María R. Sahuquillo
Paula Laborda: estudiante de
filología hispánica.
/ “Cuando hablas con otras mujeres y compartes tus
reflexiones te das cuenta de que no estás sola, de que todas estamos
expuestas al machismo.
No son asuntos personales, son políticos”, dice
Laborda, de 19 años, que milita en el Bloque Feminista.
/ Ramón Palacios-Pelletier
Interrupciones en las reuniones de trabajo, “olvido” de méritos y
propuestas, invisibilidad en conferencias, infantilización.
Actitudes
sutiles catalogadas como neomachismo o micromachismos muestran que la
discriminación persiste.
CUENTA CONSUELO CASTILLA que a principios de los años ochenta,
cuando lanzó su empresa de recursos humanos, llegaba un momento en que
los directivos de las compañías con los que se reunía sacudían la cabeza
y le preguntaban: “Muy bien, buenas propuestas, pero ¿dónde está tu
jefe?”.
Aquello, dice con una pequeña sonrisa, la marcó. “Es una frase
que escuchaba a menudo”, recuerda.
“Casi no había empresas lideradas por
mujeres en España y ellos no podían entender que yo fuera la persona
más importante de la mía”.
Hoy, Castilla, de 62 años, es socia y presidenta del grupo AdQualis, que rastrea profesionales con talento para puestos de dirección.
Su larga trayectoria como headhunter le ha permitido ver la evolución de la presencia femenina en el mercado laboral.
Y el machismo, reconoce, no se ha evaporado.
“Antes era común que las compañías me dijeran: ‘No te enfades, pero
no me presentes candidatas, preferimos a un hombre para ese puesto’.
Pese a ello, yo siempre las incluía, aunque para que las contrataran
tuvieran que ser el doble de buenas.
Eso ya casi no sucede, ahora las
empresas buscan talento sin importar el género.
Sin embargo, sigue
habiendo casos de machismo aunque ahora este sea más disimulado”, señala
Castilla en uno de los despachos que su firma, radicada en Barcelona,
tiene en Madrid.
Casos como tener dos candidatos, un hombre y una mujer,
y no querer promocionarla a ella pese a tener más preparación; como
relegar a puestos de menor responsabilidad a una directiva que ha sido
madre.
“Todo con argumentos como que la mujer tiene los niños, que no
podrá viajar tanto…”, lamenta.
“Excusas, como se suele decir, de mal
pagador”.
“Estos sesgos inconscientes y cotidianos perpetúan los estereotipos”, dice la científica López Sancho
El machismo, como el racismo, ha ido mutando.
En el mundo occidental y
desarrollado ya no es usual ese sexismo a voces que predicaba que las
mujeres valen menos.
Eso está mal visto. Hoy consiste en algo más
soterrado, más sutil. “Los espacios de trabajo donde solo hay hombres ya
son una excepción, o esa escena del franquismo en la que el hombre
llegaba a casa y su esposa le ponía un coñac”, señala Laura Nuño,
directora de la cátedra de Género de la Universidad Rey Juan Carlos.
“Pero los varones siguen manteniendo un espacio de privilegios que reproducen y perpetúan a través de lo que se está llamando neomachismo o micromachismos”.
Micromachismos.
Un término que el psicólogo argentino Luis Bonino
empezó a utilizar en 1990 para describir un machismo “de baja
intensidad”, “suave”, “cotidiano”.
Un concepto para referirse a ese más
oculto que se ha extendido, pero que disgusta tanto a Nuño como a otras
muchas expertas, que sostienen que el término micro minimiza el
problema.
“A nadie se le ocurriría decir microrracismo, por ejemplo”,
dice Nuño.
“Es machismo, aunque, como estás constantemente expuesta a él
en el proceso de socialización, lo naturalizas.
Estamos en una cultura
sexista, por eso es muy difícil que lo evidencies”.
Sin embargo, cualquier mujer que analice su día a día va a detectar esos
detalles machistas, reflexiona la abogada Sara Marquina, empleada en
una compañía financiera desde hace 15 años.
“Yo me canso de ver paneles y
conferencias en los que los ponentes son únicamente hombres porque no
se han molestado en buscar a ninguna mujer a pesar del buen número de
profesionales potentes que hay”, lamenta.
