Trump, el hombre desatado, había advertido que se negaría a aceptar una derrota. No hay motivo entonces para la extrañeza: el presidente venía propagando en Twitter la idea de que sus enemigos querían derrotarlo a través del voto fraudulento. Le salía a cuenta sembrar la duda sobre el recuento porque los votantes demócratas, más comprometidos contra la pandemia, optarían por votar desde casa. También aquí, si se dieran unas elecciones en estas circunstancias, muchos preferiríamos el voto por correo. Aunque, visto lo visto, tanto el alcalde de Madrid como su inefable presidenta aconsejarían lo que podemos imaginar: unas cañas después de celebrar la fiesta de la democracia. A mí me sorprende que Trump sorprenda: ese prototipo de ególatra grotesco exhibe una sinceridad pavorosa, es transparente. Sin menospreciar el apoyo de un partido republicano, que no desea la democracia sino una república oligárquica y que dejará caer a su candidato en cuanto huela a muerto, Trump es un hombre psicológicamente negado para trabajar por un bien colectivo.
No puede gobernar pensando un prójimo porque, sencillamente, no lo ve. Solo está dotado para ejercer un poder absoluto, rodeado de una corte de pelotas que asuman sin rechistar sus insensateces. Ni tan siquiera como empresario levantó mucho el vuelo, aunque hubiera un público dispuesto a creerse su papel de triunfador en un show televisivo.
Pero cuidado con hacer chanza, vaya a ser que se nos tache de pertenecer al elitismo progre, cuyo síntoma más sobresaliente, ya se sabe, es la superioridad moral.
En fin, tanto hemos asumido esa acusación que andamos con pies de plomo para defender derechos que hace 30 años se consideraban pilares básicos del bienestar social. Pero detengamos por un momento la mirada en los escritores americanos.
Han hablado durante esta campaña con una sinceridad y una falta de cinismo encomiable. Han demostrado que hay situaciones de emergencia en las que conviene aparcar los coqueteos verbales literarios y las obsesiones particulares para arremangarse por una causa común.
La novelista y ensayista Siri Hustvedt creó, junto a Paul Auster, la plataforma Escritores contra Trump, convencida como estaba de la necesidad de animar al voto juvenil en un momento en el que se teme una respuesta violenta. Fueron 80 los primeros firmantes y se han acercado a 2.000.
Hay que tener en cuenta que los escritores americanos están menos presentes en el día a día de los medios. No es tan habitual que cada novelista tenga su columna, pero en esta ocasión, a través de jugosas entrevistas, hemos escuchamos las voces de Richard Ford, de Rebecca Solnit, Stephen King o Valeria Luiselli.
Por más que alguien les intente descalificar como integrantes de un club selecto en un país de olvidados, ellos han alzado su voz como ciudadanos.
Hustvedt se ha detenido en la personalidad de Trump y en su desprecio a las mujeres describiéndolo como un narcisista patológico;
Ford habló del resentimiento social, de aquellos que acuden en cochazos a los mítines de Trump pero se definen a sí mismos como “desamparados sin merecerlo”. “¡Desamparados!”, decía Ford al periodista. “¿Quiere saber quién está desamparado? Las personas negras sin empleo, ellos están siendo mal atendidos. Las personas con discapacidades, ellos están mal atendidos”.
Todos estos escritores y escritoras se han preguntado cómo se ha llegado hasta esa noche en que un presidente niega la ley que lo ampara. Señalan el racismo como el pecado fundacional del país. Encuentran todos un resquicio a la esperanza en el movimiento Black Lives Matter que ha hecho conscientes a muchos blancos de lo que es levantarse cada mañana siendo negro. La violencia, las armas, la codicia, además de una masculinidad herida, contribuyen a este presente. Cuando viví allí, pude apreciar esa potente honestidad intelectual. Es como una flor delicada que brota en cualquier erial: no están a la defensiva, ni por ser hombres, ni por ser blancos, ni por estar bien situados. Miran a su país con los ojos de la verdad.