El historiador David Porrinas retrata en un libro al Campeador como pragmático señor de la guerra y mercenario, muy alejado del mito.
El Cid real, el Rodrigo Díaz de Vivar histórico, no tenía dos espadas denominadas Colada y Tizona, ni un caballo que respondiera al nombre de Babieca,
ni obligó nunca a jurar en Santa Gadea al rey Alfonso VI que no había
tenido nada que ver con la muerte del hermano del monarca.
Sus hijas no se llamaban Elvira y Sol sino María y Cristina, y además había un hijo varón, Diego.
A las chicas tampoco las ultrajaron e hicieron de todo los infantes de Carrión en la legendaria afrenta de Corpes tras las bodas, ni hubo batalla ganada después de la muerte.
De hecho, hasta puede que nadie hubiera llamado Cid al Cid en toda su vida (aunque sí se le conocía y él firmaba así como “Campeador”, de campidoctus,“señor del campo de batalla”).
Pero todo eso no quiere decir que la existencia y hechos del personaje de verdad (¿Vivar, 1040?- Valencia, 1099) que dio pábulo a la leyenda no fueran extraordinarios.
Ahora, el historiador David Porrinas (Castañar de Ibar, Cáceres, 1977), investigador y profesor en la Universidad de Extremadura y un reconocido estudioso de la guerra en la Edad Media y del propio Campeador, arroja luz sobre el de Vivar en un ensayo desmitificador tan erudito como apasionante.
El Cid, historia y mito de un señor de la guerra (Desperta Ferro Ediciones, 2019), con prólogo del catedrático de Historia Medieval y acreditado cidista Francisco García Fitz, se centra especialmente en la actividad bélica de Rodrigo Díaz y lo muestra como un gran hombre de acción.
Un guerrero aventurero y oportunista que se mueve con habilidad y pragmatismo extremos en la frontera difusa entre la cristiandad y el islam al frente de una hueste de tropas híbridas compuestas por su propia mesnada y contingentes musulmanes.
Un mercenario en busca de botín y señor al que servir en un mundo mestizo, en el que los reinos cristianos y las taifas musulmanas guerrean unos contra otros y todos entre sí, aliándose sin importar la religión.
Y un combatiente temible que puede ser brutal (hace torturar civiles y quemar vivo al cadí de Valencia) y que se granjea fama de invencible en la batalla.
Un personaje y un escenario, como se ve, que coinciden poderosamente con los de Sidi, la última novela de Arturo Pérez-Reverte (Alfaguara, 2019), aunque en esta hay jura, Tizona y otros mitos.
"Es muy complicado depurar al verdadero Cid histórico de la leyenda tejida a su alrededor", explica Porrinas, que subraya que hay unas ideas fijadas durante siglos, unos clichés que cuesta desterrar, y valga la palabra.
El caso, recalca, es que hay muy buenas fuentes históricas que nos permiten saber cómo era en realidad.
“Es seguramente el personaje que mayor cobertura informativa recibió en su tiempo, más incluso que el propio emperador Alfonso VI.
Es absolutamente excepcional disponer de tanta información de alguien del siglo XI que no era ni miembro de la realeza ni un alto cargo eclesiástico".
Porrinas cita entre esas fuentes la Historia Roderici, contemporánea del Cid o de poco después, y las informaciones coetáneas de cronistas musulmanes que narran la conquista de Valencia (la gran realización del Campeador) y algunos de los cuales incluso vivieron el asedio.
Disponemos asimismo, apunta, de la carta de arras del matrimonio con Jimena y hasta de un documento firmado de puño y letra por el Cid, que signó “ego ruderico” (el trazo no es muy seguro así que probablemente el Cid manejaba mucho mejor la espada que la pluma).
Pese a las fuentes, continúa el estudioso, “el Cantar de mio Cid,
puesto por escrito a partir de versiones juglarescas entre los años
finales del siglo XII y primeros del XIII y convertido en la obra cumbre
de la literatura medieval española, establece una imagen literaria muy
distinta de la histórica pero llamada a tener mucho más éxito".
Fue, explica, el empeño de Ramón Menéndez Pidal desde 1929 en considerar el Cantar y los romances sobre el Cid fuentes históricas válidas para el conocimiento del Cid real lo que ha creado tanta confusión.
