La pareja comenzó su relación en la primavera de 2015, tal como publicó la revista ¡HOLA! el 24 de junio de 2015. Su historia de amor generó entonces un gran revuelo social, y la pareja sigue suscitando a día de hoy un gran interés.
El hecho de que Isabel hubiese comenzado una relación con el Premio Nobel de Literatura no dejó indiferente a casi nadie, y la pareja iniciaba una relación que ha ido consolidándose con el tiempo y que ha seguido despertando una gran atención pública. A lo largo de estos años, les hemos visto en decenas de actos sociales y familiares, como el bautizo de Migel, el hijo de Ana Boyer, o el concierto de Enrique Iglesias a finales del año pasado, siempre felices y sonrientes disfrutando de su amor.
Aunque no todo ha sido felicidad para ellos: el año pasado por estas
fechas la pareja explicaba cómo habia comenzado su relación y los complicados momentos que vivieron entonces. Ciertamente, sus inicios como pareja no fueron fáciles, ya que Patricia
Llosa de Vargas, entonces esposa del premio Nobel de Literatura,
envió un comunicado pidiendo respeto y negando que se hubiera separado del
escritor el mismo día que se publicaron las imágenes que confirmaban su
relación con Isabel Preysler. Esa misma noche, Isabel y Mario tenían
pensado salir a cenar; y, para evitar que se hablara más de
ellos, Preysler propuso quedarse en casa, pero Vargas Llosa, que había decidido dejar de esconderse, le dijo: "Ahora sí que salimos a cenar. Con más razón. Porque ese comunicado no dice la verdad. Y no puedes dejar que decida tu vida un grupo de paparazzis".
Felices vivencias y románticos viajes
Esos contratiempos iniciales dieron pronto paso a felices vivencias de pareja, como un romántico viaje a Lisboa, en el que les vimos bailandojuntos por primera vez o a la visita a la paradisiaca isla de Mustique, en agosto de ese mismo año,
donde se alojaron en una exclusiva villa junto a un campo de golf, en
un entorno ideal para el relax
. Ese primer verano juntos estuvo lleno de
escapadas románticas, Isabel y Mario disfrutaron de destinos como Oporto, Bruselas y la Costa Azul.
Y, cuando están en Madrid, también suelen salir a menudo a disfrutar de cenas con amigos o acudir a citas culturales, desde la presentación de libros a representaciones en el Teatro Real.
Su relación siguió avanzando con paso firme.
A día de hoy, la pareja vive en su casa de la exclusiva zona de Puerta de Hierro, en Madrid, la
casa familiar que ya tenía Isabel cuando comenzó su relación con Mario y
a la que el escritor se trasladó al poco tiempo de iniciar su relación
-el vivía anteriormente en un ático en pleno centro de Madrid, muy cerca
del Palacio Real-. Isabel y Mario viven con Tamara, la
hija de Isabel y el recientemente fallecido marqués de Griñón, y
reciben asiduas visitas del resto de la familia.
Sin ir más lejos, durante
este confinamiento se han instalado allí Ana Boyer, con su marido,
Fernando Verdasco y el hijo de ambos, el pequeño Miguel, de un año.
Isabel y Mario han estado en casa durante los últimos meses,
debido a las obligadas medidas de prevención frente a la pandemia, pero
siguieron viajando hasta entonces por distintos rincones del mundo, una
costumbre que, a buen seguro, retomarán en cuanto puedan.
La última vez
que les vimos en un viaje fue el pasado día de San Valentín, cuando disfrutaron de un largo fin de semana en Berlín,
donde visitaron varios museos y asistieron a una conferencia en el
Instituto de Estudios Avanzados, entidad a la que el premio Nobel estuvo
vinculado en los años noventa, durante su estancia en la capiltal
alemana.
Probablemente la pareja ya tiene en mente su destino para estas
vacaciones, y en breve les veremos de nuevo paseando su amor por el mundo.
El cineasta, que
publica sus memorias ‘A propósito de nada’, defiende en esta entrevista
con EL PAÍS su inocencia en las acusaciones de agresión sexual a su hija
Dylan.
En una de las primeras citas de Woody Allen y Mia Farrow, él la invitó a ir a despedirse del cadáver de Thelonious Monk
en una funeraria de la Tercera Avenida de Manhattan.
“Se comportó de
manera cortés pero consternada, y tal vez en ese momento debería haberse
dado cuenta de que estaba iniciando una relación con el soñador
equivocado”, relata al comienzo de A propósito de nada (Alianza).
