El
escritor francés ganó el año pasado el Goncourt con ‘Sus hijos después
de ellos’, crónica de la decadencia industrial que vendió más de 400.000
ejemplares y lo convirtió en estrella literaria.
Durante años, Nicolas Mathieu
(Épinal, Francia, 1978) se levantó a las cinco de la madrugada para
poder escribir antes de dirigirse al trabajo. De extracción humilde,
hijo de un mecánico y una contable, alternó oficios precarios que lo
llevaron a sufrir un burnout (trastorno de agotamiento laboral). Todo cambió al ganar el Goncourt con su segunda novela, Sus hijos después de ellos,
crónica de la decadencia industrial francesa que vendió más de 400.000
ejemplares. Eso no impide que siga creyendo que la clase social marca
nuestro destino. “Casos como el mío no pueden servir de coartada. El
determinismo no es una opinión, sino un hecho”, relata desde su casa en
Nancy, en el este de Francia, entre cajas que sugieren una mudanza
reciente.
PREGUNTA. ¿El Goncourt le ha cambiado la vida? RESPUESTA. A todos los niveles. En lo económico,
tras haber tenido trabajos humillantes para poder seguir escribiendo,
por fin me puedo relajar. Además, la gente te empieza a escuchar de otra
manera. Sobre todo, el lector burgués, que tanto cree en las
instituciones. Ahora tengo que medir mis palabras. Es como pasar de usar
una escopeta de feria a una ametralladora. Te preguntas qué hacer con
la legitimidad que se te ha adjudicado. P. ¿El éxito puede dar mala conciencia? R. Totalmente. Recibí una educación religiosa, así
que estoy predispuesto a sentir esa culpa. Tengo una sensación de
impostura y me da miedo aburguesarme y olvidarme de dónde vengo y de la
gente de la que hablo. P. La novela alterna un relato de iniciación bastante clásico
con una dimensión documental y política. ¿De dónde surge esa mezcla? R. La llevo dentro. Cuando uno escribe no lo puede
elegir todo a conciencia. Siempre digo que uno escribe lo que puede. Y
lo que yo puedo escribir es esto: un relato muy novelesco, pero corroído
por la sociología, por un esfuerzo de restituir la realidad…
P. Ofrece una representación literaria de la clase obrera poco habitual: ni la ennoblece, ni la ridiculiza. R. Vengo de la novela negra, donde el obrero nunca
fue ni un crápula, ni un santo. No tengo motivos para idealizar a la
clase obrera, la conozco bien. Le encuentro circunstancias atenuantes
para casi todo. Pero, a la vez, no creo en esa “decencia común” de la
que habló Orwell. Todos los grupos sociales pueden ser detestables. Hablo de este porque es el que conozco. P. En el cuerpo de sus personajes se ven las marcas de la
política económica de las últimas décadas, una idea que retoma Édouard
Louis en su nuevo libro. R. Para mí, ese es un elemento central. Los cuerpos
que describo están atravesados por el deseo, el odio y la ira, pero
también por la historia, la economía y la política. Mi padre está
enfermo. Cuando veo su cuerpo, observo los efectos de todos esos
factores. Los veo también en las manos de mis tíos y en el cáncer de mi
madre. Constato que el mundo actúa sobre nuestras células. P. ¿Por qué se marchó de su región natal y terminó volviendo?
R. Sentía vergüenza de mi familia. Idealizaba a las
de mis amigos de la escuela privada, que tenían cuadros en el comedor y
parqué en el suelo. Como puede ver, esos son los códigos que he
reproducido: no vivo entre muebles rústicos y azulejo como mis padres. Yo me avergonzaba de mi padre, de lo que pudiera decir o hacer en
público. Hoy me avergüenzo de haber sentido vergüenza… P. ¿Cuándo terminó ese sentimiento? R. Al descubrir la sociología, entre los 20 y los 25
años. La estructura social, las relaciones de dominación, la forma en
la que uno interioriza su posición subalterna. Fue como quitarse unas
gafas convexas y ponerse otras cóncavas. Un incendio de ira que no se ha
extinguido. P. Es paradójica la fascinación francesa por la burguesía, siendo el país que quiso abolir los privilegios… R. Pese a estar obsesionados con la revolución,
somos una sociedad muy aristocrática. Flaubert describió a la perfección
ese proceso por el que la burguesía se erige en nueva aristocracia. En
el fondo, por eso quisieron la revolución: para poder ocupar su lugar. Tras el discurso de la igualdad y la meritocracia se encuentra una
máquina de reproducción de las desigualdades. P. ¿Escribe por venganza social?
