Estaba ordenando el escritorio y un libro cayó de un estante a mis
pies. Era el cuarto volumen de Situations (1964), la serie que reúne los
artículos y ensayos cortos de Sartre. Lo encontré lleno de anotaciones
hechas cuando lo leí, el mismo año que fue publicado. Comencé a hojearlo
y me he pasado un fin de semana releyéndolo
. Ha sido un viaje en el
tiempo y en la historia, así como una peregrinación a mi juventud y a
las fuentes de mi vocación.
Sus libros y sus ideas marcaron mi adolescencia y mis años
universitarios, desde que descubrí sus cuentos de El muro, en 1952, mi
último año de colegio. Debo haber leído todo lo que escribió hasta el
año 1972, en que terminé, en Barcelona, los tres densos tomos dedicados a
Flaubert (El idiota de la familia), otra de las tetralogías que dejó
incompletas, como las novelas de Los caminos de la libertad y su empeño
en fundir el existencialismo y el marxismo,
Crítica de la razón
dialéctica, cuya síntesis final, prometida muchas veces, nunca escribió.
Después de veinte años de leerlo y estudiarlo con verdadera devoción,
quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos
políticos, su logomaquia y convencido de que buena parte del esfuerzo
intelectual que dediqué a sus obras de ficción, sus mamotretos
filosóficos, sus polémicas y sus úcases, hubiera sido tal vez más
provechoso consagrarlo a otros autores, como Popper, Hayek, Isaías
Berlin o Raymond Aron.
Sin embargo, confieso que ha sido una experiencia estimulante —algo
melancólica, también— la relectura de su polémica con Albert Camus del
año 1952, sobre los campos de concentración soviéticos, de su recuerdo y
reivindicación de Paul Nizan, de marzo de 1960, y del larguísimo
epitafio (casi un centenar de páginas) que dedicó a la memoria de su
compañero de estudios, aventuras políticas y editoriales, amigo y
adversario, el filósofo Maurice Merleau-Ponty (1961).
Era un soberbio polemista y su prosa, que solía ser siempre
inteligente pero seca y áspera, en el debate se enardecía, brillaba y
parecía insaciable su afán de aniquilación conceptual de su
contrincante
. No se equivocó Simone de Beauvoir cuando dijo de él que
era “una máquina de pensar”, aunque habría que añadir que ese intelecto
desmesurado, esa razón razonante, podía ser también, por momentos, fría y
deshumanizada como un arenal.
Leída hoy, no cabe la menor duda de que
su respuesta a Camus era equivocada e injusta, y que fue el autor de El
extranjero quien defendió la verdad, condenando la muerte lenta a que
fueron sometidos millones de soviéticos en el gulag por el estalinismo a
menudo por sospechas de disidencia totalmente infundadas y sosteniendo
que toda ideología política desprovista de sentido moral se convierte en
barbarie
. Pero, aun así, los argumentos que esgrime Sartre, pese a su
entraña capciosa y sofística, están tan espléndidamente expuestos, con
retórica tan astuta y persuasiva, tan bien trabados e ilustrados, que
suscitan la duda y siembran la confusión en el lector
. Arthur Koestler
pensaba en Sartre cuando dijo que un intelectual era, sobre todo en
Francia, alguien que creía todo aquello que podía demostrar y que
demostraba todo aquello en que creía
. Es decir, un sofista de alto
vuelo.
Sartre considera a Nizan como un ejemplo, porque rompe moldes ideológicos
La evocación de Paul Nizan (1905-1940), su condiscípulo en el liceo
Louis le-Grand y en la École Normale Supérieure, a quien lo unió una
amistad tormentosa, es soberbia y —adjetivo que rara vez merecían sus
escritos— conmovedora.
Hijo de un obrero bretón que, gracias a su
talento, recibió una educación esmerada, Nizan fue muchas cosas —un
dandi, un anarquista, autor de panfletos disfrazados a veces de novelas
que seducían por su violencia intelectual y su fuerza expresiva— antes
de convertirse en un disciplinado militante del Partido Comunista.
Cuando el pacto de la URSS con la Alemania nazi, Nizan renunció al
partido y criticó con dureza esa alianza contra natura
. Poco después,
apenas comenzada la Segunda Guerra Mundial, murió en el frente de una
bala perdida. Pero su verdadera muerte fue la pestilencial campaña de
descrédito desatada por los comunistas para envilecer su memoria.
Camus rompió con Sartre por la cercanía de éste con el Partido;
Nizan, por las diferencias y reticencias que guardaba con aquél.
