Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

28 ago 2015

Amor de madre................................................................................... Paz Alicia Garciadiego

La escritora Paz Alicia Garciadiego relata cómo el desgarrado cariño de una mujer hacia su hijo acaba convertido en odio.

Antoine D'Agata (Magnum)

Espío, finjo que duermo, simulo el ronquido acompasado del sueño. Procuro no moverme. Cada tanto dejo que la cabeza siga el ritmo sin ton ni son de los bebés, los tarados y los viejos.
Te veo.
Descubro tu silueta enorme, simiesca, tu cráneo alargado y me digo: ¿será también mi culpa porque no quise hacerme la cesárea? Ellas, las parteras, estaban dale que dale: “Le sacamos a la criatura de un tajo
. Mire que si el oxígeno, que si los daños, que le puede salir idiotita”.
Bueno, no dijeron idiota, pero ellas y yo lo entendimos.
Me impuse. Saliste al mundo como Dios manda, embarrado de sangre y placenta, apachurrado, con la cabeza de huevo aplastada por las paredes del túnel en el que creyeron que te quedabas atrapado.
El abrazo de la madre.
No, tonto no fuiste
. Feo sí. Feo con ganas.
Los brazos largos, los hombros caídos, los ojos aviesos, regordete, piernicorto.
 Qué le íbamos a hacer. Padre feo como mico y madre con cara de cucaracha en bisagra.
Y así vas por la vida, con la facha de bobalicón que te has forjado a base de toneladas de Gansitos Marinela.
Pero decía: tarado no eres.
 Controlas a la cuadra, levantas negocios.
 De los que me cuentas y de los que no me puedes confesar.
 Lo sé. Ni que fuera pendeja. “Hoy en la tarde, Jefecita, cierro la puerta y no me llame, aunque se haya mojado de orines”.
 Escucho voces. No maldices, no insultas.
Asientes con voz baja.
 Andas de criada de los canallas. Los malos, les dices, y eres su gato.
Son tus jefes, lo sé.
 Ni que no me diera cuenta. Ni que me importara. Pagan.
Tus idas nocturnas a mi cama no comenzaron hasta que se nos murió el tirano
Más vale que paguen y que paguen bien pagado.
 Que paguen por la madrugada que vinieron a partirte la madre.
Me escondí en la alacena. Ni se te ocurra llamarme, te dije.
Oía tus aullidos y sus berridos.
“Ya no la cuentas, cabrón, ora si te rompemos la verga”. Te dejaron madreado, acobardado, zarandeado.
Luego me dijiste:
 “Me caí de la escalera porque la idiota la trapeó con agua enjabonada”. Me armaste una faramalla para que no me diera cuenta de que me saliste disminuido, rajón, desangelado, culero. Igualito a mí. Por eso me hago guaje.
Durante el día te espío por la ventana
. Lo sabes, pero te haces. Finges, armas teatro para que yo diga:
“Mi hijo es el gran trinchón de la pradera”.
Pero no digo nada de nada. No oigo, no me importa.
Yo me quedo quietecita, ovillada en mi rincón, ajena a todo y a todos. Ajena a ti.
Porque no quiero recordar que se viene la noche y cerrarás la puerta, bajarás la cortina metálica del estanquillo, correrás a gritos y sombrerazos a los vagos que juegan en la maquinita y vas apagando las luces de la planta baja.
Y tus pasos se irán acercando, mientras avientas las chanclas en el armario y mordisqueas un pan que agarraste al vuelo.
Llegarás a mi cuarto y me besarás la mano, y me inventarás el día. Lo que hiciste, lo que tornaste.
Te dejarás caer en la cama
. Mi cama, nuestra cama.
Te irás quitando la ropa con fastidio, para finalmente acurrucarte en tu lado de la cama.
 De nuestra cama.
Y yo me haré que no siento y no escucho, simularé mi sopor, mi sueño.

