¿Puede la literatura ayudar a cerrar heridas del alma? Nada garantiza,
según la autora, que el mundo te alcance y el naufragio se repita.
QUERIDO HERMANO: No logré encontrar la tumba donde estás. Todos estos
años, con los ojos cerrados, he trazado un camino imaginario en el
cementerio para llegar hasta ti. Sé que al entrar debo ir hacia la
izquierda, caminar en diagonal sorteando el caos de las flores secas,
los botes de agua, la basura que los deudos dejan después de limpiar las
tumbas. Al fin todo es despojo. Sé que habrá un sepulcro sencillo, con
su cruz de hierro. Y leeré el nombre que nunca debería estar en una
lápida, el nombre de un niño.
Yo creía saber precisamente a dónde ir si se me ocurriese llevarte
flores. Pero así como la memoria se ha amueblado de nuevas experiencias,
de pérdidas y de tiempos pasados, el cementerio también ha recibido
otros inquilinos. Una aglomeración abrumadora de navíos con crucificados en sus mástiles. No te encontré.
Cuando fuimos a enterrarte yo tenía 11 años. No volví, hasta ahora.
Han sucedido más de 30 años. Llegan de allá recuerdos que ya no tienen
que ver con tu enfermedad, con tu partida. Pero sí con el naufragio de
los que nos quedamos. En medio de todo eso que era un hogar roto, un
libro apareció en casa, olvidado por alguien que llevó el pésame. Se
trataba de un libro muy distinto a los tomos de las enciclopedias que
tanto le gustaba comprar a papá. Era una novela. El diario de una chica
francesa enamorada de un jovencísimo y ambicioso Napoleón. La historia
de un amor malogrado leída por una niña de 11 años a la que se le
acababa de morir el hermano menor. Y pronto supe que no había remedio
para tu muerte ni para eso que descubrí en la novela: que podía irme
bien lejos, llevar mi pena y llorar por el corazón roto de la
protagonista, porque al fin ese dolor sí terminaba cuando cerrabas el
libro.
Aprendí la ficción así, por una pura necesidad de salvarme cuando alrededor mamá se desmoronaba y papá volvía al alcohol.
Un día empecé a escribir para arroparme mejor, con palabras que me
construían un cerco que no era el de tu muerte, y que de nada sirvió
porque de todas maneras el mundo te alcanza y nada garantiza que el
naufragio no va a repetirse. Historias que ya no compartimos. He
conseguido mantenerme a flote en esa balsa que a veces va a la deriva y
otras me ha llevado a islas prodigiosas.
Hay libros que desearía haber leído contigo. Es algo que no hicimos nunca. El pato y la muerte,
de Wolf Erlbruch, por ejemplo. Unas páginas hermosas, terribles, que
nos habrían hecho hablar de esa muerte que estuvo entre nosotros los
cinco años que pasaste tan enfermo. Me hubiera gustado que no tuvieras
miedo de ella. Como no te hallé en el cementerio, te escribí un cuento. Ahí estás con Lucía, esa niña que fue tu mejor amiga en la vida de
hospital. Se enamoran. Es mi regalo para ti: imaginar que una historia
así te ocurriera. Merecías que así ocurriera.
Después de lo que he descubierto en los libros quizá ya no debería
buscar tu sepultura. Ayer escuché a un escritor decir que no es correcto
atribuirle a la literatura el don de salvarnos. Tal vez es cierto. No
diré eso. Hay desastres más allá de la literatura. Todo lo que he hecho es volver a un libro, a leerlo o a escribirlo, como
quien se sujeta bien fuerte de un salvavidas en medio de un mar
borrascoso. Ahí siempre estás tú, en la belleza de quedarse y
recordarte. Esa belleza suficiente.
CNR / M. P.DE REGRESO A ÍTACA, Ulises
tuvo que atravesar el estrecho de Mesina, que une el mar Tirreno con el
Jónico. Un lugar real y fantástico a la vez, pues muchos estudiosos
sitúan la presencia de los monstruos Escila y Caribdis a la entrada de
ese estrecho. Escila tenía seis cabezas de perro y doce patas. Caribdis
era un torbellino de agua que devoraba cuanto caía en sus contornos para
vomitarlo luego en forma de naufragio. No podías alejarte de uno sin
caer en las garras del otro y al revés, de ahí la expresión de hallarse
entre Escila y Caribdis, que es como encontrarse entre la espada y la
pared. Escila atraía hipnóticamente a las naves para lanzarlas luego a
las fauces de Caribdis. Si Ulises no hubiera recibido la ayuda de los
dioses, lo hubiera pasado mal. Aun así, perdió media docena de hombres
en la travesía.
Todo esto era para decir que hablamos de un espacio sagrado para nuestra cultura cuyas profundidades hemos convertido en un estercolero.