Por no hablar del retoque franquista y la película de 1961 con Charlton Heston. Es la del Cantar una imagen heroica, épica, “muy cinematográfica”, con “evidentes concesiones a la sensiblería, la fantasía, y el dramatismo morboso".
De los episodios más famosos para los mortales comunes de la vida del Cid, Porrinas recalca que "no hay nada de eso", y que son todo imágenes que se forjan con posterioridad.
El duelo con el padre de Jimena, por ejemplo, no aparece hasta el siglo XIV.
En cuanto a la jura de Santa Gadea, no se empieza a hablar de ella hasta el siglo XIII, en una obra del historiador eclesiástico Lucas de Tuy, y sería imposible que se hubiera producido: ningún noble podía desafiar así al poder haciendo jurar a un rey.
De Diego, el hijo desconocido del Cid, dicen las fuentes que murió luchando contra los musulmanes en la batalla de Consuegra en 1097.
"Fue un mazazo para el Cid que perdió toda esperanza de crear una línea dinástica para perpetuar su recién conquistado principado de Valencia, aunque consiguió casar bien a sus hijas"
(María se desposó con Ramon Berenguer III, conde de Barcelona).
En cuanto a la victoria después de muerto, atado al arzón de su caballo, señala que forma parte de la leyenda elaborada por los monjes del monasterio de Cardeña, donde fue enterrado el Cid —luego sus restos se dispersaron— tras sacarlo embalsamado de la Valencia amenazada por los almorávides.
El historiador indica que no hay pruebas de que en su época le llamaran Sidi o Cid.
"La primera vez que vemos esa denominación es en el Poema de Almería, de mediados del siglo XII, donde se menciona a Rodrigo como Cid.
Lo cual no quiere decir que sus soldados árabes o sus súbitos valencianos no lo llamaran así, mi señor, pero no está documentado".
Sea como fuere, lo de Cid cuadra con ese comandante de tropas híbridas, variopintas, cristiano al frente de musulmanes, que a partir de su núcleo de medio centenar de caballeros, aventureros y buscafortunas recibe el mando del ejército de la taifa de Zaragoza.
Sorprende que el Cid fuera un mercenario...
"Suena peyorativo, pero esa es la definición del que combate por dinero, como los condotieros posteriores o sus coetáneos y tan parecidos señores de la guerra normandos.
Rodrigo, un gran pragmático, entiende que ese servicio al rey al-Mutamin de Zaragoza y sus sucesores es lo mejor para cumplir su propósito último de hacerse con Valencia. No se puede entender al Campeador sin su relación de mestizaje militar, político y cultural con los musulmanes".
¿Se podría haber publicado un libro desmitificador como el suyo, en
el que el Cid aparece hasta como ocasional vendedor de esclavos, durante
el franquismo?
"Imposible", ríe el autor.
"El franquismo nació huérfano de ideologías, tenía que crear una y se apropió de símbolos como don Pelayo, Covadonga, Agustina de Aragón y el Cid.
Un libro como el mío no habría gustado.
Franco se identificaba con el Cid legendario y le gustaba que otros le identificaran así, como hizo el alcalde de Burgos al inaugurar la famosa estatua ecuestre.
Dio muchas facilidades para el rodaje de la película de Charlton Heston que internacionalizaba esa imagen épica del personaje".
El historiador dice que no ha leído aún la novela de Pérez-Reverte, al que no conoce personalmente pero del que se declara gran admirador.
El ensayo de Porrinas y la novela de Pérez-Reverte coinciden en destacar los aspectos militares del Cid y el uso decisivo de la carga de caballería y la lanza.
También en mostrar el mundo fronterizo de la Península como un escenario turbulento y sin ley, un Far West medieval.
En un balance del Cid, el estudioso afirma que "no cambió la historia con mayúscula pero sí la historia cultural.
Sus hijas no se llamaban Elvira y Sol sino María y Cristina, y además había un hijo varón, Diego.
A las chicas tampoco las ultrajaron e hicieron de todo los infantes de Carrión en la legendaria afrenta de Corpes tras las bodas, ni hubo batalla ganada después de la muerte.
De hecho, hasta puede que nadie hubiera llamado Cid al Cid en toda su vida (aunque sí se le conocía y él firmaba así como “Campeador”, de campidoctus,“señor del campo de batalla”).
Pero todo eso no quiere decir que la existencia y hechos del personaje de verdad (¿Vivar, 1040?- Valencia, 1099) que dio pábulo a la leyenda no fueran extraordinarios.