En su
ensayo, que sirvió de prólogo a Aden, Arabie, Sartre hace un recuento
muy vivo de la fulgurante trayectoria de ese compañero que parecía
destinado a ocupar un lugar eminente en la vida cultural y que cesó, de
aquella manera trágica, a sus 35 años
. En tanto que, cuando refuta a
Camus, aparece como un perfecto compañero de viaje, en el que dedica a
defender la vida y la obra de Nizan
, Sartre es un debelador implacable
del sectarismo dogmático que cubría de calumnias infames a sus críticos y
prefería descalificarlos moralmente antes que responder a sus razones
con razones.
El ensayo es también una premonición de lo que podría
llamarse el espíritu de mayo de 1968, pues en él Sartre propone a Nizan
como un ejemplo para las nuevas generaciones, por haber sido capaz de
romper los moldes ideológicos y las convenciones y esquemas dentro de
los que se movía la izquierda francesa, y haber buscado por cuenta
propia y a través de la experiencia vivida un modo de acción —una
praxis— que acercara el medio intelectual a los sectores explotados de
la sociedad.
El ensayo sobre Merleau-Ponty es, también, una autobiografía política
e intelectual, un recuento de los años que compartieron, como
estudiantes de filosofía en la École Normale Supérieure, su
descubrimiento de la política, del marxismo, de la necesidad del
compromiso, y, sobre todo, su toma de conciencia del odio que les
inspiraba el medio burgués de que ambos provenían.
Este odio impregna
todas las frases de este ensayo y se diría que, a menudo, es él, antes
que las ideas y las razones, y antes también que la solidaridad con los
marginados, el que dicta ciertas tomas de posición y pronunciamientos de
los dos amigos. Sartre es muy sincero y poco le falta para reconocer
que, en su caso, la revolución no tiene otro objetivo primordial que
borrar de la tierra a esa clase social privilegiada, dueña del capital y
del espíritu, en la que nació y contra la que alienta una fobia
patológica. En este ensayo aparece la famosa afirmación sartreana (“Todo
anticomunista es un perro”) que llevó a Raymond Aron a preguntar a
Sartre si había que considerar a la humanidad una perrera.
Leída hoy, su respuesta a Camus era equivocada e injusta
Merleau-Ponty fue el último de los intelectuales de alto nivel con
los que Sartre fundó Les Temps Modernes en romper con la revista que,
durante años, fue para muchos jóvenes de mi generación una especie de
Biblia política.
A partir del alejamiento de Merleau-Ponty, en los años
cincuenta, sólo quedarían con Sartre los incondicionales, que, durante
toda la guerra fría, aprobarían sus idas y venidas y sus retruécanos a
veces delirantes en esa danza sadomasoquista que vivió hasta el final
con todas las variantes comunistas (incluida la China de la revolución
cultural).
Este ensayo impresiona porque muestra la fantástica evolución de
Europa en el medio siglo transcurrido desde que se escribió. Cuando
Sartre lo publica, la URSS parecía una realidad consolidada e
irreversible. La guerra fría daba la impresión de poder transformarse en
cualquier momento en guerra caliente y, aunque Sartre y Merleau-Ponty
discrepan sobre muchas cosas, ambos están convencidos de que la tercera
guerra mundial es inevitable y que, una vez que estalle, el Ejército
soviético tardará muy poco en ocupar toda Europa occidental.
La política impregna hasta los tuétanos la vida cultural en todas sus
manifestaciones y los extremos apenas dejan espacio a un centro
democrático y liberal que tiene pocos defensores en el mundo
intelectual.
No sólo Sartre y Merleau-Ponty ven en De Gaulle y la Quinta
República a un fascismo renaciente y en Estados Unidos a un nuevo
nazismo. Semejante disparate es en aquellos años de esquematismo e
intolerancia un lugar común. Produce vértigo que pensadores que nos
parecían los más lúcidos de su tiempo se dejaran cegar de ese modo por
los prejuicios políticos.
Ahora bien.
Pese a las orejeras ideológicas que delatan, aquellos
debates tienen algo que en el mundo de hoy ha sido barrido por, de un
lado, la banalidad y la frivolidad, y, por otro, el oscurantismo
académico: la preocupación por los grandes temas de la justicia y la
injusticia, la explotación de los más por los menos, el contenido real
de la libertad, cómo conciliar ésta con la justicia e impedir que sea
sólo una abstracción metafísica, etcétera. En nuestros días los debates
intelectuales tienen un horizonte muy limitado y transpiran una secreta
resignación conformista, la idea de que aquellas utopías de los tiempos
de Sartre y Camus han quedado para siempre erradicadas de la historia.
Hoy por hoy, tratándose de política, el sueño está prohibido, ya sólo
son admisibles los sueños literarios y artísticos.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2012.