“Y eso nos invisibiliza. La
opinión de las mujeres se tiene menos en cuenta.
He asistido a reuniones
bochornosas en las que alguna de mis compañeras o yo hemos hecho alguna
propuesta que ha sido ignorada y que, justo después, un hombre haya
sugerido lo mismo y a él sí que se le haya escuchado.
Me cansa también
cuando un hombre te explica algo que no solo tú ya sabes, sino
que probablemente manejes mejor que él.
La última vez, ayer mismo,
cuando un compañero quiso aclararme un asunto de seguros, algo que es mi
especialidad y no la suya”, relata la abogada.
El colega de Marquina hizo un mansplaining,
otro término anglosajón que se ha popularizado para describir esa
situación en la que un varón explica algo a una mujer de una manera
condescendiente o paternalista.
Una palabra que puede sonar a parodia,
pero que plasma –con mayor o menor acierto, aquí las opiniones de las
expertas también difieren, porque algunas creen que puede minusvalorar
el fenómeno– algo que es lamentablemente muy habitual.
“En una sesión en la que iba a intervenir me llamaron ‘la niña’. Tenía 50 años”, relata una científica
A Paula Laborda también le han hecho mansplaining unas cuantas
veces.
O, por mencionar otro comportamiento común, la han interrumpido
cuando daba su opinión.
“En las clases o en las asambleas, a las mujeres
se nos escucha menos y a veces nos vemos obligadas a tener actitudes
masculinizadas, como levantar la voz o pegar un puñetazo encima de la
mesa para que se nos tome en cuenta”, dice.
Esta estudiante de filología
de 19 años, que empezó a militar en el Bloque Feminista Estudiantil
cuando llegó de su Zaragoza natal a la Universidad Complutense de
Madrid, señala que es frecuente que los hombres monopolicen las
conversaciones y levanten la voz por encima de la de las mujeres.
Y no
es solo su percepción. Hay estudios (como uno de las universidades de
Princeton y Brigham Young) que han constatado que no solo los hombres
suelen hablar más en las reuniones, sino que en estos entornos a las
mujeres se las interrumpe más; incluso, otras mujeres.
Los datos constatan esa discriminación, resultado del machismo que aún pervive en la sociedad.
Indicadores como la brecha salarial, por la que la mujer europea cobra un 16,5% menos,
de media, por un trabajo de igual valor, según datos de Eurostat.
Que
ellas sufran más desempleo o que tengan trabajos de menor calidad.
Que
se sigan ocupando casi en exclusiva de las tareas domésticas y de los
cuidados de la familia (en España dedican al día 2,5 horas más de media a
las tareas del hogar, por ejemplo, según un estudio de Fedea).
O el
consabido techo de cristal que tanto está costando romper: solo un 17%
de las consejeras de las grandes empresas españolas son mujeres, y solo
el 3% de las consejeras delegadas (como acredita la misma fuente).
Cifras que rebaten de plano la forma de machismo más habitual hoy día:
el negacionismo.
“Consiste en negar la desigualdad con frases como ‘qué
queréis si está todo conseguido’ o negar incluso la violencia de
género”, abunda la profesora Nuño.
Isabel Bernal Martínez, de 18 años, ha pasado varios meses investigando
sobre los llamados micromachismos para una de sus asignaturas de 2º de
bachillerato en el IES Infanta Elena en Jumilla (Murcia).
Y ha reparado
en ejemplos obvios de cosas que no cambian: desde la diferencia que hace
la RAE entre “hombre público” (que tiene presencia e influjo en la vida social) y “mujer pública”
(prostituta) hasta las divergencias entre los juguetes que se
promocionan para niños y para niñas.
“El machismo no solo es la
violencia de género, que es como la cumbre, sino que está en el
lenguaje, en los comportamientos, en las bromas”, relata.
“Cosas que,
como no son tan agresivas, no consideramos que puedan ser peligrosas,
pero que sí lo son.
Como cuando se les dice a los niños ‘los que se
pelean se desean’, algo con lo que vas interiorizando que cuando un
chico te tira del pelo o te insulta es porque te quiere
. O como cuando
el lenguaje asocia lo relacionado con la mujer con lo malo y lo
masculino con lo guay, como esto es un coñazo o es la polla”.