Paz Alicia Garciadiego

AFP
Paz Alicia Garciadiego
Nació en Ciudad de México en 1949 y ha destacado como guionista trabajando junto a su marido, el cineasta Arturo Ripstein, para quien ha redactado los libretos de muchas de sus películas.
 Entre otros galardones, en 2000 ganó el Premio del Jurado al mejor guion en el Festival de Cine de San Sebastián por La perdición de los hombres.
Pero luego, así como si nada, giraré lentamente.
“Duérmete, mi niño, duérmeteme ya, que viene el coco y te comerá”.
“Así, como antes”. Y te quedarás profundamente sumido en un sueño chato. Juntitos.
Tú, tan tranquilo. ¿Y yo? ¿Yo qué?
¿Por qué me obligas noche a noche a ver tu derrota?
¿Qué carajos hice yo? ¿Cuál fue mi culpa para que me salieras tan errado, tan descoyuntado? Reprocho tu soledad, la mía.
Búscate viejas, págalas. No me hagas recordar que eres lo único que tengo y que soy lo único que eres.
¿Acaso de chiquito te toqué o dejé que me tocaras? No me vengas con esas frases.
¿Qué te abusé? Ni sé bien qué es esa palabra. Cuando tu padre te arriaba a golpes con el cinturón de hebilla de plata, yo te tapaba con mi cuerpo. Te cuidaba.
Nos tundía a los dos. Lográbamos refundirnos en el baño. Ahí nos quedábamos la noche entera. Yo te tapaba los llantos con la mano y tú me mordías el puño con dientes de gato.
Una vez a tus cuatro años trataste de succionar de mi pecho leche cuajada. Pero ya fue tarde. Ya estaba seca.
Yo seca y tú bigardón, mira nada más qué parejita que hacíamos.
Una tarde, aquella, entraste al cuarto. Yo me quitaba la ropa.
Te me quedaste mirando ahí desde la orilla del armario.
No nos dijimos nada. Yo te clavé la mirada en esos ojos redondos de rana que Dios te dio
. Ya eras un hombretón, no simules, no te hagas.
Pero no te engañes, ni me engañes; durante las largas horas de esa tarde, yo no era hembra.
Yo no era hembra, tú no eras macho.
Éramos los dos solos de siempre.
Era nada más que tu padre estaba al lado tieso de muerte. Fue nuestro regalo.
 Una cuelga.
Lo dejamos caer al lado de la mesa, no movimos ni un ápice por él.
No nos dijimos nada. Nos quedamos quietos, en silencio; dejando pasar el tiempo.
Llamamos a la ambulancia cuando el cuerpo ya estaba rígido.
Lo enterramos a la carrera.
Un velorio escuálido, tú, yo y la muchacha que limpiaba.
 Ni un curioso se coló.
Cuando nos quedamos solos, sin sus gritos, sus cinturonazos, sin su bigotito de cantante pintado con betún, nos cayó el chahuiscle.
Hasta ese día yo me decía:
“La culpa es del padre. Él es el que lo tiene timorato, aletargado, como conejo azorrillado”.
Pero se murió tu padre y nada.
 Seguiste siendo aquel gigantón desguanzado con olor dulzón en la boca. Olor a carroña.
Seguías buscándome, bebiéndome el aliento, procurándo
me los caprichos y las necedades.
Envejecí antes de tiempo para espantarte de mis enaguas. Decidí apagarme como vela.
Desistí de salir, de hacer la compra, de bañarme, de peinarme.
No dejé de tener amigas. Nunca las tuve.
Y tú, hijo amoroso, seguiste a mi lado.
 No tomaste por asalto la libertad que la muerte de tu padre y mi vejez te brindábamos.
Pero ya solos, en esta destartalada casona de la colonia Lindavista, tu amor por mí me pudrió el alma
Entonces construimos la rutina.
Yo, en el cuarto. Tú, en la calle.
 Fuera de la casa, simulando fuerza. Aparentando ser el rey del barrio.
Luego, cuando la calle se quedaba a obscuras y el silencio la tomaba, entrabas a casa.
Me hacías mimos
. Me dabas de comer en la boca; yo escupía los pedazos para obligarte a que los empujaras otra vez en mi boca desdentada.
Me traías mameyes de color profundo y carne blanda que ibas a buscar hasta el meritito mercado de Jamaica. Me costaba rechazarlos.
Pero me hacía la de la boca chiquita. Tú me dabas mamey, yo lo escupía.
Horas nos pasábamos en la cocina, alumbrados por un foco pelón, batallando.
¿Cómo explicar la repugnancia que despierta el amor? ¿El amor unívoco, vasallo de un hijo?