R. Totalmente. En el origen de mi escritura hay
pasiones tristes, como el enfado y la revancha. Y no solo respecto a las
cuestiones de clase. Aspiro a vengarme de lo que nos hace la vida, de
lo que la vida ha hecho al cuerpo de mi padre. La escritura me permite
devolver puñetazos. Al escribir, me siento menos víctima. P. El libro también describe la transformación ideológica de
su región, bastión comunista que hoy se ve tentado por la ultraderecha.
¿Cómo lo explica? R. Quería que fuera un ruido de fondo, sin juicios
morales ni posturas intelectuales. Mi explicación es sencilla: el
liberalismo. Sin apoyar ni un nanosegundo a la extrema derecha, creo que
un comunista que vota al Frente Nacional lo hace porque ha perdido su
trabajo y reclama una protección económica e identitaria.
Amigos y expertos recuerdan al escritor en su pueblo.
El jueves pasado se dieron cita en el bar Universo, en el barrio
madrileño de Prosperidad, Demetria Chamorro, viuda de Rafael Sánchez
Ferlosio, y tres de sus amigos: los filósofos Tomás Pollán y José Luis Pardo y el escritor Javier Fernández de Castro. Se disponían a rehacer el viaje a Coria que el autor de Alfanhuí hizo cientos de veces desde que era niño hasta su muerte el pasado 1 de abril,
a los 91 años. Aunque había nacido en Roma y vivía a unos pasos del
Universo, Ferlosio siempre tuvo devoción por el pueblo cacereño de
12.000 habitantes en el que su padre, Rafael Sánchez Mazas, había
heredado de una tía rica varias dehesas y el antiguo palacio del duque
de Alba, una enorme construcción del siglo XV con vistas a la vega del
río Alagón. Si en el Universo los cuatro viajeros recordaron el día en que cada uno de ellos conoció al escritor —su mujer le soltó que El Jarama
le parecía un “peñazo” para progres, cosa que los puso de acuerdo para
siempre—, durante las tres horas de viaje a Extremadura fueron señalando
los hitos en los que siempre se fijaba un autor que se fijaba en todo:
la casa en la colina que imaginaba como escenario para una película de
Bette Davis, la muralla de Galisteo o il piccolo Mortirolo, es decir, la subida hasta la plaza de la catedral coriana.
En esa plaza se levanta, ruinoso, el viejo palacio familiar, vendido
la primavera pasada. También se asoma a ella la casa en la que Rafael y
Demetria se instalaron en los últimos años. En esa fachada se descubrió
el propio jueves una placa en memoria del premio Cervantes de 2004, que
siempre se negó a que cambiaran el nombre actual de la calle —Albaicín—
por el suyo. Cuando el Ayuntamiento volvió a intentarlo en mayo, fue su
viuda la que insistió en que nada hubiera desagradado más a su marido,
que, en cuanto abría la puerta a un recién llegado, se apresuraba a
aclararle —“con ojillos de disculpa”— que las iniciales RS que lucen en
la aldaba eran las de su bisabuelo. “Siempre dedicaba sus libros como
Rafael Sánchez”, recordó su amigo Gonzalo Hidalgo Bayal: “Anteponía la
persona al Ferlosio de la inmortalidad”.
