La
semana pasada, en su casa de Los Ángeles y con 91 años de edad, murió
Ray Bradbury, escritor de referencia para todos aquellos que nos gusta
la literatura y en particular la ciencia ficción.
Una buena parte de mi
generación fue marcada por sus dos más importantes libros: Crónicas marcianas y Fahrenheit 451.
Y
sin embargo, antes de estas dos obras de referencia, yo le conocí a
través de otro pequeño relato que aparecía en un número de una de esas
revistas publicadas en los años sesenta y que mi padre coleccionaba.
¿Tal vez Selecciones Reader´s?
No puedo asegurarlo, pero sí que aquel relato, que se titulaba Las manzanas doradas del sol,
me impresionó.
Como volvió a impresionarme cuando lo leí otra vez mucho
más tarde, en una edición que recogía el conjunto de cuentos bajo ese
mismo nombre y que publicaba la Editorial Minotauro.
El relato Las doradas manzanas del sol nos narra la expedición de un grupo de humanos que a bordo de la nave interplanetaria Prometeo tiene
como objetivo arrancar del Sol un pequeño trozo de su superficie y
traerlo a la Tierra.
De la misma manera que hacía un millón de años –en
palabras de la propia narración– un hombre desnudo en una senda norteña
vio un rayo que hería un árbol y recogió una rama ardiente que dio a su
gente el verano, ahora el grupo de expedicionarios siderales quería
obtener aquel otro fuego que llevaba en su seno el secreto de su energía
inacabable, los frutos dorados de aquel árbol en llamas.
En
el momento más arriesgado de la misión, sobrecogía la descripción de
cómo el capitán de la nave, con una leve torsión de su mano enfundada en
un guante robot, movía allá una enorme mano con gigantescos dedos
metálicos que arañaban la candente superficie y obtenía en su vasta copa
de oro un trozo de la carne del Sol, la sangre del universo, la
enceguecedora filosofía que había amamantado a una galaxia.
Y cómo, con
aquella prodigiosa carga, el pulso de la nave se aceleraba, el corazón
batía con violencia, hasta que por fin se apaciguaba y los
expedicionarios podían regresar.
Y de igual forma que al final de la narración la nave Ícaro (que
así también se llamaba) se hundía rápidamente en la fría oscuridad
alejándose de la luz, así Ray Bradbury ha emprendido su último viaje.
Además de su recuerdo, para calentarnos nos deja relatos tan emocionantes como estas doradas manzanas del sol.