Así empiezan unas memorias pensadas para revisar, a través de un sinfín
de anécdotas y chascarrillos, su larga trayectoria como cómico y
cineasta, aunque su motivación real podría ser defenderse, de una vez
por todas, de las acusaciones de abuso sexual a su hija Dylan, que
ocupan un lugar central en su relato porque también lo han conquistado, a
su pesar, en su propia vida.
Después
de años de silencio, Allen pasa al ataque.
Acusa a Farrow de agredir
físicamente a su esposa, Soon-Yi, y de tratarla de “retrasada”, de
dormir desnuda con su hijo Satchel (hoy Ronan) hasta que cumplió los 11
años y obligarle a alargar quirúrgicamente sus piernas para poder “hacer
carrera en política”, además de lavar el cerebro a sus hijos
haciéndoles creer que era poco menos que un “Moloch vestido con
pantalones de pana Ralph Lauren”.
El director, que cumplirá 85 años en
diciembre, resume la maniobra con una frase que Farrow habría
pronunciado en un lejano 1992:
“Tú me quitaste a mi hija, ahora yo te
quitaré a la tuya”.
Es el penúltimo episodio de un caso en el que
abundan los ángulos ciegos y las dudas razonables, firmado por un
cineasta al que, de un tiempo a esta parte, se le cierran algunas
puertas (aunque no esté ni de lejos censurado, como él mismo insiste en
aclarar).
“Yo sabía que la verdad estaba de mi lado, pero ahora me doy
cuenta de que eso no es garantía de nada”, lamenta Allen, que respondió a
esta entrevista el pasado martes desde su casa en Nueva York.
Pregunta. ¿Por qué escogió un título como A propósito de nada? Para usted, ¿su vida equivale a la nada?
Respuesta.
Nadie necesita mi libro. Relatar mi historia no es relevante ni
importante. Tal vez pueda ser de interés para algunas personas, o tal
vez no…
P. Alguna importancia tendrá, si decidió publicarlo.
R.
No, no la tiene.
La verdad es que me han pedido que escriba la historia
de mi vida desde el comienzo de mi carrera.
De repente, me encontré en
casa sin nada que hacer, a la espera de empezar a trabajar en mi próximo
proyecto, así que decidí escribirlo.
Espero que la gente lo encuentre
informativo y entretenido, que se diviertan leyéndolo.
P. No todo el libro es divertido.
En realidad, es difícil de leer…
R. ¿Lo dice porque le costó entenderlo?
P. No, lo digo porque relata cosas incómodas.
R. La vida humana tiene dimensiones distintas y,
claro está, no todo lo que me ha sucedido es divertido.
En cualquier
vida humana hay una parte trágica y yo no soy ninguna excepción.
P. En este libro hace algo que, durante años, evitó: alzar la voz y defenderse. ¿Por qué ahora?
R.
Ante todo, quiero aclarar que no tengo la sensación de haberme
defendido.
No necesitaba ninguna defensa. Escribí la historia con
objetividad. He usado citas de otras personas: los investigadores, los
médicos, los jueces, los testigos.
Nunca me incluí a mí mismo.
Al sentir
que no necesitaba una defensa, quise escribir la historia de manera
objetiva y dejar que el lector llegase a sus propias conclusiones.
No
quería entrar en el “él dijo, ella dijo”. Esta no es mi versión, sino la
versión del investigador, el psiquiatra y la asistenta doméstica.
Ojalá
no hubiera ocupado todo ese espacio, pero para contar mi historia al
completo también debía incluir esta parte.
Al ser inocente, no sentí que debiera una explicación a nadie. Tal vez mi silencio hizo que la gente dudara.
P. Durante años, calló. ¿No cree que su silencio hizo aumentar las dudas sobre su versión?
R.
Sí, puede que tenga razón, pero no me importó.
Cuando eres inocente,
esas cosas no te importan. No quise perder el tiempo pensando en eso.
No
sentí que le debiera una explicación a nadie.
La investigación concluyó
que no había hecho nada, así que me centré en mi trabajo y en mi
familia.
Pensé que era una pérdida de tiempo dar entrevistas en
televisión o escribir artículos.
Pero, para responder a su pregunta: sí,
tal vez mi silencio hizo que la gente dudara, que pensara: “¿Por qué
está tan callado?”.
P. De ser un ídolo, dice que
ha pasado a convertirse en “un paria”, como se define en el libro, tras
la irrupción del MeToo y la nueva acusación de Dylan.