La expedición madrileña se unió en Coria a Pedro Gutiérrez y Jesús
Domínguez —miembros de la Asociación de Amigos del Castillo, promotora
del homenaje— y a otro puñado de ferlosianos, entre los que estaban J. Benito Fernández —al que todos se refieren como “el biógrafo” desde que publicó El incógnito
(Árdora)—, el periodista Alfonso Armada o el propio Hidalgo Bayal. La
mesa redonda de “amigos y estudiosos” era el acto central de un programa
de tres días en el que también figuran una exposición de fotografías,
objetos y manuscritos y un homenaje de los estudiantes de los dos
institutos de la localidad, acostumbrados a ver por la calle cada verano
a un escritor que siempre se entendió mejor con los niños que con las
autoridades. En el coloquio se analizó al ensayista que renegó de la ficción pero
también al narrador oral que en una sobremesa y, con la ayuda de
botellas, cuchillos y mendrugos de pan, podía escenificar con todo
detalle la batalla de Salamina. “Rafael había leído mucho más de lo que
decía”, subrayó Tomás Pollán. “Filosofía, psicología, lingüística, no digamos historia... ¡Hablaba
del siglo VIII por décadas!”. Profesor jubilado de filosofía y
antropología en la Universidad Autónoma de Madrid e inseparable de
Ferlosio durante cuatro décadas, Pollán hizo un emocionante retrato de
su amigo, que —esto no lo dijo él— le consultaba cada línea que
escribía. Juntos practicaban además uno de sus ejercicios favoritos: la
lectura en voz alta. “En la cocina de esa casa”, dijo señalando al
número 10 de la calle Albaicín, “leí con él y con Demetria muchos de sus
textos y varios libros. El primer tomo de la Sociología de la religión de Max Weber lo leímos entero”. Antes tímido que huraño
y muy exigente —“especialmente consigo mismo”—, Tomás Pollán definió a
Ferlosio como “un observador atento y extrañado”. Lo primero le permitía
describir cada cosa con exactitud y desarrollar cada idea hasta sus
últimas consecuencias. Lo segundo, denunciar los lugares comunes en que
cuaja el pensamiento acomodaticio: “A la pregunta de un periodista podía
responder que necesitaba una semana para dar con la respuesta. Nunca
hablaba de oídas sino de pensadas. Era lo contrario de
ese personaje del que dice Juan de Mairena que había aprendido tantas
cosas que no había tenido tiempo de pensar en ellas”. Su libro God & Gun
nació como respuesta a un artículo de Fernando Savater publicado en
1998. El artículo tenía tres folios. Las 300 páginas de Ferlosio se
publicaron 10 años después.
Un legado de 200.000 páginas manuscritas
Para demostrar el nivel de obsesión y exigencia de Rafael Sánchez
Ferlosio, Tomás Pollán leyó en Coria parte de un inédito que le regaló
su amigo: 95 páginas de pulcra caligrafía que en “La forja de un
plumífero” —su famoso texto autobiográfico de 1998— quedaron reducidas a
12 líneas. ¿Y de qué trata? De la demolición en toda regla de un pasaje
de su primer libro, Industrias y andanzas de Alfanhuí, en el
que su propio autor denuncia el “sistema rítmico de balancín” que
—insertando adjetivos “como un ornato sin cosa que adornar”— le llevó a
incurrir en aquello que más odió siempre: “la bella página”. Pensar que se trataba de su novela favorita y que la había publicado
47 años antes da una idea del carácter perfeccionista de un escritor que
nunca quiso que se hablara en vano y que a su muerte dejó cientos de
cuadernos. Alrededor de 200.000 páginas manuscritas según la estimación
de quien mejor conocía su trabajo: el propio Pollán. Ferlosio llegó a ver culminada la reunión de sus ensayos en cuatro tomos en edición de Ignacio Echevarría para Debate pero no alcanzó a ver en las librerías el último título del que se ocupó, De algunos animales,
una antología de su obra a modo de bestiario aparecido en junio, dos
meses después de que falleciera dejando a sus estudiosos trabajo para
varias vidas.
