmund Burke y algunos Miembros del Parlamento.
Todos testificaron a su favor, no porque hubieran presenciado la trifulca, claro está, sino porque lo conocían de antiguo y lo consideraban persona “humanitaria, pacífica, benigna, preocupada por las condiciones de los pobres, de carácter tan amable como estudioso”; incapaz de buscar camorra, nada dado al alcohol ni a frecuentar prostitutas.
Si Baretti salía absuelto, todo habría terminado.
Si culpable, sería ahorcado dos días después.
En vista del aspecto inofensivo del hombre de letras, y de las declaraciones favorables de tantos talentos y eminencias, se dictaminó que había actuado en defensa propia y se lo absolvió. Pudo continuar con su vida veinte años más, hasta 1789, cuando murió a los setenta, en el Londres que lo acogió.
Obviamente, vayan ustedes a saber.
El relato del incidente nos ha llegado sobre todo a través del interesado, que se lo contó por carta a sus hermanos de Turín, además de narrarlo durante la vista.
Las versiones de los asaltantes andan más perdidas.
No cabe duda de que el escritor gozaba de amistades influyentes, gente de peso en la sociedad londinense.
También es cierto que cuesta imaginarlo metiéndose en broncas, con su talante afable del Viaje de Londres a Génova, su medio siglo de vida, su paupérrima vista y sus aficiones eruditas.
Como él adujo, el “arma” con la que mató a aquel Morgan no estaba concebida como tal arma, ni ofensiva ni defensiva, simplemente era algo que mucha gente llevaba encima en Europa continental, pues en algunos países no estaba bien visto colocar cuchillos sobre la mesa.
Eso sí, Baretti era al parecer pendenciero con la pluma
Se vio envuelto en polémicas, tanto en Inglaterra como en Italia.
Y hasta acabó peleado con su gran amigo el Doctor Johnson, poco antes de la muerte de éste, porque el chinchoso Doctor se burló por haber perdido Baretti una partida de ajedrez contra un tahitiano que había traído a Londres, tras una de sus expediciones, el también celebérrimo Capitán Cook.
Picajoso tenía que ser el turinés.
Y fue pendenciero con la pluma.
Era escritor turinés, Giuseppe Baretti, pero vivió más en Inglaterra, redactó algunos textos en la lengua de este país y a veces los firmó como Joseph Baretti.
Poseía grandes dotes lingüísticas, fue autor de un Diccionario Anglo-Italiano y, lo que tiene más mérito, de otro Español-Inglés, ya que ninguno de estos dos idiomas era el suyo original.
De esta rara obra de 1778 le conseguí un ejemplar a la Real Academia Española, que no contaba con él en su biblioteca.
En 2005, en Reino de Redonda, publiqué su mejor libro, Viaje de Londres a Génova, que pese al título es sobre todo un largo periplo por España y quizá la mejor descripción de nuestro país en un periodo esperanzador, el del reinado de Carlos III.
Apareció en inglés en 1770, y en él se percibe a un hombre lleno de curiosidad e interés, atento a todo (incluso al vascuence), excelente narrador de anécdotas y muy perspicaz observador. Parece alguien gentil y desde luego muy culto.
La obra, aparte de interesantísima, resulta simpática a todas luces, benévola y con humor.
Sin embargo un año antes, en octubre de 1769, Baretti mató a un individuo en Londres e hirió a uno o dos más.
Volvía de noche por Haymarket cuando una furcia le reclamó un vaso de vino con tan malos modos que acompañó la petición de un golpe que le causó gran dolor.
Apenas había luz y Baretti era muy cegato, como se aprecia en el retrato que le pintó su amigo Reynolds y en otro: en ambos lee con una lente o a muy corta distancia de la página.
Se revolvió, no se percató de que era una mujer y le soltó un bofetón.
Ella y una colega empezaron a gritar y a insultarlo (“cabrón francés”, lo llamaron, tomándolo por tal), y al instante surgieron varios chulos o matones que iniciaron su persecución, lanzándole golpes que lo derribaron al suelo y le ocasionaron, según se comprobó, contusiones y magulladuras.
Baretti se aterrorizó.
No era joven y veía fatal. No portaba estoque ni bastón, tan sólo una navaja para fruta y dulces con hoja de plata, que nunca había usado más que para pelar y cortar.
En su huida fue tirándoles tajos a sus atacantes.
Hirió a uno llamado Patman, y a otro más pertinaz, Morgan, lo alcanzó cuando éste iba a asestarle un buen golpe, acuchillándolo en la axila y un par de veces más.
De resultas de estas aventuradas o azarosas puñaladas, Morgan murió.
Baretti fue detenido y llevado a juicio. Al ser italiano, tenía derecho a que seis de los doce jurados que pronunciarían el veredicto fueran compatriotas suyos, pero renunció a él “por su honor” y permitió que todos fueran ingleses.
Los testigos de la reyerta —“unos rufianes”— cargaron las tintas contra él.
Pero Baretti era muy querido por las luminarias de la época.
Entre sus amistades se contaban el famosísimo Doctor Samuel Johnson, el legendario actor Garrick, el mencionado pintor Reynolds, el popular novelista Goldsmith, el ensayista Edmund Burke y algunos Miembros del Parlamento.
Todos testificaron a su favor, no porque hubieran presenciado la trifulca, claro está, sino porque lo conocían de antiguo y lo consideraban persona “humanitaria, pacífica, benigna, preocupada por las condiciones de los pobres, de carácter tan amable como estudioso”; incapaz de buscar camorra, nada dado al alcohol ni a frecuentar prostitutas.
Si Baretti salía absuelto, todo habría terminado.
Si culpable, sería ahorcado dos días después.
En vista del aspecto inofensivo del hombre de letras, y de las declaraciones favorables de tantos talentos y eminencias, se dictaminó que había actuado en defensa propia y se lo absolvió. Pudo continuar con su vida veinte años más, hasta 1789, cuando murió a los setenta, en el Londres que lo acogió.
Obviamente, vayan ustedes a saber.
El relato del incidente nos ha llegado sobre todo a través del interesado, que se lo contó por carta a sus hermanos de Turín, además de narrarlo durante la vista.
Las versiones de los asaltantes andan más perdidas.
No cabe duda de que el escritor gozaba de amistades influyentes, gente de peso en la sociedad londinense.
También es cierto que cuesta imaginarlo metiéndose en broncas, con su talante afable del Viaje de Londres a Génova, su medio siglo de vida, su paupérrima vista y sus aficiones eruditas.
Como él adujo, el “arma” con la que mató a aquel Morgan no estaba concebida como tal arma, ni ofensiva ni defensiva, simplemente era algo que mucha gente llevaba encima en Europa continental, pues en algunos países no estaba bien visto colocar cuchillos sobre la mesa.
Eso sí, Baretti era al parecer pendenciero con la pluma
Se vio envuelto en polémicas, tanto en Inglaterra como en Italia.
Y hasta acabó peleado con su gran amigo el Doctor Johnson, poco antes de la muerte de éste, porque el chinchoso Doctor se burló por haber perdido Baretti una partida de ajedrez contra un tahitiano que había traído a Londres, tras una de sus expediciones, el también celebérrimo Capitán Cook.
Picajoso tenía que ser el turinés.
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