R.
Sí, pero yo no lo he vivido como algo difícil. Cuando todo eso sucedió,
simplemente seguí trabajando.
Estaba en todos los periódicos, pero los
demás se interesaban por ello más que yo mismo.
Era un sinsentido que
alguien creyera que había hecho algo así a mi hija de 7 años, que
hubiera podido abusar de ella de cualquier forma.
La idea era tan
absurda que nunca hablé de ello.
Trabajé y seguí trabajando, y nunca me
importó.
P.
¿No cree que va mucho más allá? Amazon ha suspendido su acuerdo de
producción y distribución, el grupo Hachette se negó a publicar su
libro, las universidades dejan de estudiar sus películas y muchos
actores ya no quieren trabajar con usted.
R. En
teoría tiene toda la razón, porque todo eso es cierto. Pero, en la
práctica, no ha tenido ningún efecto. La editorial rechazó el libro,
pero 15 minutos después tenía otra que estaba dispuesta a publicarlo.
Amazon me dio la espalda, pero pude rodar otra película poco después.
Todo eso no me ha impedido seguir trabajando ni que la gente siguiera
viendo mis películas. Es cierto que algunos actores me dijeron que no
querían trabajar conmigo en Rifkin’s Festival, la película que
rodé en San Sebastián [se estrenará en otoño]. Pero no pasó nada:
simplemente encontré a otros. Si nadie quisiera trabajar conmigo y nadie
quisiera ver mis películas, tal vez me afectaría. Pero eso no es lo que
ha sucedido…
P.
En los últimos años, algunas de sus declaraciones han sido
interpretadas como provocaciones. Por ejemplo, cuando en 2018 dijo que
el Me Too debería adoptarle como un símbolo. ¿Lo lamenta?
R.
No, claro que no. Encarno todo lo que el MeToo quiere conseguir. He
empleado a cientos de mujeres delante y detrás de la cámara [106
actrices en papeles protagonistas y 230 como responsables de
departamentos técnicos, según precisa en el libro]. Siempre he pagado
exactamente lo mismo a hombres y mujeres. En más de 50 años, ni una sola
actriz o miembro de uno de mis equipos ha dicho una sola palabra
negativa sobre mí. No he recibido una sola acusación de discriminación o
de acoso de cualquier tipo. Si todos los hombres se hubieran comportado
como yo, el movimiento ya habría alcanzado sus objetivos…
P. En
su libro se manifiesta en contra de la “Policía de lo Apropiado” y
hasta insinúa que vivimos un nuevo macartismo. ¿Es comparable?
R.
No, la era McCarthy fue mucho peor. Entonces existía una lista negra
formal, se impedía a la gente trabajar para cualquier estudio o cadena. A
algunos los mandaban a la cárcel, pese a no haber hecho nada que no
estuviera contemplado por sus derechos constitucionales, y otros se
suicidaban saltando del tejado. Ahora no tenemos nada parecido. Hay
gente que se enfada en las redes sociales, pero no es lo mismo que la
era McCarthy, cuando existió algo peligrosamente parecido a una policía
de Estado…
P. “Todo lo que puedo hacer es esperar que la gente entre en razón”, declaró hace unos días a The Guardian. ¿Es eso posible?
R.
Nunca harán eso. Es como aquellos mitos terribles sobre los judíos,
aquellas ideas delirantes que permanecieron durante cientos de años en
la conciencia colectiva. No quiero compararlo, porque aquello fue
horrendo y mortífero, pero una vez que manchan tu nombre, una vez que
alguien te acusa de algo una y otra vez, deja de importar que seas
inocente o culpable. La mancha se queda. Pero, como decía antes, todo
eso no me importa. Cuando me muera, no podré preocuparme por esas cosas.
Si alguien quiere pensar que soy la peor persona sobre la faz de la
tierra, será irrelevante, porque ya habré sido desterrado de la
existencia. Lo que piensen los demás no tiene mucha importancia. Pero,
para responder a su pregunta, no creo que la gente vuelva a sus cabales
sobre este caso.
P.
En su libro dice que no ha dormido una sola noche sin Soon-Yi en los
últimos 25 años. Ha vivido una relación de comunión total, mientras que
todas las anteriores fueron muy distantes. ¿Cómo lo explica?
R.