Mientras más me idolatrabas, más se hacía patente que la causa de que fueras el que eras fue mía.
Por años culpé a tu padre
. Su talante áspero, gruñón; sus raptos de violencia desenfrenada eran la salida fácil para explicar por qué te habías arruinado en la crianza.
Torpe, solitario, arrastrado todo por obra de su padre. Punto.
Y yo la madre humillada y ultrajada, libre de cualquier yerro.
Pero ya solos, en esta destartalada casona de la colonia Lindavista, tu amor por mí me pudrió el alma.
Solitarios en la casa te sumiste en mi seno.
Me llenaste de melaza.
Porque la verdad: tus idas nocturnas a mi cama no comenzaron hasta que se nos murió el tirano.
Entonces fue cuando te acurrucaste a mi lado. Entonces cuando te dormías en mi pecho y me pedías perdón de quién sabe qué carajos.
Te convertiste en un solterón ridículo, enorme, solitario.
Eres la prueba de mi fracaso, del que la única culpable soy yo.
Yo que te hice mi remedo, medroso, melindroso.
Me empeñé en parirte con el dolor de mi vientre y te dejé marcado con mis aullidos de parturienta.
Te até a mi cuerpo.
Desde entonces he procurado alejarte de mí a patadas.
Fracasé.
 Ahora estamos los dos viejos.
 Olemos igual. No te soporto más, no me soporto. Ha llegado el momento.
Lo urdí: corrí a la cuidadora, esa mujerona de pocas palabras y menos sonrisas.
 Te dije: “Quiero un varón de enfermero, desconfío de las viejas argüenderas”.
Antoine D'Agata (Magnum)
Caíste. Me saliste bien pendejo.
 Trajiste un mequetrefe flacuchiento reclutado de la cauda de narcomenudistas de barriada que tú controlas.
Tenía un tatuaje en el brazo, aro en la nariz, camiseta sin mangas, aire y sabor de malandrín. Perfecto.
Tres días lo observé sin hablar.
Me miraba con sus ojillos de obsidiana, rodeados de tupidas pestañas de aguacero. Recorría el cuarto, hacía cuentas, calibraba con la mirada: el tanque de oxígeno, mis santos, la infinidad de medicinas que rodeaban mi cama cual corona de espinas, la tele. Lana, lana y más lana.
Mi tufo de enferma lo ahogaba.
 Tocarme cuando me daba de comer le provocaba arcadas.
 Le pedí que me sacara de entre los dientes un pedazo de pollo atorado, vomitó más de media hora.
Era tu antítesis. Ese pequeño canalla, de haber sido mi hijo, me habría robado y pegado; por eso iba a ser mi espada, mi liberador, el tuyo.
Cuando le pedí que te matara, me miró con ojos azorados, tanteando el terreno para saber quién era yo. Por qué lo hacía.
Le dije que te odiaba, que ibas a matarme, que querías mi dinero.
Le dije lo que el mundo de las telenovelas lo había entrenado a escuchar.
Le ofrecí dinero.
Al día siguiente no vino, calibraba mi oferta.
Al final apareció.
 Le señalé dónde estaba la caja fuerte. Le dije que luego de que te matara le daría la combinación. Se escondió en la tina armado con el cuchillo de la cocina.
Cuando llegaste te expliqué que se había escapado
. Otra vez estábamos solos.
Me diste de comer, masticando la comida por mí, metiéndomela en mi boca desdentada. Masajeaste mis pies helados de culebra de monte.
Me procuraste.
Igual a otras noches, te metiste en la cama y me diste la espalda.
Era el momento. Cuando el truhán escuchó tus jadeos, salió del baño.
Cerré los ojos. ¿Sabes?
No quería ver tu última mirada.
Ahora el rufián abre la caja fuerte. Le di la combinación.
 El tarado casi no pudo memorizarla. Tuve que ayudarlo.
Tu cuerpo enorme ensangrentó mi pecho, como cuando te escurriste de entre mis piernas en el parto.
Ahora te puedo decir “hijito” por primera vez en años.
Mientras, el mequetrefe se guarda los billetes y las joyas.
Está decepcionado. Creía que el botín era mucho más grande.
Voltea y me mira con furia.
Toca mi turno, no le queda más que matarme.
Y ya muerta, ¿de quién será la culpa de haberte chiqueado, arruinado?
Ya muerta no podré avergonzarme de ser tu mamá.
No tendrás que buscarme.
Te di la vida, te doy tu muerte.
¿Qué más puedes pedirle a una madre?