Vergüenza debería darnos, pero lo que ven ustedes en la foto es solo una
pequeña parte de la basura que se amontona sin remedio en el lecho
marino de la zona.
Destaca, entre los desperdicios, el cuerpo de ese
muñeco-bebé que añade a la imagen un punto de terror de novela de
Stephen King. Según la crónica a la que la foto servía de ilustración,
la exploración submarina descubrió también “muebles de cocina, tazas de
váter, colchones, mesas, ropa, ruedas, alfombrillas de coche…, incluso
un coche entero”.
“Los cangrejos”, añadía la crónica, “caminan por el
fondo arrastrando jirones de plástico”.
La mayoría del porno heterosexual que circula en redes es sexista,
agresivo cuando no directamente violento, y convierte a las mujeres en
pura carne.
EN MIjuventud, para ver porno tenías que ir en persona a una hipercutre sala X, o bien comprar o alquilar cintas de vídeo en un sex shop
o en la sección guarra de algún videoclub.
Quiero decir que estabas
obligado a dar la cara, a identificarte, a tener en tu casa las cintas,
prueba física de tus actividades rijosas, cosa que para un adolescente
no era cómoda ni fácil.
Lo cual ha hecho
que, en tan sólo 20 años (sí, aunque nos parezca mentira, Internet
surgió ayer mismo), la educación sexual de las nuevas generaciones haya
cambiado de modo radical.
Y esa mudanza ha pasado inadvertida hasta hace
muy poco.
Hoy ya es un fenómeno masivo: según un estudio de la
Universidad de las Islas Baleares, el 25% de los adolescentes españoles
han visto porno antes de cumplir 13 años. Chicos y chicas.
¡Y qué porno! La gran mayoría del material heterosexual que circula en
redes es sexista, agresivo cuando no directamente violento, y convierte a
las mujeres en pura carne, un objeto despersonalizado que parece creado
únicamente para el placer del hombre. Por no hablar además de que suele
ser ridículo e imposible, con posturas circenses, miembros
descomunales, gargantas como de boa constrictor y otras anomalías
anatómicas y funcionales que hacen que luego los chavales, cuando
llegan a tocar carne de verdad, se sientan decepcionados y humillados
ante sus propias carencias y las de su pareja, en comparación con las
irreales patochadas que han visto. Hace ya algunos años me di cuenta de que la pésima combinación del porno online
y de los pechos operados, otra tendencia también popular en nuestros
tiempos, estaba haciendo que a las nuevas generaciones de varones les
atrajeran más los senos artificiales, el típico pechopiedra con
un canal de Suez entre copa y copa, que los pechos naturales de las
mujeres. Y es que, claro, han aprendido a excitarse y han descubierto su
camino hacia el placer contemplando a esas actrices porno que, al
tumbarse boca arriba en la cama, muestran dos cúpulas de San Pedro sobre
las costillas. Escribí sobre esto en un artículo, lamentando esa perversión del sentido común y del erotismo.
Pero no todo lo referente a
la educación pornográfica resulta tan chistoso.
Según el magnífico
informe anual de la Fiscalía General del Estado que presentó hace un par
de semanas la fiscal María José Segarra, los delitos sexuales han
experimentado un incremento del 23,2%. La Fiscalía muestra una
preocupación especial por las violaciones en grupo, un delito atroz que
se ha convertido, dicen, en un “fenómeno”.
Y la verdad es que resulta
fácil asociar a esas manadas de energúmenos descerebrados que creen
estar protagonizando su propia película con las escenas, realmente
parecidas, del porno más mentalmente sucio.
En Movistar+ se está emitiendo una miniserie de tres documentales titulada Madres haciendo porno.Se trata de cinco mujeres británicas con hijos entre los 6 y los 24 años
a las que, primero, hicieron ver el porno que circula por las redes
(se quedaron espantadas), para luego proponerles que rodaran ellas la
película erótica que querrían que vieran sus hijos. Les ayudó en el
proyecto la estupenda Erika Lust, una directora de cine sueca que vive
en Barcelona. Erika es la figura más conocida entre el puñado de
profesionales innovadores que están haciendo un cine para adultos no
machista. Emma Morgan, la productora de los documentales, dijo en EL
PAÍS (la entrevista era de Héctor Llanos) que la serie les había
enseñado lo importante que era trabajar en la educación sexual de los
jóvenes: “Si los padres superaran su vergüenza y charlaran con ellos de
estos temas, el porno dejaría de ser un tabú y un placer prohibido. Y
así perdería parte de su atractivo”. En fin, no digo que haya que
sentarse a ver porno con tus hijos (horror, no se me ocurre nada más
antierótico), pero a lo mejor les puedes regalar una película de Erika
Lust.