Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

16 dic 2018

Si yo fuera médico................................Juan José Millás.

Si yo fuera médicoJuan José Millás 


 
HE AQUÍ un símbolo de la respetabilidad, de la autoridad moral, del orden.
 Observen cómo brilla el suelo de mármol, recién encerado, y cómo se reflejan en él los cuerpos de quienes permanecen de pie, dispuestos a impartir justicia cuando les abran la oficina. 
En ese suelo, como decían nuestras abuelas, se podría comer un cocido.
 Se levanta uno ansioso porque sí, porque ha hecho del desasosiego una forma de vida, y al contemplar esta imagen en el periódico comprende que no tiene derecho a la ansiedad. 
Después de todo, estos señores tan aseados cuidan de nosotros. Observen sus togas de alpaca, sus puñetas almidonadas y admiren ese conjunto de insignias, condecoraciones y medallas que caen en cascada por sus pechos.
 Todo ese oro debería tranquilizarnos por lo que significa traducido en quilates de honorabilidad.
 Imaginen a estos hombres en sus casas, al caer la tarde, de regreso de un trabajo al que se han visto obligados a acudir vestidos con esta pulcritud, y no en vaqueros, como usted o como yo.
 Ahora deben quitarse todo lo que llevan encima y colocarlo cuidadosamente en los lugares adecuados, cada emblema en su cajita almohadillada, cada prenda de vestir en su percha. 
Sus armarios deben de parecer pequeñas vitrinas de museos dedicados a una cultura de cuya grandeza no somos conscientes.
Si yo fuera médico, tendría en mi consulta esta fotografía para mostrársela a los pacientes que vinieran a por unos gramos de Valium u Orfidal. 
¿Qué mayor sosiego que el que provocan estos rostros tan limpios, esos cuerpos tan bien articulados, esa indumentaria impoluta? 

Mentir está de moda...................................Rosa Montero.

Nixon cayó por el Watergate y Clinton las pasó canutas por sus embustes sexuales. Ahora, Donald Trump vocifera infundios sin que suceda nada.

HAY DOS CLASES de personas que me dan mucho miedo, las crueles y las dogmáticas (para peor, suelen darse a la vez), pero después los que más me asquean son los mentirosos, que a menudo también suman crueldad y fanatismo, alcanzando así el premio cum laude de mi repugnancia.
 Me refiero a la mentira rastrera e interesada, al engaño que se aprovecha de la necesidad de sus víctimas para sacar provecho, al desparpajo cínico.
Porque, por otra parte, mentir, lo que se dice mentir, lo hacemos todos. 
En primer lugar, sin darnos cuenta: nuestra memoria, lo he dicho mil veces, es un relato, un cuento que nos contamos a nosotros mismos y que vamos variando cada día sin siquiera advertirlo para adaptarlo a nuestras necesidades. 
Y menos mal que disponemos de esa imaginación tan hacendosa que va cosiendo los agujeros del pasado y bordando bonitas flores sobre los zurcidos, porque, sin ese relato que va dotando de orden y sentido al caos de nuestros días, la existencia resultaría invivible. Ya lo decía Epicteto: lo que nos afecta a los humanos no es lo que nos sucede, sino lo que nos decimos de lo que nos sucede. 
Somos palabras en busca de sentido y podríamos decir que la mentira es nuestro esqueleto.
 Una mentira ignorada por la consciencia, una mentira necesaria e inocente, tan sólida y tan blanca como un hueso. 