No hay más explicación que la suerte. Siempre salí con mujeres de
edades parecidas a la mía, actrices y otra gente de esta profesión, casi
siempre de Nueva York. Si hace años me hubieran dicho que me casaría
con una mujer mucho más joven, nacida en Corea y sin ninguna relación
con el show business, me habría parecido descabellado. Y, sin
embargo, sucedió. La química es correcta, la cosa funciona por ilógico
que parezca el motivo… Somos felices juntos y tenemos una buena vida. No
es como si no nos peleáramos nunca, pero es un matrimonio fundado en un
amor real.
P. “He tenido que pagar un precio muy grande por amarla”, escribe, pese a todo, en el libro.
R.
Sí, pero ha merecido la pena. La gente me decía que cómo podía estar
con alguien mucho más joven… Era la hija de Mia y luego terminé siendo
falsamente acusado. Me ha dado una mala imagen, pero eso no significa
nada para mí. Tengo una relación maravillosa con Soon-Yi y no la
cambiaría por nada.
Black Lives Matter: “Las protestas raciales tendrán efecto y los demócratas ganarán las elecciones”
Cuando
observa el horizonte, Woody Allen no vislumbra un nuevo mundo que será
sustancialmente mejor que el anterior. Para el director, la nueva
normalidad será tan mala como la antigua. “En cuanto sintamos que ya ha
pasado lo peor, volveremos a nuestra vida anterior con inmediatez e
inmadurez. No vamos a vivir en un nuevo mundo, aunque sí pronostico
algunos cambios a mejor. De todas formas, el mundo no puede ir peor: la
gente se ha quedado sin trabajo, las tiendas están cerradas, un virus
sigue matando y la gente protesta en las calles”, responde Allen. El
cineasta cree que esos cambios serán políticos. “Los demócratas ganarán
las próximas elecciones y las protestas raciales esta vez serán
efectivas, o eso espero. Estados Unidos siempre ha sufrido problemas
raciales. En las últimas décadas ha habido mucha palabrería y poco
progreso, pero creo que ahora se va a producir un cambio significativo”,
señala Allen.
En 'A propósito de nada', el director sostiene que, en lo que respecta a
los derechos de los afroamericanos, siempre ha sido “liberal e incluso
radical”. “Con los años he recibido algunas críticas respecto al hecho
de que no hay actores afroamericanos en mis películas”, admite Allen,
que no cree que la discriminación positiva sirva “en la selección de un
reparto”. Pese a todo, recuerda que se manifestó en Washington al lado
de Martin Luther King y que bautizó a sus hijos en honor a sus héroes
afroamericanos. “Cuando Ronan nació, le puse el nombre de Satchel por
[el jugador de béisbol] Satchel Paige. A las dos niñas que adopté con
Soon Yi las bauticé como Bechet, en honor al gran virtuoso del jazz
Sidney Bechet, y Manzie, por su batería, Manzie Johnson”, asegura.
En el
décimo aniversario de su muerte, el premio Nobel de Literatura José
Saramago recuerda en este texto la importancia del compromiso político
de los autores frente a la injusticia social.
Ahí está el racismo, aquí están los escritores. La cuestión parece
bastante clara a simple vista: al ser el racismo una expresión
configuradora, y hasta ahora inseparable, de la especie humana, con
raíces probablemente tan antiguas como el día en que se encontraron por
primera vez homínidos pelirrojos y homínidos negros; al presumir los
escritores, a su vez, que son y merecen ser los guías espirituales de
nuestra confusa humanidad, incluso aunque, por haberles dado ella la
espalda, hayan dejado de estar de moda los maîtres-à-penser, la
respuesta a una interpelación dirigida a ellos sería, probablemente, la
redacción del milésimo manifiesto, de la milésima condena del racismo y
de la intolerancia xenófoba, suscrita por todos los escritores de este
prolijo mundo nuestro, del primero al último, si es que para ellos
también existe, en algún lugar, una clasificación por puntos, como la de
los tenistas, que solo tienen que mirar la tabla para saber lo que
valen…
Desgraciadamente,
estas cosas no son tan sencillas, por muy abundante que haya sido en
los últimos tiempos la producción de documentos condenatorios que,
dejando invariablemente intacta e inalterada la causa de la protesta,
sirven para poco más que robustecer la buena imagen que queremos tener
de nosotros mismos.
