Qué tremendo que tus sueños sean tener un jet privado.
Por cierto, todos decían lo mismo: su “primer” avión privado, como si de ahora en adelante fuera a ir atesorando una flota completa (si se ha puesto así por un avioncito de 14 plazas, lo que berreará cuando llegue al Airbus).
Vaya imbécil, pensé cuando lo leí.
Y luego, también, qué ingenuo, porque fue él mismo quien publicó las imágenes en sus redes, alardeando de pajarraco y de lágrimas sin darse cuenta de la penosa impresión que producía.
Este chico es el mismo que tuvo problemas por sus letras machistas; quiero decir que muy dotado de cacumen no parece que esté.
Y, en efecto, le atizaron bastante en todas partes, sobre todo, y con razón, por ese exhibicionismo económico en un mundo tan lleno de desigualdades, carencias e infortunio.
El precio de un jet privado como el suyo oscila entre 20 y 22 millones de euros,
un lujoso derroche del que resulta obsceno vanagloriarse.
Ahora bien, se diría que a la mayoría de sus fans les encantó el mensaje.
Sólo en Instagram tiene 46 millones de seguidores.
Este descerebrado es modelo de vida para muchos jóvenes, es una figura aspiracional con la que medirse.
Si no consigues tu propio avión privado antes de los 30 años, tío (el cantante tiene 25), eres un pringado.
Pero lo peor es que el pobre Maluma tan sólo está llevando hasta un extremo caricaturesco la realidad en la que todos vivimos.
Creo que no sabemos desear. La sociedad de consumo, que está cada día más acelerada, se alimenta de nuestros deseos: los parasita, los secuestra, los convierte en una compulsión tan resonante y vacía como una campana.
El día del avión y los lagrimones, Maluma declaró: “Los sueños se cumplen”.
Qué tremendo que a los 25 años tus sueños sean tener un jet privado, piensas al leerlo.
Y te dices: a mí se me ocurrirían muchísimas otras cosas. ¿Sí? ¿Qué otras cosas? ¿Qué deseas de verdad en la vida? ¿Qué has obtenido? ¿Y qué ha sucedido cuando lo has obtenido?
Ya conocen la famosa frase de Santa Teresa: “Más lágrimas se vierten por las plegarias atendidas que por las no atendidas”.
Muy cierto; hay deseos cumplidos que pueden llevarnos a la catástrofe.
Maluma debe de creer que poseer un avión es poseer el triunfo; aún no sabe que el éxito no es un lugar al que llegues y en el que puedas quedarte, no es un objeto de tu propiedad, sino que es un atributo de la mirada de los otros, te lo dan y te lo quitan azarosamente.
A Maluma le queda mucha vida por recorrer; llorar a los 25 por su “primer” avión me temo que es un augurio de más lágrimas, y no de dicha.
Desear es una actividad de alto riesgo: las filosofías orientales lo saben muy bien, y por eso construyen su camino hacia la felicidad por medio de la supresión del deseo.
Sin deseo, dicen, no hay frustración ni sufrimiento.
Es la antigua ataraxia (que significa ausencia de turbación) de los filósofos estoicos y epicúreos.
Las pasiones y los deseos, sostenían, nos llenan de dolor. La única dicha posible pasa por enfriarlas y apagarlos.
Yo soy hija de Occidente, una cultura mercantil basada en el deseo, de manera que a mí esta imperturbabilidad extrema me resulta ajena y hasta un poco angustiosa; me parece la paz del cementerio, porque para mí el deseo es vida.
Pero es cierto que se trata de una materia radiactiva; que va asociado inevitablemente a una cuota de frustración que hay que aprender a digerir; y que, además, el deseo es la espina dorsal de nuestra existencia, es decir, algo muy importante.
Algo que hay que pensar y elegir muy bien.
Pero no parece que tengamos mucho tiempo de reflexión en nuestros días.
Yo creo que más bien vamos como cohetes por la vida, vamos desarbolados y desnortados actuando sin pensar, y, más que escoger nosotros los deseos, se diría que los deseos nos escogen a nosotros, pequeños deseos artificiales, simulacros de deseos que se adhieren como garrapatas, ropas, vacaciones caribeñas, coches, ordenadores, todas esas cosas que nos devoran, en fin, y a las que ahora se suma el avión de Maluma como guinda ridícula pero coherente.
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