 

27 ago 2015

La pasión del lector implacable........................................................................... Alberto Manguel

La literatura como mentira' reúne los ensayos literarios de Giorgio Manganelli. De Dumas a Joyce, para él no existen jerarquías oficiales.

 La única regla de oro es la inteligencia.

El escritor italiano Giorgio Manganelli, visto por Sciammarella.

Quizás porque la lectura es una actividad íntima y solitaria, el lector siente, después de cerrar un libro que le ha gustado, la necesidad de contarle a otro su experiencia.
 De ese generoso impulso nacen los oficios de editor (cuando no se trata de una vocación de tendero), de traductor, de antólogo, de reseñador.
Una colección de ensayos de Giorgio Manganelli (1922-1990), diestramente traducidos por Mariagiovanna Lauretta bajo el título La literatura como mentira, es prueba de tal generosidad. A pesar de lo dicho, Manganelli dudaba “que el cometido del crítico sea ser generoso, omnicomprensivo o vagamente neoclásico”.
 Manganelli fue uno de los más inteligentes críticos italianos, ensayista exquisito en un país en el que la estafa financiera es un pecadillo menor pero la torpeza estilística no tiene perdón de Dios.
 Su campo de interés fue vasto, aunque solía concentrarse en la literatura de lengua inglesa, que Manganelli leyó con ojos de recienvenido. Stevenson y Dickens fueron para él autores de su siglo XX, y otros, menos conocidos por los ingleses mismos (Edwin A. Abbott, Ronald Firbank, Ivy Compton-Burnett), ocuparon en sus estanterías el mismo lugar que los clásicos canónicos. Algunas otras literaturas estuvieron representadas (Hoffmann y Dumas), pero es la de las islas Británicas la que Manganelli sintió como más suya.
Manganelli hablaba de los libros que había leído como si quisiera que nosotros también participemos en su comentario.
 Considerando la obra de una figura ejemplar de la novela inglesa del siglo XIX, Thomas Love Peacock (y aquí debo confesar mis celos literarios al comprobar que uno de mis autores secretos fue descubierto por otro lector), Manganelli dice:
“Da gusto toparse —en pleno revuelo romántico— con una figura de coherencia regulada y exacta que prefiere, con parcialidad elegante, la lógica al rayo emotivo; un escritor en cuya página los puntos de exclamación llevan un infalible sonido irónico”.
A lo cual el lector responde: “Así lo pienso yo también”. Y empieza la conversación.
Las jerarquías oficiales no existen para Manganelli: Joyce y O. Henry, Lewis Carroll y Nabokov convergen en la misma frase
. Y sus juicios son tan exactos como inusitados. Al final de Los tres mosqueteros, por ejemplo, cuando los personajes “se despiden de nuestros aplausos”, Manganelli siente que de pronto “algo se corrompe y se desmorona”, porque la sucesión de acontecimientos no tiene un verdadero centro intelectual para mantener la coherencia del conjunto. Dickens es un escritor “delicioso e irritante”
. El estilo de Lovecraft es “de una torpeza genial”
. El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, “no es un gran libro” pero el autor supo conceder a su heroína una “violencia impersonal” que le permite aceptar su destino y no tener miedo a “la agresión social”, espléndido epíteto de Manganelli para nombrar la aparición del erotismo brutal y sincero.
La sección más extensa —tres ensayos— está dedicada no a un novelista ni a un poeta, sino a otro crítico, Edmund Wilson, quien, como Manganelli pero con menos brío, compartió con otros lectores sus sabias lecturas.
A Wilson, Manganelli atribuye una pesquisa de las mentiras de la literatura, en el mejor sentido de la palabra, eso que Dante llamaba “errores que no son falsos”. Ese credo es también el de Manganelli. “La obra literaria”, escribe en el ensayo que da título al libro, “es un artificio, un artefacto de destino incierto e irónicamente fatal”.
Y el destino del escritor “es trabajar, cada vez con mayor consciencia, en un texto cada vez más falto de sentido, en frígidos exorcismos que desencadenen la dinámica furiosa de la invención lingüística”. Casi un siglo antes, Flaubert había expresado este gozoso pesimismo diciendo:
 “La palabra humana es como una cacerola abollada sobre la que tamborileamos melodías para hacer bailar a los osos, aunque en verdad anhelamos enternecer con ellas a los astros”.
En el mismo artículo sobre Peacock, Manganelli acota:
“Una sola acusación se repite en todas sus obras, un solo juicio sobre los románticos: no razonan con claridad, se complacen en distracciones emotivas frente a la primera obligación del buen razonamiento, aman aquella oscuridad, aquella ambigüedad detrás de cuya prepotencia y corrupción encuentran su legitimación retórica.
 Ese es el motivo de que los desprecie por deshonestos”. Ese juicio implacable también es el de Manganelli.
El lector genial que fue quiere compartir con otros sus lecturas, a condición de que sean inteligentes. La estupidez, al contrario del arte de contar mentiras, es para él la única imperdonable falta de honestidad.
La literatura como mentira. Giorgio Manganelli. Traducción de Mariagiovanna Lauretta. Dioptrías. Madrid, 2015. 288 páginas. 19,92 euros.