El problema no está tanto en discutir sobre la necesidad de
proclamar a los cuatro vientos lo que deberían hacer los escritores
contra el racismo y la xenofobia –estaríamos, en ese caso, en el dominio
de las puras obviedades–, sino en empezar a averiguar si el racismo y
la xenofobia, en sus diferentes expresiones (desde la degeneración
violenta de aspiraciones nacionales justificadas histórica y
culturalmente, hasta la amenazante resurrección de doctrinas más
recientes de exclusión, persecución y muerte), no se estarán
beneficiando de los silencios de la tribu literaria, aprovechando el
vacío resultante de la enajenación social defendida por muchos
escritores, en nombre de criterios de libertad e independencia
intelectual alegadamente superiores, que los llevaron a lo que denominan
su compromiso personal exclusivo con la escritura y la obra.
En otras
palabras: se trata de saber si los escritores de hoy que, por indolencia
de espíritu o insuficiencia de voluntad, han renunciado a un papel
interventivo, estarán decididos a mantenerse indiferentes ante lo que
está sucediendo a su puerta, viviendo por cuenta propia, tanto en las
acciones como en las omisiones, la inhumana “regla de oro” de Ricardo
Reis, aquel otro yo neoclásico de Fernando Pessoa
que un día escribió, sin que le temblase el pulso ni ponerse colorado
de vergüenza:
“Sabio el que se contenta con el espectáculo del mundo…”
Ya
han sido identificadas todas las causas del racismo, desde la
proposición política de objetivos de apropiación territorial, usando
como pretexto supuestas “purezas étnicas” que con frecuencia no dudan en
adornarse con las nieblas del mito, hasta la crisis económica y la
presión demográfica que, sin tener la obligación, en principio, de
invocar justificaciones exteriores a su propia necesidad, sin embargo,
no las desdeñan si, en algún momento agudo de esas mismas crisis, se
considera útil el recurso táctico a tan adecuados potenciadores
ideológicos, los cuales, a su vez, en un segundo momento, podrán
transformarse en móvil estratégico autosuficiente.
Desdichadamente, los brotes de racismo y xenofobia, cualesquiera que
sean sus raíces históricas y sus causas cercanas, encuentran, por lo
general, facilidades para sus operaciones de corrupción de las
conciencias públicas y privadas, adormecidas, unas y otras, por egoísmos
personales o de clase, disminuidas éticamente, paralizadas por el temor
cobarde a parecer poco “patrióticas” o poco “creyentes”, según los
casos, en comparación con la insolente propaganda racista o confesional
que, poco a poco, va despertando a la bestia que duerme en nuestro
interior, hasta hacerla salir a la luz.
Nada de esto debería
sorprendernos y, sin embargo, una vez más, con desconcertante
ingenuidad, si no con censurable hipocresía, vamos por ahí
preguntándonos como es posible que haya vuelto la plaga que creíamos
extinguida para siempre, en qué mundo terrible estamos, al final,
viviendo, cuando pensábamos haber progresado tanto en cultura,
civilización y derechos humanos.
Que esta civilización –y no me refiero solamente a lo que denominamos
civilización occidental, sino a todas, desarrolladas o atrasadas, que
están sufriendo el choque de las rápidas transformaciones de nuestro
tiempo, tanto las científicas y tecnológicas como las morales y
axiológicas–, que esta civilización está llegando a su fin, parece no
ofrecer dudas a nadie.
Que entre los escombros y avatares de los
regímenes y sistemas –socialismos pervertidos y capitalismos perversos–
empiezan a esbozarse nuevas recomposiciones de los viejos materiales,
casualmente articulables entre sí, o, aunque unidos por la lógica férrea
de la interdependencia económica y de la globalización informática,
prosiguiendo con estrategias perfeccionadas los conflictos de siempre,
todo esto parece estar, igualmente, bastante claro.
De un modo mucho
menos evidente, tal vez por pertenecer a lo que denominaré,
metafóricamente, las ondulaciones del espíritu humano, creo que es
posible identificar en la circulación de las ideas un impulso dirigido
tendencialmente a un nuevo equilibrio, a una “reorganización” axiológica
que debería suponer, junto al pleno ejercicio de los derechos humanos,
una redefinición de sus deberes, hoy tan poco apreciados, pasando a
situar, al lado de la carta de los derechos de los hombres, la carta
imperativa e indeclinable de sus obligaciones.
Pues bien, si no me
equivoco demasiado, esta reflexión, que parece querer despuntar en medio
de nuestras perplejidades, tendría que empezar por proceder a la
reevaluación y crítica de algunos conceptos corrientes, aunque
espléndidos y generosos, que forman parte, por contraste y en engañosa
antonimia, de ese universo del vocabulario en el que reinan,
efectivamente, como sombríos y terribles astros, la xenofobia y el
racismo.