Ahora, el historiador David Porrinas (Castañar de Ibar, Cáceres, 1977), investigador y profesor en la Universidad de Extremadura y un reconocido estudioso de la guerra en la Edad Media y del propio Campeador, arroja luz sobre el de Vivar en un ensayo desmitificador tan erudito como apasionante.
El Cid, historia y mito de un señor de la guerra (Desperta Ferro Ediciones, 2019), con prólogo del catedrático de Historia Medieval y acreditado cidista Francisco García Fitz, se centra especialmente en la actividad bélica de Rodrigo Díaz y lo muestra como un gran hombre de acción.
Un guerrero aventurero y oportunista que se mueve con habilidad y pragmatismo extremos en la frontera difusa entre la cristiandad y el islam al frente de una hueste de tropas híbridas compuestas por su propia mesnada y contingentes musulmanes.
Un mercenario en busca de botín y señor al que servir en un mundo mestizo, en el que los reinos cristianos y las taifas musulmanas guerrean unos contra otros y todos entre sí, aliándose sin importar la religión.
Y un combatiente temible que puede ser brutal (hace torturar civiles y quemar vivo al cadí de Valencia) y que se granjea fama de invencible en la batalla.
Un personaje y un escenario, como se ve, que coinciden poderosamente con los de Sidi, la última novela de Arturo Pérez-Reverte (Alfaguara, 2019), aunque en esta hay jura, Tizona y otros mitos.
"Es muy complicado depurar al verdadero Cid histórico de la leyenda tejida a su alrededor", explica Porrinas, que subraya que hay unas ideas fijadas durante siglos, unos clichés que cuesta desterrar, y valga la palabra.
El caso, recalca, es que hay muy buenas fuentes históricas que nos permiten saber cómo era en realidad.
“Es seguramente el personaje que mayor cobertura informativa recibió en su tiempo, más incluso que el propio emperador Alfonso VI.
Es absolutamente excepcional disponer de tanta información de alguien del siglo XI que no era ni miembro de la realeza ni un alto cargo eclesiástico".
Porrinas cita entre esas fuentes la Historia Roderici, contemporánea del Cid o de poco después, y las informaciones coetáneas de cronistas musulmanes que narran la conquista de Valencia (la gran realización del Campeador) y algunos de los cuales incluso vivieron el asedio.
Disponemos asimismo, apunta, de la carta de arras del matrimonio con Jimena y hasta de un documento firmado de puño y letra por el Cid, que signó “ego ruderico” (el trazo no es muy seguro así que probablemente el Cid manejaba mucho mejor la espada que la pluma).
Fue, explica, el empeño de Ramón Menéndez Pidal desde 1929 en considerar el Cantar y los romances sobre el Cid fuentes históricas válidas para el conocimiento del Cid real lo que ha creado tanta confusión.
Por no hablar del retoque franquista y la película de 1961 con Charlton Heston. Es la del Cantar una imagen heroica, épica, “muy cinematográfica”, con “evidentes concesiones a la sensiblería, la fantasía, y el dramatismo morboso".
De los episodios más famosos para los mortales comunes de la vida del Cid, Porrinas recalca que "no hay nada de eso", y que son todo imágenes que se forjan con posterioridad.
El duelo con el padre de Jimena, por ejemplo, no aparece hasta el siglo XIV.
En cuanto a la jura de Santa Gadea, no se empieza a hablar de ella hasta el siglo XIII, en una obra del historiador eclesiástico Lucas de Tuy, y sería imposible que se hubiera producido: ningún noble podía desafiar así al poder haciendo jurar a un rey.
De Diego, el hijo desconocido del Cid, dicen las fuentes que murió luchando contra los musulmanes en la batalla de Consuegra en 1097.
"Fue un mazazo para el Cid que perdió toda esperanza de crear una línea dinástica para perpetuar su recién conquistado principado de Valencia, aunque consiguió casar bien a sus hijas"
(María se desposó con Ramon Berenguer III, conde de Barcelona).
En cuanto a la victoria después de muerto, atado al arzón de su caballo, señala que forma parte de la leyenda elaborada por los monjes del monasterio de Cardeña, donde fue enterrado el Cid —luego sus restos se dispersaron— tras sacarlo embalsamado de la Valencia amenazada por los almorávides.
El historiador indica que no hay pruebas de que en su época le llamaran Sidi o Cid.
