Como tocar se ha convertido en algo pecaminoso y en una agresión, la
gente debe pagar para que el tacto no desaparezca enteramente de sus
vidas.
HACE DECENIOS, cuando mi amigo Rafael Ruiz de la Cuesta trabajaba de
traductor en Nueva York, en las Naciones Unidas, me contaba que, si se
cruzaba en un pasillo con alguien, debía tener extremo cuidado para ni
siquiera rozarlo, porque de lo contrario podía verse en un aprieto,
según la susceptibilidad de la persona rozada. No recuerdo si había
reglas al respecto o si todavía era sólo un riesgo que se corría. Ahora
sí que hay Universidades y empresas estadounidenses en las que todo
contacto físico está prohibido, incluido el de estrecharse la mano. En
los últimos tiempos hemos sabido de denuncias contra personas que, al
hacerse una foto de grupo, han apoyado levemente la mano en la cintura o
el hombro de quien estaba a su lado, y esos gestos de cordialidad o
amabilidad han sido calificados de “tocamientos inapropiados”, cuando no
de “manoseo”. No sé, para mí ese gesto de “acompañar” al cruzar una
calle, o de empujar suavemente el codo de alguien al atravesar una
puerta, instándolo así a pasar primero, son parte de la normalidad más
absoluta, y de la cortesía.
Exactamente lo mismo que removerle el pelo a un chaval en muestra de
pasajero afecto, o que acariciarle la cabeza a un bebé. A nadie que
visite los Estados Unidos se le ocurra hoy hacer eso, porque lo más
probable es que se encuentre, en el mejor de los casos, con un padre o
una madre furibundos que le espeten: “¿Qué le está haciendo a mi hijo, o
a mi hija? Ni se le ocurra ponerles un dedo encima”, y, en el peor, con
una denuncia en regla por “abuso de menores”. Tampoco es aconsejable
dirigirles la palabra a los críos, porque esos padres histéricos se
alarmarán igualmente, pensarán que los está persuadiendo para cometer
iniquidades y pervirtiéndolos.
Este comportamiento enloquecido es producto de algo muy sencillo: mirarlo todo siempre con malos ojos; pensar siempre
lo peor; ver intenciones turbias, cuando no podridas, en cualquier
acercamiento; contemplar el mundo siempre con ojos sucios y con
suspicacia; inferir que nuestros semejantes son depravados y que siempre
los guía el mal. Claro que hay gente ante la que conviene estar en
guardia, pero extender la sospecha al conjunto de la humanidad es una
triste y medrosa manera de existir. Es la que, al menos en los Estados
Unidos, se ha elegido. Y claro, acaba sucediendo lo grotesco. Como tocar, y aun rozarse, se ha
convertido en algo pecaminoso y en una agresión, la gente debe
organizarse y pagar para que el tacto no desaparezca enteramente de sus
patéticas vidas. El pasado agosto EL PAÍS publicó un reportaje sobre la
conversión de la “epidemia de soledad en un negocio”. Se ofrece “comprar abrazos, paseos en compañía o ‘actividades
familiares’ a adultos solitarios”. Se celebran “encuentros para charlar”
y —atención— “fiestas de abrazos”: por 20 dólares se pueden tocar unos a
otros, eso sí, “sin intenciones sexuales”. Hay una plataforma, Rent a Friend,
que, como su nombre indica, proporciona “amigos de alquiler” en varios
países y cuenta con 600.000 abonados, que pagan entre 10 y 50 dólares
por hora. Cómo no, han de observar un “protocolo”: reunirse en un lugar
público, tener el móvil a mano, decirle a un conocido dónde van a estar y
a qué hora planean regresar. (Todo como adolescentes de permiso.) Aquí
el contacto físico está vedado, no como en las “fiestas de abrazos”, y
hay “vigilantes” encargados de que las normas no se infrinjan. Pero no crean: en las mencionadas “fiestas”, frecuentadas sobre todo por
individuos de entre 35 y 70 años, es preceptivo el pijama “para no
potenciar el deseo sexual”, de lo cual deduzco —lo ignoraba— que esa