¿Una biografía de Dios? No: un relato de cómo los hombres han
modelado a los dioses a su imagen y semejanza. Pero este libro, en
apariencia escéptico, no niega a Dios y aporta in gredientes al debate
sobre por qué todas las culturas, en todo tiempo y lugar, han buscado
una dimensión espiritual. El cerebro humano, dice Reza Aslan, tiende a creer en Dios, en dioses o, como mínimo, en un alma. ¿Era una ventaja evolutiva?No, no lo era: busquen la explicación en otra parte. “No
me interesa la pregunta de si existe o no existe Dios, que es imposible
de responder. La pregunta que me ha llevado a escribir este libro es
qué se quiere decir cuando se dice la palabra Dios. Esa es una palabra
casi universal. Y cada uno entiende algo muy diferente”, explica por
teléfono desde Los Ángeles este estudioso de las religiones, autor de Dios. Una historia humana, que Taurus publica ahora en español. Aslan (Teherán, 47 años), profesor de la Universidad de California,
sabe de creencias porque las ha estudiado para varios instituciones
académicas, ha publicado libros y se ha fajado en conferencias y
debates. Y porque ha vivido fes diversas. Sus padres iraníes llegaron a
EE UU huyendo de la revolución de Jomeini. De niño fue musulmán (chií);
en la adolescencia se convirtió al cristianismo (evangélico); luego
volvió al islam y, tras acercarse al sufismo, hoy se define como panteísta. Lo que “no es una moda new age”,
advierte, sino “probablemente la creencia más antigua de la humanidad”,
que se propone resucitar. “El panteísmo es la negativa a aceptar una
distinción entre el creador y la creación; es la creencia de que Dios es
todas las cosas y todas las cosas son Dios”.
Pero Aslan no aspira a convertirnos al panteísmo, al que apenas
dedica el epílogo. Quiere entender qué hay detrás de todas las
religiones, sobre las que adopta distancia: son creaciones humanas, un
lenguaje de símbolos. Y encuentra pautas comunes en todas ellas. Ve un
impulso religioso en nuestra especie y también una tentación
irresistible de humanizar a los dioses, de proyectarnos en ellos. “Tanto
si creemos en uno, en muchos o en ninguno, somos nosotros los que hemos
modelado a Dios a nuestra imagen y semejanza, y no al revés”.
Aslan (Teherán, 47 años), profesor de la Universidad de California,
sabe de creencias porque las ha estudiado para varios instituciones
académicas, ha publicado libros y se ha fajado en conferencias y
debates. Y porque ha vivido fes diversas. Sus padres iraníes llegaron a
EE UU huyendo de la revolución de Jomeini. De niño fue musulmán (chií);
en la adolescencia se convirtió al cristianismo (evangélico); luego
volvió al islam y, tras acercarse al sufismo, hoy se define como panteísta. Lo que “no es una moda new age”,
advierte, sino “probablemente la creencia más antigua de la humanidad”,
que se propone resucitar. “El panteísmo es la negativa a aceptar una
distinción entre el creador y la creación; es la creencia de que Dios es
todas las cosas y todas las cosas son Dios”.
Primer mito que ataca: que la religión surgió porque fue una ventaja evolutiva,
un elemento cohesionador en sociedades primitivas. Él piensa lo
contrario: “La religión era una desventaja, porque todos los recursos y
esfuerzos que se ponen en expresar sentimientos religiosos se podrían
haber empleado en asegurar la supervivencia”, argumenta. Así que la
hipótesis más plausible, dice, es que sea “un producto accidental de
otra ventaja evolutiva. Un accidente, en otras palabras”. Recuerda Aslan
que no había moralidad en los dioses de la antigüedad: por ejemplo, los
mesopotámicos o egipcios eran “salvajes y brutales”, y los griegos eran
“seres engreídos y caprichosos”. Segundo mito en cuestión: la religión aparece con la revolución
agrícola para afianzar el poder de los líderes. No, dice Aslan: “El
impulso religioso tiene cientos de miles de años. Lo que es un fenómeno
relativamente reciente es la religión institucionalizada, con sacerdotes
o chamanes”.