 

‘Material girl’ a los 90 años.................................................Carles Gámez

En 1925, 'Los caballeros las prefieren rubias' de Anita Loos se rio de la sexualidad de su tiempo.

 De libro de culto pasó a musical de Broadway y comedia de Hollywood.

 

Cartel de 'Los caballeros las prefieren rubias'.

Cuando el editor H.L. Mencken leyó el original de Los caballeros las prefieren rubias de Anita Loos exclamó:” ¿Se da cuenta que es el primer escritor norteamericano que se ríe de la sexualidad?”
. Si al tabú del sexo añadimos el del dinero, el otro componente del relato satírico, el cocktail resultante no podía ser más llamativo- e indigesto- para su época. Bajo el título original de Gentlemen Prefer Blondes: The intímate Diary of a Professional Lady -había aparecido previamente en forma de serial en la revista Harper’s Bazaar- la novela, un texto de apenas 160 páginas en forma de diario, veía su primera edición en 1925, el mismo año de publicación de El gran Gatsby.
  El libro acabará convirtiéndose en uno de los mayores best-sellers de la década, traducido a múltiples idiomas y referencia obligada de la literatura de la llamada Era del Jazz.
Sobre el origen de la novela, la propia autora comentará una anécdota sucedida en un viaje en tren con destino a Los Ángeles cuando ve como todos los caballeros del vagón, entre ellos el actor Douglas Fairbanks, se desviven por ayudar a una señorita de cabellos rubios la hora de descender con su equipaje del tren mientras ella tiene que cargar con el suyo sin la ayuda generosa de ningún miembro del sexo opuesto.
 La escritora ante la “afrenta” dedujo que los caballeros sin duda las prefieren rubias aunque sean teñidas frente a las morenas naturales - y de pequeño tamaño- como ella.
 Sin embargo, en su libro de memorias, Adiós a Hollywood con un beso, la propia Loos escribe como origen de la novela la aventura amorosa que el periodista y editor H.L. Mencken sostenía en aquellos momentos con una descerebrada rubia, una relación que la impulsó a escribir un relato satírico para burlarse del noviazgo.
Guionista en Hollywood, Loos realiza sus primeras armas en la profesión en el periodo del cine mudo para después continuar escribiendo con la llegada del sonoro
. Títulos como La pelirroja (Jack Conway, 1932) que cimenta la figura de Jean Harlow como estrella y sex-symbol, San Francisco (W.S. Van Dyke, 1936) que reúne por primera-y última vez- el musical y el filme de catástrofe o Mujeres, la corrosiva comedia femenina dirigida por George Cukor revalidan su fama como guionista. Loos con su característico humor dirá a propósito de este periodo de su vida. “Gracias a la adaptación de Macbeth al cine pude ver mi nombre a continuación del de William Shakespeare”.
Primera edición de la novela.
La figura de Anita Loos recorre casi todo el siglo XX como uno de los observadores más mordaces en esa gran feria de vanidades llamada la meca del cine y sus protagonistas o visitantes ocasionales. Loos forma parte de ese club de Hollywood y alrededores donde entran y salen el matrimonio F.Scott y Zelda Fitzgerald-algunas de las anécdotas más divertidas y trágicas de sus recuerdos tienen como protagonista a la pareja-, Aldous Huxley, Charles Chaplin, D.W.Griffith, Paulette Goddard o el fotógrafo Cecil Beaton que colabora a patentar el glamur de estrellas como Greta Garbo o Marlene Dietrich.
 Ese nuevo edén californiano donde recalan escritores como Dashiell Hammet, Lillian Hellman o Dorothy Parker, la otra pluma cargada de tinta cáustica que compite con Loos en humor e inteligencia.
Escrita en forma de diario muchas décadas antes que Bridget Jones pusiera en circulación el suyo, Los caballeros las prefieren rubias acabará por convertirse en libro de culto, un clásico y referencia inevitable entre la literatura popular producida en el siglo XX; sus protagonistas, Lorelei y Dorothy, una suerte de heroínas prefeministas dispuestas a luchar sin desmayo por sus sueños y deseos en un mundo controlado por los hombres.
