Son tiempos para leer a Trevor Noah. Ayuda a distinguir la desgracia real de la fantasía del dolor.
Puede que algún día, cuando esta época convulsa se convierta en pretérita en los libros de historia, alguien caiga en la cuenta de que en el devenir de los tiempos influyó y no poco el que la gente hubiera perdido el sentido de la medida y reivindicara, como si se tratara de un derecho, que su dolor debía ser tomado en cuenta como el de las personas que de verdad sufren.
Pero, ¿qué es la verdad y qué el falseamiento de la misma en el presente?
Los sentimientos son subjetivos, podemos estar de acuerdo, aunque en esta época de sacralización de la subjetividad hemos perdido por el camino algo tan eficaz para observar la realidad como es el sentido de la proporción.
Echar un vistazo al mundo y compararse con el que nada tiene y nada puede esperar se ha quedado caduco, es más, apelar a la discreción o a la contención se considera un espantajo, como sacar del baúl de los recuerdos virtudes cursis que no conviene desempolvar.
Algo de eso sabe Trevor Noah, el cómico sudafricano que desde The Daily Show sacude cada noche sin piedad a Donald Trump. En realidad, no solo dispara con sus chistes al presidente, Noah es un especialista desde niño en meterse en líos y se ríe hasta de su sombra y de la sombra de los suyos.
Este mulato de 33 años nació en Johannesburgo.
La edad y el lugar de nacimiento ya nos indican que la temeridad de su humor no fue espontánea: creció bajo el apartheid y su color le convirtió en clandestino desde la cuna, ya que estando prohibidas las relaciones sexuales mixtas, también se estigmatizaba a los descendientes de esas parejas que subvertían las normas raciales. Trevor, hijo de suizo y sudafricana, era un niño casi blanco de pelo afro.
Su aspecto le impedía sentirse integrado y protegido en grupo alguno, salvo al calor de su madre, una mujer valiente y singular que no conformándose con la miserable educación con la que el gobierno racista de Pretoria condenaba a los niños negros o mulatos, se las ingenió para darle al niño idiomas, los propiamente locales y el inglés, para abrirle las puertas de un futuro distinto.
Las madres de nuestro país han aspirado a lo mismo, el inglés, el inglés, pero en el caso de una madre negra del apartheid dar a su hijo idiomas, libros y empujarle a tener sueños que fueran más allá de construir una pared de ladrillo para su chabola era un anhelo insensato.
Todo esto está contado en Prohibido nacer. Memorias de racismo, rabia y risa, las memorias de un gran pícaro que ahora se publican en España y que el año pasado sedujeron a la crítica estadounidense.
El periodismo nos
puede abrir los ojos a la realidad pero la primera persona de un relato
nos sitúa en el puro centro de la acción: en Soweto, por ejemplo, en el
camino que un chaval hacía todos los días al colegio; en la manera en
que su madre se distanciaba de él en la calle para que la policía no
dedujera que era hijo de una relación ilícita, o para que los suyos no
la llamaran puta por haberse acostado con un blanco.
Pero esa madre
digna y valerosa, que educó a su hijo en el humor y la resiliencia, dos
cualidades que comparten terreno porque nos salvan de la desgracia,
solía decirle al pequeño Trevor:
“Aprende de tu pasado y haz que ese
pasado te ayude a ser mejor persona.
La vida está llena de dolor. Haz
que ese dolor te mantenga despierto, pero no te aferres a él. No te
amargues”.
Vacunó, en suma, a su hijo contra la amargura y el
resentimiento, le ayudó a convertirse en una persona flexible y audaz.
Esa manera de narrar la fatalidad con humor está emparentada con las
memorias de Harpo Marx (Harpo Speaks), que destilan una ironía
no exenta de inocencia a pesar de ser los recuerdos de un niño judío y
pobre en el Nueva York de finales del XIX, o a las de nuestro Gila (Y entonces nací yo)
en el Madrid previo a la guerra o en medio mismo de la contienda,
cuando fue malamente fusilado, pasando luego hambre, frío y penurias en
la cárcel.
Todos huyen del dramatismo y a través de una mirada
humorística, a veces cruda, a veces compasiva, siempre sincera y limpia
aún a costa de confesar las mezquindades a las que cualquier ser humano
se rinde forzado por la necesidad, nos cuentan historias llenas de
verdad.
Entendemos cuáles fueron las enormes carencias que padecieron en
la infancia, el hambre, el frío, el miedo, la falta de libertad, la
exclusión por motivos de religión, raza o clase, pero a un tiempo nos
contagian unas ganas enormes de vivir, una bonhomía y una alegría que
para nosotros querríamos.
Son tiempos para leer a Trevor Noah.
Ayuda a distinguir la
desgracia real de la fantasía del dolor.
Es una lección que no todo el
mundo hoy está dispuesto a recibir.