En segundo lugar, también mentimos de manera social, por cortesía, o incluso podríamos decir que por empatía.
 Detesto a esos necios que alardean de sinceridad y que en realidad van atizando sopapos por doquier, espetando a sus víctimas lo feos que están, lo mucho que han engordado o lo insípida y pasada que está la paella que llevan toda la mañana preparando.
 ¡Menudos energúmenos! 
Mentir para hacer que el otro se sienta mejor también es amar.
 Son mentiras amables, mantecosas y rosadas, como la cubierta de azúcar de un pastel.
Por último, todos mentimos a veces malamente.
 ¿Quién no ha dicho en algún momento de debilidad una falsedad de la que se arrepiente? Porque lo hizo por cobardía, o por sacar un provecho egoísta, o por dar la coba a un poderoso.
 Nadie es perfecto, como decían en la genial Con faldas y a lo loco. Son mentiras escamosas, rojizas e irritantes, anomalías purulentas como granos de acné.
 Y luego está la mentira sin más, la mentira asquerosa contra la que nos educaban de niños, mentiras negras y viscosas como sanguijuelas, armas de guerra para manipular al prójimo.
 Creo haber dejado claro que todos los humanos mentimos de diversas maneras (recomiendo la maravillosa novela Mentira, de Enrique de Hériz, para darse cuenta de hasta qué punto es así), pero también creo que todos sabemos perfectamente cuándo se cruza la línea de la mentira criminal. 
Es el tipo de embuste condenado por los Diez Mandamientos, por el imperativo categórico kantiano y por el sentido común. 
Pues bien, me parece que esa condena se ha acabado. 
Tengo la inquietante sensación de que la mentira venenosa incluso se está poniendo de moda, de la misma manera que hace unos años, en los tiempos de gloria de los brókeres y los Marios Conde, se puso de moda la ferocidad de los tiburones competitivos, con las consecuencias que todos sabemos. 
 Veamos: Cohen, el abogado de Trump, ha reconocido que mintió en una declaración al Senado sobre un proyecto de la compañía del presidente para construir un rascacielos en Moscú, proyecto que es uno de los puntos esenciales en la investigación sobre la supuesta conspiración entre Trump y el Kremlin para ganar las elecciones. Las sombras, más bien las tinieblas de las mentiras, llueven sobre Trump, que además utiliza personalmente su Twitter para vociferar infundios sin que suceda nada. 
Y sin embargo Nixon cayó por mentir en el Watergate, y Bill Clinton las pasó canutas con sus embustes sexuales.
 Ahora, en cambio, parece que se admira al mentiroso y al cínico. Tengo amigos (exagero: conocidos) a los que he visto calumniar sabiendo que calumnian sin que se les mueva una pestaña, una desfachatez difamadora que me parece que hace algunos años no existía.
 Me temo que se excusan diciendo que el fin justifica los medios. Yo creía que esa aberración ya estaba superada, pero se ve que siempre hay que volver a empezar por el principio.

Palabras que me impiden seguir leyendo...........Javier Marías

Cada época sufre sus modas y sus plagas, y lo penoso es que éstas son abrazadas acríticamente o con papanatismo por millares de personas.
TODO ESCRITOR, que se pasa la vida eligiendo y descartando vocabulario, acaba teniendo sus manías, sus filias y fobias, sus preferencias y aversiones. 
En realidad eso le ocurre a cualquiera, pues todos hacemos uso de la lengua con mayor o menor grado de conciencia, y todos tendemos a aceptar o rechazar palabras, intuitiva o deliberadamente.
 Cada época sufre sus modas y sus plagas, y lo penoso es que éstas son abrazadas acríticamente o con papanatismo por millares de personas, que las repiten machaconamente como papagayos, hasta la náusea.
 Esos individuos creen a menudo estar diciendo algo original, cuando lo que dicen es un tópico.
 O creen ser “modernos”, o estarles haciendo un guiño a sus correligionarios, por el mero uso de ciertos términos. 
Recuerdo que hace unos años todo era “coral” y “mestizo”; hoy es todo “transversal”, convertido en uno de esos vocablos que, cuando me los encuentro en un texto —o los oigo en una televisión o una radio—, me instan a abandonar de inmediato la lectura —o a cambiar de cadena—, sabedor de que quien escribe o habla está abonado a los lugares comunes y no piensa por sí mismo. 
Antes de que empiecen a indignarse quienes los emplean, conviene aclarar que yo sí hablo solamente por mí mismo.
 Que me irriten términos o expresiones no supone nada, ninguna condena. 
Es sólo que a mí me sacan de quicio y que no los soporto, lo mismo que a una pazguata de antaño la hería leer “coño” o “cojones”, o que a un recio varón le producían arcadas los “nenúfares” y “azahares” de un poema.  