Arranca el libro con las primeras manifestaciones de espiritualidad del Homo sapiens, visibles en las pinturas rupestres. Y en un lugar tan sorprendente como Göbekli Tepe,
un santuario de cazadores recolectores en la actual Turquía que podría
remontarse a 12.000 años antes de Cristo. El primer vestigio de una
religión organizada. “Es posible que la construcción de Göbekli Tepe no
solo marcase el comienzo del Neolítico,
sino el inicio de una nueva concepción de la humanidad”, escribe. Y así
enlaza con un tercer desmentido, el de que el sedentarismo fue el
efecto de la agricultura. “Se construyeron protociudades con cientos, en
algunos casos miles de personas, alrededor de los monumentos
religiosos.
Una vez que se habían vuelto sedentarios, buscaron la forma de
enfrentarse a la creciente población: cultivar alimentos y domesticar
animales. Es lo contrario de lo que siempre se ha pensado”, afirma.
El autor repasa los orígenes de los tres grandes monoteísmos, pero
cuestiona hasta qué punto pueden considerarse así. Sobre el judaísmo,
sostiene —como otros expertos— que es la fusión de dos tradiciones
religiosas vecinas, las que rendían culto a los dioses Yahvé y El (o
Elohim), de los que se habla de forma diferenciada en el Pentateuco.
Porque los autores que dan forma al Antiguo Testamento, desde el exilio
en Babilonia, no esconden las muchas contradicciones: “Más bien al
contrario. Si uno lee el Génesis, parece un libro, pero en realidad son cuatro libros diferentes escritos en distintos siglos. Es una manta hecha de retazos”. Otra creencia común que rebate es que Jesús o Mahoma fueran
conscientes de estar fundando una religión. “Lo que usted y yo llamamos
cristianismo fue creado por Pablo.
Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas eran solo otra versión del
judaísmo”, dice. Es el evangelio de Juan, el más tardío, el único que
diviniza al Mesías. La otra figura determinante es el emperador
Constantino, quien, tres siglos después, se enfrenta a la dispersión
doctrinal del cristianismo y se propone imponer una versión oficial. Ese
proceso acabó en el dogma de la trinidad, el intento de conciliar que
un Dios único tenga un hijo que también es Dios. La trinidad, observa,
era una ruptura abrupta con el monoteísmo judío, pero “satisfacía los gustos politeístas de los primeros cristianos, que eran mayoritariamente griegos o romanos”.
Tampoco Mahoma pretendía fundar una religión, según Aslan. “Lo que se
ve en Mahoma, y no fue el único de muchos reformadores que hubo en ese
tiempo en Arabia, es un intento de volver al monoteísmo original de
Abraham. Como pasa a menudo, muy poco después de la muerte de Mahoma, la
comunidad que estaba a su alrededor empezó a presentarse como una nueva
religión. No hay evidencia de que nadie se declarara musulmán antes de
la muerte de Mahoma”, cuenta. En su evolución personal, Aslan se fijó en los místicos sufíes, que
fueron acusados de blasfemos porque decían: “Yo soy Dios”. En ellos
encontró lo que buscaba: “el clímax de la creencia en un Dios único,
singular, no humano, creador e indivisible”. —Si Dios es todo, ¿por qué llamarlo Dios y no universo?
—Dios no es un nombre, es una idea. Lo que significa esa idea varía
según quién use la palabra. Yo lo definiría como pura existencia. Tiene
razón: deberíamos ser más cuidadosos al usar la palabra Dios.
También los "antiteístas" son extremistas
El fanatismo no es para Reza Aslan ninguna novedad en la historia y
lo explica como un fenómeno reactivo. “El fundamentalismo religioso
reacciona al liberalismo religioso; igual que el fundamentalismo
político, como el que vemos en EE UU, es una reacción a la
globalización. Sí, es terrible ver el auge de radicalismos, pero es por
el progreso, por el multiculturalismo, por el mayor apoyo a los LGTBI, y
es más importante eso que cómo reaccionan”. El escritor mete en la categoría de extremistas a ateos militantes como Richard Dawkins o Sam Harris. “El nuevo ateísmo
no me parece un movimiento muy intelectual. Un ateo no cree en Dios y
ya está. Estos son antiteístas: dicen que la religión es un mal
insidioso que debe ser erradicado de la sociedad. Y eso se parece más al
fundamentalismo religioso que al ateísmo”.