 Con humor Loos pasa con elegancia sobre temas “prohibidos” como la prostitución y otras referencias asociadas a sus heroínas.
 “La trama de Los caballeros las prefieren rubias es tan sombría como una novela de Dostoievski” dirá con su habitual ironía la escritora
. La “materialista” Lorei y la más apasionada Dorothy se erigen en la representación de dos robustos modelos de mujer que escapan de los estereotipos femeninos haciendo uso del humor y la fantasía como armas de combate
. Una filosofía que se resume en una consigna: frente al declive de la pasión amorosa, los diamantes siempre serán los mejores amigos de una chica y su lealtad, eterna.
La novela conoce una primera adaptación cinematográfica en 1927- hoy desaparecida- protagonizada por una joven actriz llamada Ruth Taylor que según cuenta Loos en sus memorias se tomó tan en serio su papel que apenas hubo terminado la película se casó con un millonario y no volvió a trabajar en su vida.
Como prueba de su vigor literario, la novela y sus dos protagonistas acaban debutando con éxito en Broadway en forma de comedia musical. Broadway vive un renacimiento escénico con obras como South Pacific del dúo Rodgers & Hammerstein, Kiss Me, Kate de Cole Porter o Lost in The Stars con música ni más ni menos de Kurt Weill
. Las canciones de Jule Styne y Leo Robin, entre ellas, “Diamonds Are a Girl’s Best Friends” ponen definitivamente cara y ojos al texto literario convirtiéndose en clásicos del cancionero del siglo XX.
Marilyn monroe en un fotograma de la película.
Solo cuatro años después de su estreno en Broadway la pantalla reescribía la historia de las dos heroínas y su cruzada “haz el amor y de paso una buena colección de diamantes” a partir del musical. Para el papel de Lorelei la escogida es Marilyn Monroe -el otro papel es para Jane Russell- que contra viento y marea consigue salir airosa de la prueba convertida en estrella de la Fox.
 Los consejos de Howard Hawks, el director de la versión cinematográfica, al productor Darryl Zanuck “ella es un personaje de dibujos animados y tú intentas hacer de ella la protagonista de films realistas” darán su fruto y Marilyn es elegida para interpretar el papel.
Una versión en vivo de la Betty Boop. Marilyn codifica el icono de la blonde dumb que directores como Billy Wilder y Joshua Logan llevaran a un grado máximo de ironía y estilización. El rubio oxigenado de la estrella gracias a la pantalla llena a partir de ahora los sueños de los espectadores de las salas de cine de todo el mundo.
Aunque el guion cinematográfico de Los caballeros los prefieren rubias a cargo del guionista Charles Lederer pasaba de puntillas sobre la novela, la escritora reconocerá su deuda con el adaptador.
“Mis amigos me aconsejaron que no la viera, pero tengo que decir que Lederer ha realizado una perfecta transición, una de esas versiones con las que toda novelista sueña y en el que el adaptador sabe traducir y proyectar el espíritu y el aroma de la novela original” dirá Loos.
Desgraciadamente Anita Loos murió en 1981 y no llego a conocer la canción “Material Girl” interpretada por Madonna donde el espíritu de su heroína Lorelei volvía a brillar en medio de la década de los ochenta, de la opulencia y de los brókers despiadados. Los caballeros las prefieren rubias tendrá su continuación en la novela Pero se casan con las morenas.
 Preguntada poco antes de morir la escritora sobre los títulos de sus novelas, Loos admitía con resignación que “ahora los caballeros los prefieren- y se casan- con los caballeros”.
Los caballeros las prefieren rubias. Pero se casan con las morenas. Anita Loos. Rara Avis. Alba Editorial.2014.
Marilyn Monroe- Diamonds are a girl's best friend
Marilyn Monroe & Jane Russell -Two little girls from Little Rock
Moulin rouge Diamonds are a girl's best friend