Debo decir con lástima que el actual feminismo feroce ha plagiado o acuñado unos cuantos palabros que me atraviesan los ojos y oídos. 
En cuanto me aparecen el espantoso “empoderar” y sus derivados (“empoderamiento”, “empoderador”), interrumpo al instante el artículo o el libro, por mucho que la Real Academia Española los haya admitido en el Diccionario (nada me puede traer más sin cuidado, en este periodo asustadizo de esa institución a la que pertenezco…, creo). 
Lo mismo me ocurre con “heteropatriarcal” y no digamos con “heteropatriarcalizar”, que, aparte de larguísimos y sobados, me parecen injustos e inexactos, como si los hombres homosexuales no hubieran estado a menudo casados y no hubieran participado del “patriarcado”. 
En cuanto a “sororidad”, tentado estoy de hacerme cruces (o el harakiri) cada vez que cae ante mi vista, porque me resulta inevitablemente monjil y con olor a naftalina.
 Tampoco se les da bien la recreación castiza a estos feministas feroci: me provocan urticaria “cipotudo”, “machirulo” y la más reciente “machuno”, con reminiscencias de “chotuno”. 
 El desdichado sufijo en “-uno” no es demasiado frecuente en nuestra lengua, seguramente por feo y zafio, lo que invita a recurrir a él en este siglo XXI. 
Cada vez que leo “viejuno” (en vez de “vetusto”, por ejemplo), ya sé que quien me lo suelta es mimético y habla por boca de ganso. Otro tanto me sucede con quienes empalman sin cesar verbos cursis calcados del inglés más estúpido, como “empatizar”, “socializar”, “interactuar” y similares.
 Estoy seguro de que un escritor no vale la pena —y de que además es un pardillo deslumbrado— si recurre a la expresión inglesa “ponerse en sus zapatos”, que es como se dice en esa lengua lo que aquí siempre se ha dicho “en su lugar”, “en su piel” y aun “en su pellejo”.
 Sé que el escritor en cuestión se ha nutrido de traducciones malas o que ha leído directamente en inglés sin conocer su propio idioma. Una de las razones por las que la mayoría de los novelistas estadounidenses de las últimas generaciones me parecen pomposos y bobos —una, hay varias— es por su irrefrenable tendencia a hacer algo que ya he percibido en los copiones españoles, a saber: juntar un adverbio “original” con un adjetivo.

Hace ya años que los autores baratos adoptaron, por ejemplo, “asquerosamente rico” y “ridícu­lamente feliz”, hoy en día insoportables vulgaridades. 
Pero ahora empiezan a abundar los “extravagantemente enérgico”, “impetuosamente simpático”, “hirientemente eficaz”, “inquietantemente bueno” o “minuciosamente inútil”. 
Se nota tanto (en los españoles como en los americanos) que el escritor en cuestión se ha pasado largo rato pensándose la combinación, y creyendo hacer literatura con ella, que se me hace aconsejable arrojar en el acto el volumen por la ventana. Sé que se trata de un farsante.
 La fórmula “esto no va de mujeres, va de libertades” y parecidas me producen un sarpullido más grave que la idiotizada expresión “sí o sí”, omnipresente.
 Últimamente hay periodistas que han descubierto el verbo “ameritar”, normal en Latinoamérica, y están desterrando nuestro “merecer” a marchas forzadas.
 En cuanto al horroroso y mal formado “ojiplático”, que ya ha pedido su ingreso en el Diccionario, qué quieren. 

