28 ago 2010
CONOCERÁS AL HOMBRE DE TUS SUEÑOS
En Melinda y Melinda (2004), la película que precedió a la presente deriva europea en la filmografía de Woody Allen, el cineasta esbozó el filme-manifiesto que podría esconder la clave de interpretación de todo su discurso: la tragedia y la comedia como mero problema de mirada en el irresoluble empeño de descifrar lo humano. Tras ese trabajo, Allen ha seguido fiel a su disciplina, pero con la actitud de quien se siente absolutamente liberado del deber de forjar nuevas obras mayores: en Match point (2005), por ejemplo, extirpó el contrapeso de comedia que distinguía a la negrísima, monumental Delitos y faltas (1989); y en la libérrima Si la cosa funciona (2009) lograba desarrollar el inesperado ingreso en el lado oscuro de su propio arquetipo que ya se intuía en la poco apreciada Todo lo demás (2003).
Quizá habrá que dejar pasar el tiempo para apreciar la secreta grandeza de esta última etapa en la filmografía de Woody Allen, una etapa hecha de obras menores, desaliñadas, a veces antipáticas, pero que, título tras título, confirman la capacidad del creador para ser siempre idéntico a sí mismo siendo, cada vez, distinto.
CONOCERÁS AL HOMBRE DE TUS SUEÑOS
Dirección: Woody Allen.
Intérpretes: Josh Brolin, Naomi Watts, Anthony Hopkins, Lucy Punch.
Género: comedia. España-EE UU, 2010.
En Conocerás al hombre de tus sueños brilla uno de los aspectos de la creatividad de Allen que menos suelen destacarse: su extraordinario oficio como contador de historias, narrador / embaucador capaz de describir una desintegración familiar como un juego improvisado al mismo tiempo que se formulan sus reglas.
La película saca fuera de la ecuación toda tentación dramática para contemplar a sus personajes con una mirada a la vez compresiva e implacable.
El tema de fondo son los placebos y autoengaños a los que cada uno recurre para gestionar sus respectivas modalidades de crisis vital: del envenenado romance intergeneracional a la delegación en elementos sobrenaturales.
El resultado es una película en la que el viejo Allen vuelve a ser sorprendentemente joven, una obra que parece no ahondar en nada mientras lo dice todo sobre la inmadurez -tanto masculina como femenina- que define nuestro presente. La subtrama literaria del personaje encarnado por Josh Brolin y la electricidad cómica de la actriz Lucy Punch, en el papel de la joven amante que alivia el crepúsculo viril de un woodyallenizado Anthony Hopkins, son las mejores armas de una comedia ligera que golpea en lo profundo.
27 ago 2010
Arropada.
Se arropó en el blanco,
se hizo abrigo y almohada
para el hombre que apoyaba
la cabeza en su regazo.
Ambos dormitaban
una mañana nueva.
Horas atrás él hizo lo imposible
para que se sintiera llena
de sueños y ternura.
Ahora se miran con otros ojos,
saben que no hicieron falta
despojos apasionados de ropa,
ni pieles desnudas mutando formas.
No hubo lenguas lamiendo
coyunturas y brechas,
sólo unos delicados
toques de piel
y unos besos de dulce afecto.
Y sintieron despertarse
un perfume de sol y agonía,
instalarse un aliento
de armonía y quietud.
Hubo también un despliegue,
una metamorfosis lenta:
Ella miró al infinito
y los ojos de él la tocaron.
Y sus labios descendieron
hasta eternizarse
mucho más allá de su ombligo.
Se perdió el miedo
a lo clandestino e impuro,
se olvidaron en las caricias.
No hubo una boca lamiendo
mientras otra clamaba.
No se hicieron doler de gozo
ni se tocaron el agua de la pasión,
fue un sentirse juntos
y completos hasta el éxtasis.
Y hasta buscaron el hueco
para un instante de luz y sonrisas.
Hubo como un guiño de amor,
un saberse juntos y absolutos,
para despejar las incógnitas
que se les abrían en el camino.
VIEJOS
VIEJOS
He dejado para agosto este artículo que a lo mejor podría haber escrito un poco antes. Y es que la placidez de agosto, su definitiva adscripción al ocio vacacional, parecen convenirle al tema.
La Unión Europea sugirió, a principios del mes pasado, que la edad de jubilación debería ser los setenta años, y que, si no es así, los sistemas de pensiones quedarán desbordados y habrá casi tantos jubilados como trabajadores en activo.
Puede que esto sea verdad. Lo que significaría, en fin, que hasta ahora habíamos vivido bajo una gran mentira, y que el principio de que los trabajadores en activo cotizamos ahora para que se nos asegure una pensión en la vejez era una estafa: cotizamos para mantener más o menos al día las cuentas del sistema, y mañana ya se verá.
Mientras se resuelve este enredo, y los políticos aciertan a encontrar el modo de dulcificarle la píldora a la población, parece conveniente empezar a hacerse a la idea. No está muy claro, de todos modos, para qué nos jubilamos.
Lo ideal sería pensar que nos desprendemos de las ataduras laborales cuando aún nos quedan fuerzas y ganas para hacer otras cosas, y no solamente para morirnos. Y que, cuando desaparece la obligación de fichar a las ocho y permanecer la mayor parte del día en una fábrica o una oficina, es el momento de atender viejas aspiraciones postergadas: hacer un largo viaje, por ejemplo, o desarrollar nuestras capacidades artísticas... Lo ideal sería llegar a la edad de jubilación con esos ímpetus, y confiar en la estadística para contar con los veinte o veinticinco años de vida que ésta todavía nos concede.
Ser como esos jubilados europeos que conocieron la prosperidad de los años sesenta y terminaron sus días en plácidas urbanizaciones mediterráneas, sacando a pasear el perro y comprando The Times en el quiosco de helados.
No parece que ése vaya a ser el caso. No quiero pensar en qué estado llegaré a los setenta sin haber parado de trabajar: ya los cuarenta y tantos me pesan lo suyo. Fue la mía una generación numerosa: cuando niños, copamos los colegios, como luego copamos los empleos e impusimos nuestros gustos en la moda y en el ocio. Ahora, si nuevos embates de la economía no terminan de arrebatarnos los puestos de trabajo que ocupamos, vamos a envejecer en ellos.
Imagino el panorama: cuando un hombre joven dentro de veinte años vaya al médico, se encontrará con que éste probablemente sea un anciano; sus hijos tendrán profesores ancianos; sus padres no podrán ejercer de abuelos porque tendrán todavía obligaciones laborales que atender. Y como seremos muchos, los gustos, modas y valores de esa sociedad de ancianos en activo serán los de una gerontocracia. Una Europa de viejos asidos a sus puestos, como los políticos de ahora, y a los que nadie empujará para que hagan sitio. A ver cómo se lo toman los jóvenes.
Publicado el pasado martes en Diario de Cádiz
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