prenda nocturna está considerada anafrodisiaca, o provoca repelús y
anula toda lujuria, no tengo ni idea. Lo cierto es que, en una foto
ridícula que ilustraba el reportaje, se veía a un grupito de mujeres y
hombres, más bien jóvenes, sentados uno detrás de otro en el suelo y
apoyando cada cual, castísimamente, las manos en los hombros de quien lo
predecía. (Si eso son abrazos, que venga John Ford
y lo vea.) Y, en efecto, todos vestían camisetas holgadas, pijamas e
incluso skijamas de presidiarios con rayas horizontales, e iban
descalzos (¿los pies también anafrodisiacos?). Al fondo se distinguía a
un robusto varón boca arriba y a una mujer, roque, medio apoyada en su
pecho. La autora del reportaje no parecía tomarse nada de esto con
ironía. Si vive en los Estados Unidos, quizá lo encuentre normal. A mí,
qué quieren, el texto y las fotos me provocaron una mezcla de hilaridad y
vergüenza ajena. Si hablo de ello es porque, como sabemos, todas las memeces de los
Estados Unidos acaban por instalarse aquí: a mi modesto y arbitrario
juicio, España es el tercer país más idiota de Occidente, y el más
americanizado. Todavía, por suerte, nos parece natural darnos palmadas,
tocarnos el codo, besarnos en la mejilla, ponernos la mano en la cintura
o el hombro, pasarle el brazo por encima a alguien como espontáneo
gesto de afecto. Les recomiendo encarecidamente que conserven estas
costumbres, o pronto tendremos que organizar dichos gestos, pagar euros
por ellos, y, lo que es más humillante y molesto, desplazarnos en pijama
por la ciudad.
La noticia dio la vuelta al mundo: Maluma recibía su primer avión. “Los
sueños se cumplen”, dijo. Qué tremendo que tus sueños sean tener un jet privado.
SEGURO QUE lo vieron: Maluma, el famoso cantante colombiano, rompió a llorar, emocionadísimo, al recibir su primer avión privado,
y la noticia dio la vuelta al mundo. Por cierto, todos decían lo mismo:
su “primer” avión privado, como si de ahora en adelante fuera a ir
atesorando una flota completa (si se ha puesto así por un avioncito de
14 plazas, lo que berreará cuando llegue al Airbus).
Vaya imbécil, pensé cuando lo leí. Y luego, también, qué ingenuo,
porque fue él mismo quien publicó las imágenes en sus redes, alardeando
de pajarraco y de lágrimas sin darse cuenta de la penosa impresión que
producía. Este chico es el mismo que tuvo problemas por sus letras machistas;
quiero decir que muy dotado de cacumen no parece que esté. Y, en
efecto, le atizaron bastante en todas partes, sobre todo, y con razón,
por ese exhibicionismo económico en un mundo tan lleno de desigualdades,
carencias e infortunio. El precio de un jet privado como el suyo oscila entre 20 y 22 millones de euros, un lujoso derroche del que resulta obsceno vanagloriarse.
Ahora bien, se diría que a la mayoría de sus fans les encantó el mensaje. Sólo en Instagram tiene 46 millones de seguidores. Este descerebrado es modelo de vida para muchos jóvenes, es una figura
aspiracional con la que medirse. Si no consigues tu propio avión privado
antes de los 30 años, tío (el cantante tiene 25), eres un pringado. Pero lo peor es que el pobre Maluma tan sólo está llevando hasta un
extremo caricaturesco la realidad en la que todos vivimos. Creo que no
sabemos desear. La sociedad de consumo, que está cada día más acelerada,
se alimenta de nuestros deseos: los parasita, los secuestra, los
convierte en una compulsión tan resonante y vacía como una campana. El
día del avión y los lagrimones, Maluma declaró: “Los sueños se cumplen”. Qué tremendo que a los 25 años tus sueños sean tener un jet
privado, piensas al leerlo. Y te dices: a mí se me ocurrirían muchísimas
otras cosas. ¿Sí? ¿Qué otras cosas? ¿Qué deseas de verdad en la vida?
¿Qué has obtenido? ¿Y qué ha sucedido cuando lo has obtenido?