"La primera vez que vemos esa denominación es en el Poema de Almería, de mediados del siglo XII, donde se menciona a Rodrigo como Cid.
Lo cual no quiere decir que sus soldados árabes o sus súbitos valencianos no lo llamaran así, mi señor, pero no está documentado".
Sea como fuere, lo de Cid cuadra con ese comandante de tropas híbridas, variopintas, cristiano al frente de musulmanes, que a partir de su núcleo de medio centenar de caballeros, aventureros y buscafortunas recibe el mando del ejército de la taifa de Zaragoza.
Sorprende que el Cid fuera un mercenario...
"Suena peyorativo, pero esa es la definición del que combate por dinero, como los condotieros posteriores o sus coetáneos y tan parecidos señores de la guerra normandos.
Rodrigo, un gran pragmático, entiende que ese servicio al rey al-Mutamin de Zaragoza y sus sucesores es lo mejor para cumplir su propósito último de hacerse con Valencia. No se puede entender al Campeador sin su relación de mestizaje militar, político y cultural con los musulmanes".
En cuanto a la victoria después de muerto, atado
al arzón de su caballo, señala que tampoco pasó y que forma parte de la
leyenda elaborada por los monjes del monasterio de Cardeña, donde fue
enterrado el Cid
"Imposible", ríe el autor.
"El franquismo nació huérfano de ideologías, tenía que crear una y se apropió de símbolos como don Pelayo, Covadonga, Agustina de Aragón y el Cid.
Un libro como el mío no habría gustado.
Franco se identificaba con el Cid legendario y le gustaba que otros le identificaran así, como hizo el alcalde de Burgos al inaugurar la famosa estatua ecuestre.
Dio muchas facilidades para el rodaje de la película de Charlton Heston que internacionalizaba esa imagen épica del personaje".
El historiador dice que no ha leído aún la novela de Pérez-Reverte, al que no conoce personalmente pero del que se declara gran admirador.
El ensayo de Porrinas y la novela de Pérez-Reverte coinciden en destacar los aspectos militares del Cid y el uso decisivo de la carga de caballería y la lanza.
También en mostrar el mundo fronterizo de la Península como un escenario turbulento y sin ley, un Far West medieval.
En un balance del Cid, el estudioso afirma que "no cambió la historia con mayúscula pero sí la historia cultural.
Poco después de su muerte
cae su señorío de Valencia, no consigue crear un señorío permanente,
aunque su sangre fluye por diversas dinastías europeas y se le ha
llamado "hacedor de reyes".
Pero el Cantar cambió la historia
de España y el personaje ha acabado convertido en un mito que se va
revisando y reinterpretando con el tiempo.
. Ahora está de moda con la
novela de Pérez-Reverte y la serie que se prepara en Amazon Prime.
Es un
nuevo Cid, como el mío, para nuevos tiempos, pero eso no quiere decir
que sea el definitivo o que ya esté todo dicho; la historia es una
ciencia viva y el Cid tiene cabalgada para rato".
El sexo, Jimena y Ángel Cristo
De la relación del Cid con Jimena, que se ha querido tan intensa
(sobre todo cuando ella es Sofía Loren), el estudioso apunta que
"debieron verse muy poco", pues él pasó muy poco tiempo en Castilla, lo
que abre la posibilidad, explorada por una célebre novela que Porrinas
considera muy buena y sugerente, El puente de Alcántara de
Frank Bauer (Edhasa), de que el Cid tuviera amantes. A Franco solo le
hubiera faltado que fuera masón.
La relación del Cid con el sexo probablemente no ha tenido una versión más esperpéntica que la del filme El Cid cabreador (1983) en la que un alucinante Ángel Cristo encarnaba al de Vivar recuperando con doña Urraca la virilidad perdida por una maldición, y con música de Teddy Bautista.
Otra imagen impactante del Cid fue la que dio José Maria Aznar cuando accedió a disfrazarse del personaje para una sesión fotográfica con este diario en 1987.
La relación del Cid con el sexo probablemente no ha tenido una versión más esperpéntica que la del filme El Cid cabreador (1983) en la que un alucinante Ángel Cristo encarnaba al de Vivar recuperando con doña Urraca la virilidad perdida por una maldición, y con música de Teddy Bautista.
Otra imagen impactante del Cid fue la que dio José Maria Aznar cuando accedió a disfrazarse del personaje para una sesión fotográfica con este diario en 1987.