La obsesión por el triunfo social................................................................ Pablo Ordaz

Un teatro en ruinas destruido para levantar apartamentos simboliza la decadencia de Italia, un país que ha vivido subido al carro de la picaresca y el dinero fácil.

 

Imagen de El capital humano, dirigida por Paolo Virzi.

Dice Paolo Virzi que dos de los actores principales de El capital humano, Fabrizio Bentivoglio y Fabrizio Gifuni, son en la vida real tipos sencillos, honestos, buenas personas, justo lo contrario de aquello que aparentan en su película, construida a partir de la novela homónima de Stephen Amidon. La explicación parece en principio absurda —¿qué es un actor si no?—, pero empieza a tomar sentido cuando añade que, en cambio, Valeria Bruni Tedeschi vierte en su personaje algunos rasgos del mundo privilegiado del que procede, y que los dos jóvenes que completan el reparto principal, Matilde Gioli y Giovanni Anzaldo, actúan tal cual son. “Tan es así”, explica Virzi, “que más que como un director de cine, los filmé con la curiosidad de un documentalista”.
 El resultado de tal experimento —al margen de lo cinematográfico, que doctores tiene la Iglesia— es un retrato que asusta, por ajustado, de la sociedad italiana, donde lo cierto y lo fingido, el actor y su personaje, el rostro y la caricatura, se han mezclado hasta construir una mueca de un dolor muy difícil de calmar.
Hay un par de observaciones perdidas en El capital humano que hurgan en la herida abierta de Italia. Una de ellas la pronuncia con irónica amargura, casi al final de la película, el personaje de Valeria Bruni Tedeschi, una mujer a la deriva después de haber quemado sus sueños de actriz en la hoguera de las vanidades de su marido, un voraz especulador financiero: 
“Enhorabuena, habéis apostado a la ruina de este país y habéis ganado”.
 La otra pertenece a una grave y misteriosa voz en off: “Hemos subido la apuesta. Nos lo hemos jugado todo, incluso el futuro de nuestros hijos. Y ahora, finalmente, disfrutamos de aquello que nos merecemos”
. Esto es, de un paisaje humano —porque ese es el verdadero paisaje de la película— que durante las dos últimas décadas y media permaneció hechizado por la televisión, cada vez más plana y no solo por el grosor de las pantallas, mientras las escuelas y los teatros y los museos y hasta Pompeya y el Coliseo se derrumbaban ante la desidia general.
 La atención, como se encarga de subrayar Paolo Virzi en la película, estaba en otro lugar.
“La situación es desesperante, y por eso no tenemos más remedio que recurrir al humor”, explica el director de La prima cosa bella, “somos Italia, un país que debería tener como principal patrimonio la belleza, la cultura, el arte. No tenemos minas de carbón, ni yacimientos de petróleo, ni siquiera una industria manufacturera como ahora pueden tener países con mano de obra barata. Por tanto, nuestra fuerza debería ser la riqueza de la belleza, de la cultura, del enorme patrimonio que tenemos y que, sin embargo, estamos exterminando. 
Debería ser de ahí, de teatros como el Politeama [un viejo local en ruinas que aparece en la película], de donde personajes como Bernaschi —el misterioso y frío hombre de negocios— pudieran hacer dinero, pero en cambio lo destruyen para construir apartamentos. La tratamos un poco en broma precisamente porque, ¡porca miseria!, la situación de este país es una cosa muy seria”.