Ya conocen la famosa frase de Santa Teresa: “Más lágrimas se vierten
por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Muy cierto; hay
deseos cumplidos que pueden llevarnos a la catástrofe. Maluma debe de
creer que poseer un avión es poseer el triunfo; aún no sabe que el éxito
no es un lugar al que llegues y en el que puedas quedarte, no es un
objeto de tu propiedad, sino que es un atributo de la mirada de los
otros, te lo dan y te lo quitan azarosamente. A Maluma le queda mucha
vida por recorrer; llorar a los 25 por su “primer” avión me temo que es
un augurio de más lágrimas, y no de dicha. Desear es una actividad de alto riesgo: las filosofías orientales lo
saben muy bien, y por eso construyen su camino hacia la felicidad por
medio de la supresión del deseo. Sin deseo, dicen, no hay frustración ni
sufrimiento. Es la antigua ataraxia (que significa ausencia de
turbación) de los filósofos estoicos y epicúreos. Las pasiones y los
deseos, sostenían, nos llenan de dolor. La única dicha posible pasa por
enfriarlas y apagarlos.
Yo soy hija de Occidente, una cultura mercantil basada en el deseo,
de manera que a mí esta imperturbabilidad extrema me resulta ajena y hasta un poco angustiosa; me parece la paz del cementerio, porque
para mí el deseo es vida. Pero es cierto que se trata de una materia
radiactiva; que va asociado inevitablemente a una cuota de frustración
que hay que aprender a digerir; y que, además, el deseo es la espina
dorsal de nuestra existencia, es decir, algo muy importante. Algo que
hay que pensar y elegir muy bien.
Pero no parece que tengamos mucho tiempo de reflexión en nuestros
días. Yo creo que más bien vamos como cohetes por la vida, vamos
desarbolados y desnortados actuando sin pensar, y, más que escoger
nosotros los deseos, se diría que los deseos nos escogen a nosotros,
pequeños deseos artificiales, simulacros de deseos que se adhieren como
garrapatas, ropas, vacaciones caribeñas, coches, ordenadores, todas esas
cosas que nos devoran, en fin, y a las que ahora se suma el avión de
Maluma como guinda ridícula pero coherente.
Aunque la finalidad principal de la pena es la reinserción, entrar en
prisión por un delito no suele ser visto como algo distinto de un
castigo. Hay excepciones. Es el caso del reo que remitió al titular del
juzgado de lo Penal número 10 de Sevilla, David Candilejo, una carta
agradeciéndole que hubiera decidido hace cinco años encarcelarle. El
juez publicó el texto en su cuenta de Twitter el pasado 17 de septiembre y desde entonces ha sido visto por más de 470.000 personas y compartido por más de 120.000 usuarios.
“Quizás usted podrá pensar '¿este hombre está loco? ¿agradecer entrar en
prisión?”, escribe el recluso, quien le explica que precisamente esa
decisión que tomó "hace cinco años y cinco meses”, cambió su vida.
“Después de más de 2.000 días recluido, la visión del mundo y la visión
de la vida es absolutamente distinta al horizonte que tenía en aquellos
momentos”, indica el remitente.
En este tiempo, el preso ha aprobado
secundaria y ahora cursa Bachillerato y el acceso a universidad enfocado
a las ciencias sociales.
“Creyendo en la justicia, la que me sacó de un
infierno particular que tenía en aquellos momentos”, abunda.
El hombre era un delincuente habitual que cometía robos por los
“problemas de drogadicción que padecía”, según ha relatado el juez al Diario de Sevilla. Ya entonces, Candilejo lo había encarcelado provisionalmente por uno de esos delitos. Esta no es la única decisión que ha tomado el magistrado que ha
transformado la vida de alguno de sus enjuiciados. Otro interno ya le
escribió agradeciendo la revisión de su pena, que se tradujo en la
reducción de la condena, según explica en su perfil el juez. Incluso ha
llegado a recibir a otro joven que tras salir de la cárcel le prometió
que no volvería a delinquir. El autor de la última misiva también expresa su deseo de acercarse a
él para darle las gracias en persona. Así finaliza la carta, en la que,
de nuevo, agradece al magistrado que le haya ayudado a crear “una vida
nueva” que le ha hecho comprender que “el esfuerzo de una persona es el
fruto y la mejor recompensa que uno puede cosechar”. La cárcel, más allá
del castigo.