Pretender que a partir de “se me quedaron los ojos como platos” se cree ese engendro, es como aspirar a que también se incluyan “carnigallináceo”, “pelipúntico” y “peliescárpico” para designar cómo nos quedamos cuando nos emocionamos o nos llevamos un susto. 
Hay más, pero por hoy ya es bastante.

15 dic 2018

Analízate...................................................... Elvira Lindo

Es urgente que, antes de estigmatizar a quienes han votado a Vox, hagamos cada uno nuestro examen de conciencia.

Manifestación contra Vox en Huelva el pasado día 5.rn
Manifestación contra Vox en Huelva el pasado día 5. Europa Press
No creo que los aspavientos ante los resultados de Vox sirvan de nada, ni tampoco las burlas que tratan a sus votantes como si fueran una anomalía que nos ha pillado por sorpresa. 
Me sorprende la sorpresa. 
 Porque si una lee el ideario de Vox, que se concreta en unos diez mandamientos, es como si arrimara la nariz a un concentrado de muchas de las afirmaciones que ha escuchado a políticos integrados en el sistema y a ciudadanos que las van soltando a poco que puedan. 
Tal vez lo que sorprenda es que el aroma es denso, porque lo que no hace el partido de Abascal es dar una de cal y otra de arena: su discurso es el resumen condensado de lugares comunes reaccionarios. 
Y digo comunes porque si uno se detiene en cada punto encontrará a alguien de su entorno que ha pronunciado al menos alguno de estos principios.
Es casi imposible haberse zafado de ese tipo sabelotodo que te informa de que las listas de espera en la Seguridad Social están provocadas por la avalancha migratoria, por esos seres sin oficio ni beneficio que vienen a España a vivir del cuento y a curarse.
 A nadie le inquieta, en cambio, lo sencillo que es obtener un visado a cambio de comprar suelo y de paso encarecerlo.
 Muy obstruido ha de tener una el oído para no haber escuchado que los perpetradores de la violencia de género son, sobre todo, inmigrantes, o para que le hayan pasado a limpio la célebre teoría de las denuncias falsas de las mujeres contra sus parejas; teoría que responde al fin de desacreditar la importancia de una ley en la que se reconozca algo tan universal como es la violencia infligida contra las mujeres.
 Cada uno de los principios exhibidos por Vox ha sido defendido orgullosamente por alguno de los diputados sentados en el Congreso: desde la derogación de la ley de violencia de género hasta un cambio de ley que convirtiera el aborto en una práctica ilegal.
 También tenemos en la cabeza a líderes que abogan por la recentralización de España, olvidadizos de que fueron ellos, en uno u otro momento de nuestra democracia, los que transfirieron competencias a las que sospecho pocas autonomías querrían hoy renunciar.
 Y de ahí a la interpretación épica de nuestra historia, contemplando el descubrimiento de América como uno de los hitos más importantes de la humanidad.
 De la conquista a la reconquista hay un paso.
 Y de la historia al folclorismo patriótico, aumentado, desde luego, por el folclorismo patriótico independentista. 
Del reconocimiento de España como país católico a calificar a los antitaurinos o a los animalistas como enemigos de la nación. Todo estaba dicho antes de Vox. 
También, etiquetar como “políticamente correcta” cualquier medida que trate de corregir la marginación, la exclusión o el viejo escalafón.
 En ese viejo orden, las mujeres estaban subordinadas a los hombres. 


Las que no se subordinan hoy reciben el nombre de feminazis. 
 Y, ay, aquí llegamos al incómodo tema, incómodo porque puede ocurrir que usted, si analiza los principios fundacionales del nuevo partido, se encuentre con que se ha expresado con cierta frecuencia en los mismos términos. 
Se echan en falta estos días palabras contundentes de varones en contra de esa latente misoginia, no como contestación a Vox, sino a la innegable reacción que está brotando desde el despegue del feminismo.
 Es urgente que, antes de estigmatizar a quienes han votado a ese partido, hagamos cada uno nuestro examen de conciencia.
 Tal vez la sorpresa la encontremos en nuestro interior.