Fábula del dinero

ROCÍO GARCÍA
Es tan real y cercana la narración del italiano Paolo Virzi en esta fábula sobre la avaricia, el dinero y la especulación, que produce auténtico desasosiego. Virzi, el realizador de La prima cosa bella y Todo el santo día, ha encontrado en la obra del norteamericano Stephen Amidon la excusa perfecta para, más allá de trasladar la acción de la Connecticut del libro a la fabulosa y próspera ciudad de Milán, entrar sin tapujos en la vida de dos familias: una sumamente rica y otra que aspira a serlo, en una vorágine plagada de banalidades y ostentación, a partir del accidente de un ciclista que cambiará el destino de todos. El capital humano, sin duda el filme italiano de este año (siete premios Donatello y premio del público en el Festival de Cine Europeo de Sevilla), consigue que el espectador permanezca en tensión casi constante, como buen thriller que es. Son muchas las virtudes de este filme, pero, sin duda, una de ellas es la excelente interpretación de Valeria Bruni Tedeschi.
Pero ya ni la broma sirve como analgésico.
 Hasta ahora, rememorando al imprescindible Ennio Flaiano, se solía decir que la situación de Italia “es grave, pero no seria”
. Ya no. El viejo y salvífico humor italiano es de pronto insuficiente. 
Se podría añadir que incluso contraproducente
. Vista la película desde fuera, Dino Ossola, el personaje estereotipado que interpreta Fabrizio Bentivoglio, puede hacer cierta gracia porque representa fielmente la caricatura del italiano. 
Vista desde dentro, su furbizia —un concepto, más que una palabra, difícil de traducir y aun de exportar, pero que se puede situar entre la pillería y la astucia— es el reflejo de un mal que se convirtió en endémico cuando, durante más de dos décadas, fue validado desde el poder.
¿Cómo seguir apelando a la educación, a la cultura, a las reglas del juego, al cumplimiento de los deberes cívicos si el primer empres
ario del país, el jefe del Gobierno, l’uomo vincente era y presumía de ser el paradigma de lo contrario? Decía también Flaiano en otro de sus aforismos que “los italianos corren siempre en ayuda del vencedor”.
 Seguramente no es solo una virtud italiana, pero sí es cierto que durante más de dos décadas la sociedad italiana vivió subida al carro del vencedor, y todo aquel que desde cualquier ámbito advirtiera del peligroso rumbo que estaba tomando un país que se considera asimismo il bel paese era tildado de aguafiestas o, aún peor, de comunista.
Todo eso está dentro de la película de Pablo Virzi, que se apoya en la novela de Stephen Amidon para abordar la crisis de la burguesía, pero que utiliza cuatro narraciones paralelas de los hechos —tres puntos de vista subjetivos y uno, final, objetivo— para situar también el foco sobre los demás estratos sociales.
Lo que encuentra no es mucho más halagüeño.
 El paisaje que encuentra se parece. Ambición. Malicia. Oportunismo.
 Y, sosteniéndolo todo, también la política o la familia, la obsesión por el dinero, el triunfo y el reconocimiento social.
Un mensaje de padres a hijos que atraviesa todo el drama: “Os queremos ganadores. Os queremos felices.
Hemos hecho todo esto por vuestro bien.
 Somos los padres mejores del mundo.
 Por vosotros nos hemos jugado todo. Incluso vuestro futuro”.