Nos dicen los diccionarios que “tolerancia” e “intolerancia” son
conceptos extremos e incompatibles entre sí, y, definiéndolos así, nos
conducen a situarnos, excluyendo otras alternativas, en uno de esos dos
extremos, como si, además de ellos, no pudiese existir otro espacio, el
espacio del encuentro y la solidaridad. De ese espacio no tenemos
palabra que lo identifique, no tenemos, para llegar a él, la brújula, la
carta de navegación. Pero, si la palabra no está en los diccionarios es
solo porque no tenemos en el corazón el sentimiento que le conferiría
una humanidad definitiva: parafraseando remotamente a Marx, diré que los
hombres no pueden, antes del tiempo justo, crear las palabras que, sin
saberlo o no queriendo todavía saberlo, estaban ya necesitando
vitalmente… Ponderadas las situaciones, observados los comportamientos,
¿qué es la tolerancia sino una intolerancia capaz aún de vigilarse a sí
misma, pero temerosa de verse denunciada ante sus propios ojos, bajo la
amenaza del momento en que las nuevas circunstancias se arranquen la
máscara que otras circunstancias, de signo contrario, le habían pegado a
la piel, como si aparentemente fuese ya la suya? ¿Cuántas personas, hoy
intolerantes, eran ayer tolerantes?
¿Qué papel podrá entonces desempeñar el escritor, ese al que parece
haberle sido retirada la antigua misión, tácitamente comprendida y
reconocida por la sociedad, de abrir camino a las verdades posibles? ¿Qué dirá, qué escribirá, si cada vez se va haciendo más obvia la
impotencia de la literatura, de cada obra literaria y de todas ellas
juntas, para influir de modo profundo y permanente en la vida social? Si
las sociedades no se dejan transformar por la literatura, si, por el
contrario, es la literatura la que se encuentra hoy asediada por
sociedades que no le piden más que las fáciles variantes de una misma
anestesia de espíritu, es decir, la frivolidad y la brutalidad,
¿cómo podremos hacer intervenir socialmente la voz y la acción de
los escritores, al menos de aquellos a los que el compromiso con la
escritura, absoluto o relativo, no ha hecho perder sus obligaciones,
relativas y absolutas, como ciudadanos?
Publicar artículos, hacer entrevistas, dar conferencias son tareas
derivadas del acto central del escritor: escribir. Con independencia de
la naturaleza, exigencia y singularidad de la obra a la que el escritor
ha decidido consagrar su vida –o, en palabras menos solemnes, el tiempo,
el talento y la paciencia–, apetece decir que debería aprovechar todas
las ocasiones para glosar, ya con motivos pacíficos, el dicho de Cicerón
cuando, al final de sus discursos, viniese o no a cuento, exigía la
destrucción de Cartago. Las Cartago de hoy se llaman Intolerancia,
Xenofobia, Racismo, y nunca serán vencidas si no nos empeñamos en el
combate, escritores y no escritores, con los mismos ingredientes con que
se hace una obra literaria, paciencia, talento y tiempo, por este orden
u otro cualquiera. Pero, entre los escritores, convoquemos sobretodo a esta lucha a la
figura concreta de hombre o mujer que está por detrás de los libros, no
para que nos digan cómo escribieron sus grandes o pequeñas obras (lo más
seguro es que ni ellos mismos lo sepan), no para que nos eduquen y
guíen con sus lecciones (que muchas veces son los primeros en no
seguir), sino para que sencillamente se nos presenten todos los días
como ciudadanos de este presente, aunque, como escritores, crean estar
trabajando para el futuro. No se pide que retomemos (si no encontramos
para ello en nuestro fuero interno motivos ni razones) los caminos de
naturaleza sociológica, ideológica o política que, con resultados
estéticos variables, llevaron a aquello que se llamó literatura
comprometida, sino que tengamos la honestidad de reconocer que los
escritores, en su gran mayoría, han dejado de comprometerse, y que
algunas de las hábiles teorizaciones con que hoy nos entretenemos han
acabado por constituirse en escapatorias intelectuales, modos más o
menos brillantes de disfrazar la mala conciencia, el malestar de un
grupo de personas –los escritores, precisamente–, que, después de
haberse proclamado a sí mismas como faro del mundo, están añadiendo
ahora a la oscuridad intrínseca del acto creador las tinieblas de la
renuncia y la abdicación cívicas.