La crisis catalana nos coloca en el mapa por razones tan desgraciadas como el nacionalismo y el cainismo.
Madrid
No
recuerdo un piquete de bienvenida tan numeroso y fervoroso como el que
mis amistades me concedieron en el aeropuerto de París, aunque pronto me
percaté de que no les movía ni conmovía el entusiasmo, sino la
sensación de encontrarse con un pasajero que venía de España, de un
marciano.
Y que podría haber concedido una rueda de prensa en la
terminal de llegadas de tantas preguntas que le —me— hacían a propósito del "Procés".
Desde las más ingenuas —"¿Por qué no dejan votar a los catalanes?"— a las más dramáticas ("¿Habrá otra guerra civil?").
Pude
percatarme entonces de la visión o versión superficial que adquiere la
crisis catalana fuera de su líquido amniótico.
Y del contraste que
existe entre el aislamiento institucional del soberanismo —la UE, en
cabeza y la casi unanimidad de la prensa—frente a la simpatía popular
que ha logrado engendrar en "ultramar" esta picaresca aventura del
pueblo oprimido.
Es
difícil invertir el argumento, precisamente por la simplificación de una
trama tan compleja; por el impacto de las imágenes represoras; y porque
la eficacia del aparato indepe en sus terminales locales e
internacionales se ha añadido a la inoperancia comunicativa del Gobierno
español, de forma que mis amistades parisinas recelaban de mi juicio
cuando trataba de explicar las atrocidades contra la democracia que
perpetraba el bando soberanista: la abolición del parlamento, el
pucherazo electoral, la discriminación cultural y lingüística, la
propaganda de los medios públicos, las movilizaciones, la ruptura de la
sociedad, el oscurantismo nacionalista y hasta la iniciativa de votar la
indepenencia embozados en el anonimato.
Creo
incluso que llegaron a decepcionarles mis explicaciones. Y que no
hubieran ido a buscarme al aeropuerto de haber sabido que mi narración
pedagógica excluía la epopeya libertaria del pueblo catalán, expuesto de
nuevo a la ferocidad de Madrid y a los resabios del franquismo.
Un
pueblo proclama su independencia.
Y un Estado opresor la neutraliza
"okupando" las instituciones.
No cabe lectura más artera y siniestra del
delirio soberanista, pero semejante tergiversación tanto se ha
arraigado en la ortodoxia de Cataluña como ha prosperado en la
abstracción y el diletantismo de la opinión pública internacional menos
informada.
Pónganse
en mi lugar.Expliquen a un extranjero que esta revolución de las libertades se ha organizado desde el sistema, la burocracia la burguesía y el esnobismo trotskista.
Y disuádanle de su percepción "primitiva" o elemental que confronta al gran depredador hispano con la resistencia libertaria. Incapaz de hacerlo puede entenderse que mi regreso al aeropuerto se produjera en soledad.
Se había descompuesto el piquete, aunque el mayor estremecimiento sobrevino delante del quiosco de prensa del aeropuerto Charles de Gaulle. España era portada de todos los periódicos.
Lograba convertirse en el centro del universo, pero lo hacía a expensas de su cainismo, su temeridad, su frivolidad y su endogamia.
La mayor crisis de nuestro tiempo ha sido en propia meta y ha consistido en una pulsión autodestructiva.
La ha infligido el antiguo veneno nacionalista y nos ha desfigurado en el mundo entero como una nación arcaica.
Hispania caput mundi. Lo hemos conseguido.
Y daban ganas de pedir asilo en París.
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